Comentario bíblico del III Domingo del Tiempo Pascual

Elaborado por la Pastoral Bíblica.

La Pascua es el tiempo en el que recordamos y vivimos la auténtica vocación del cristiano, el haber sido llamados a la vida eterna; sabemos que Dios es amor y, por tanto, el amor que ha derramado en nuestros corazones nos hace capaces de eternidad.

La alegría se hace valentía

Es realmente admirable la valentía de aquellos primeros discípulos. En este fragmento del libro de los Hechos de los apóstoles asistimos a un momento muy curioso en el que los seguidores de Jesús son interrogados por las autoridades judías. Después de haber ejecutado a Jesús, se les ha prohibido hablar de él, pero ellos “han llenado Jerusalén con su enseñanza” (Hch 5,28), muy conscientes de que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5,29). Es evidente que retuercen cada vez más el argumento para poder acabar con el anuncio del evangelio, ya que nadie estaba buscando culpabilizar por la muerte de Jesús, sino únicamente constatar una realidad, puesto que aquello tenía que suceder para que se cumplieran las Escrituras. Lo único que hacen sus discípulos es anunciar que Jesús había resucitado, que no estaba muerto y que ellos mismos eran testigos de esto. A pesar de todas estas diatribas “ellos, pues, salieron del Sanedrín contentos de haber merecido aquel ultraje por el Nombre” (Hch 5,41).

El salmo, por su parte, subraya hoy este gozo ante el cambio de las circunstancias, de pasar de la muerte a la vida, de la cárcel a la liberación, de la persecución a la paz. Es por ello que la antífona aúna nuestras voces haciendo de ellas una sola y repitiendo “te ensalzaré, Señor, porque me has librado” (Sal 29,2).

La gloria lo inunda todo

El libro del Apocalipsis es un libro de esperanza, un libro escrito para confortar a una comunidad perseguida. La lectura de hoy es como una ventana por la que nos asomamos para ver la liturgia celestial, donde contemplamos “al que está sentado en el trono y al Cordero” (Ap 5,13), donde todo es “alabanza, honor, gloria y poder por los siglos de los siglos” (cf. Ap 5,11), donde se “escucha la voz de muchos ángeles alrededor del trono, de los vivientes y de los ancianos” (Ap 5,13). Aquellos que han tomado el testigo de los primeros discípulos, siguen experimentando la misma persecución, y son invitados a no perder la esperanza, porque el Cordero degollado vence siempre.

El amor del Resucitado: alegría para los hombre y gloria en el cielo

El evangelio de Juan nos ofrece hoy tres escenas en torno a una misma aparición del Resucitado. No estamos ya en Jerusalén como las veces anteriores, sino que ahora nos trasladamos al lago de Tiberíades, donde tantos otros momentos vivieron los Doce cerca de Él. En la primera escena, vemos a los discípulos que se disponen a pescar, retomando de esta manera su rutina de trabajo, pero no consiguen pescar nada. Tras el fracaso, se les aparece Jesús y les indica dónde faenar, y entonces, encontraron una multitud increíble de peces. Este hecho resultó familiar a aquellos que habían convivido tanto tiempo con el Mesías, y por ello Juan, “aquel discípulo a quien Jesús amaba” (Jn 21,7) lo reconoció y exclamó con alegría y firmeza: “Es el Señor” (Jn 21,7). Es entonces cuando, en la segunda escena, Jesús los invita a comer, preparando él mismo la comida para todos. Y, por último, en la tercera escena, Jesús manifiesta su perdón a Pedro a través de esta triple afirmación del amor del discípulo por su Maestro, lo restablece en su misión y le anuncia su final.

La palabra hoy

El santo padre Pablo VI en su Exhortación Apostólica decía que “el mundo, antes que maestros, necesita testigos; si se escucha a los maestros es porque primero son testigos” (EN 41). Los apóstoles certifican esta afirmación, puesto que ellos fueron testigos, y esto les capacitó para poder después instruir a todas las naciones con las enseñanzas del evangelio. Sin miedo, con valentía y generosidad, se dispersaron por todas las regiones del mundo conocido para que así la luz de la Palabra iluminase la oscuridad en la que yacía la Creación. Todo bautizado está llamado también a ser misionero de esta alegría pascual, pero para eso es preciso vivir este encuentro personal con Cristo resucitado. Solo aquel que ha sentido la paz del Vencedor de la muerte y la invitación a la alegría sobrenatural, puede enseñar a otros. Son muchas las muertes que vivimos día a día, y podemos pensar, bien que la vida se nos escapa de las manos o descubrir que podemos entregarla voluntariamente como Jesús, para así poder concretar aquellas palabras de la Escritura “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna” (Jn 12, 24). El Apocalipsis nos recuerda que esto es posible a través de aquella preciosa imagen del Cordero degollado que está en pie, siendo símbolo de cómo la muerte da paso a la vida y no al revés, de cómo es posible seguir amando a pesar de estar herido, porque “sus heridas nos han curado” (Is 53, 5).

Jesús resucitado se aparece a sus discípulos precisamente para recordarles que es Él quien se ofrece, quien da su cuerpo y su sangre, quien prepara la comida pascual para que no desfallezcamos en esas noches interminables en las que no sacamos nada con nuestras redes. Bien claro lo dejó en la última cena: “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Nos afanamos continuamente en nuestros planes y esquemas de vida, y en repetidas ocasiones nos perdemos a nosotros mismos y nos desgastamos inútilmente. Solo podemos encontrar fecundidad cuando echamos las redes donde Él nos indica. Incluso cuando nos equivocamos y desdecimos de nuestra historia y de aquellos que nos han indicado el camino de la vida verdadera, el Señor nos renueva a través del amor, como hizo con el mismo Pedro; Jesús no viene a echarnos en cara nuestras deserciones, abandonos, infidelidades… sino que viene a consolarnos, porque somos su Cuerpo, y Él nuestra Cabeza.

Pidamos a la Virgen María que no deje apagarse el fuego de estas brasas que ha encendido Jesús, que el don del Espíritu Santo renueve en nosotros el celo por anunciar el evangelio, pero que antes dejemos caldear nuestro corazón con el fuego ardiente de este mismo Espíritu. María, madre de la alegría pascual, ensancha nuestro corazón y guíanos hasta tu Hijo Jesús.

Moisés Fernández Martín, presbítero diocesano

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