
Pentecostés es la fiesta cristiana en la que celebramos, a los cincuenta días del Domingo de Resurrección, la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia, acontecimiento histórico y al mismo tiempo actual, porque el Espíritu Santo sigue viniendo.
En este relato del evangelista Juan los discípulos se encuentran escondidos y de manera clandestina tras la muerte de Jesús en la cruz. El miedo los ha acobardado como comunidad y en lo personal. Aun siendo algunos de ellos conocedores presenciales de que la tumba está vacía, queda de manifiesto que no estaban preparados para creer en la resurrección por no tener la fe suficiente. La muerte del Crucificado les ha invadido de temores, dolor y desesperanza.
Todo da un giro imprevisible como inexplicable cuando el Resucitado sale al encuentro de los discípulos y se pone en medio de la comunidad como el que da sentido, unifica y restaura a la Iglesia. Su presencia les llena de paz, de vida y de alegría, las que van a recibir del Señor junto a la misión y al Espíritu Santo.
Una misión que reciben de Cristo, la misma que él a su vez la recibió del Padre. La misión cristiana no es una orden sino un fuego interior, es el amor del Padre que te motiva por dentro a darte y a darlo todo en el anuncio de la Buena Noticia y en la construcción del Reino de Dios, como lo hizo en Jesús.
El Espíritu Santo que se nos ha dado sabe que la misión es dura porque no luchamos contra enemigos de carne y hueso sino contra las fuerzas del mal (estructuras de opresión y dominación). Quienes se abren al Espíritu Santo y se dejan inundar por él, no viven encerrados en si mismos ni en comunidades atrincheradas y conformistas, sino que todo lo viven y superan con el amor del Padre.
Emilio J., sacerdote