Homilía de D. José María Gil Tamayo, arzobispo de Granada, en la Eucaristía en la fiesta litúrgica del beato fray Leopoldo de Alpandeire, el 9 de febrero de 2025, en la parroquia La Inmaculada, donde está su cripta.
Querido Padre Alfonso;
querida comunidad de padres hermanos capuchinos, hijos de San Francisco de Asís;
queridos sacerdotes concelebrante;
queridos hermanos y hermanas;
devotos y amigos de Fray Leopoldo:
Al igual que a vosotros, a vuestro arzobispo lo trae también pedirle a Fray Leopoldo, acudir a la intercesión de este hombre sencillo, este hombre de Dios. Los santos son intercesores nuestros, son los amigos de Dios, son los que han imitado a Jesucristo y son grandes benefactores de la humanidad.
Todos, queridos hermanos, estamos llamados a la santidad. Fray Leopoldo, como Pablo, como el Apóstol, ha recorrido su camino, su carrera, la ha completado y ha recibido la corona. Es un santo de la Iglesia. Nosotros estamos también llamados a esa santidad. Lo hemos escuchado, que tenemos todos una vocación.
Hoy la Palabra de Dios nos trae ese texto del libro de Isaías en la que el profeta recibe la vocación. Y en todas las llamadas que hemos escuchado en esta celebración al ser proclamada la Palabra de Dios, vemos la grandeza de Dios, la grandeza que el profeta ve en que llena el templo, la grandeza de Dios que es infinita, majestuosa, y él se considera poca cosa, de hombre de labios impuros. Y el Señor tiene una misión para él: “¿A quién enviaré?”. Pero antes, ante el reconocimiento de esa pobreza, de esa pequeñez, de esa indignidad, el Señor le purifica. El Señor le purifica y ya hace que ese hombre sea el anunciador de los designios del Señor. “Aquí estoy, mándame”.
Hemos escuchado en la Segunda Lectura la vocación de San Pablo recordada por él mismo en la primera Carta a los corintios, cuando después de decirnos lo esencial cristiano que Cristo, que ha recibido una tradición que procede del Señor y que “a mi vez os he transmitido”, que el Señor Jesús se entregó en su pasión y muerte por nuestros pecados, que resucitó al tercer día, que se apareció a los apóstoles -dice- “y el último, como a un aborto, se me ha aparecido a mí”; y nos rememora, nos hace esa referencia a su conversión camino de Damasco. Dice: “Yo soy el más indigno de los apóstoles, porque he perseguido la Iglesia de Dios”. La grandeza de Cristo y de su obra salvífica y, al mismo tiempo, la indignidad del apóstol, pero llamado a una misión. “Hay de mí si no evangelizare”, dirá él. Y vemos por último en el evangelio tomado del capítulo 5 del evangelio de San Lucas esa escena de la llamada de los primeros discípulos de Jesús y esa pesca milagrosa. La gente se agolpaba en torno a Jesús para oír la palabra de Dios. Pero Jesús quiere servirse de unos hombres, de sus apóstoles, pero antes tiene que elegirlo. ¿Y a quiénes elige? A los mejores. Seguro que ningún jefe de personal hubiese elegido al equipo que eligió Cristo. Nos muestran los evangelios, sus efectos innegables. Y hoy hemos escuchado que el propio Pedro, el pescador del lago de Galilea, que se fía de Jesús y obtiene aquella pesca maravillosa, se pone a los pies de Jesús y dice “apártate de mí que soy un pecador”. Pero el Señor lo escoge y los invita a él y a sus compañeros, al hermano Andrés, hermano de Pedro, a Juan y a Santiago los invita a una misión: a ser sus anunciadores.
Todos tenemos, queridos amigos, una misión. No somos lanzados a la existencia en un sinsentido. No somos unos personajes absurdos de una novela idiota, sino que la vida tiene un sentido. El Señor nos ha puesto en la vida, en la existencia, en un momento determinado de la historia y en unas circunstancias concretas. Y le damos gracias a Dios por ello. Y a cada uno nos ha dado una misión, un papel. Y es en realizar esa misión en la que está nuestra felicidad y todos, con nuestra condición de cristianos, estamos llamados con una vocación común, la de la santidad, como os decía al principio.
Lo dice así san Pablo en la carta a los Efesios. “Benditos a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en la persona de Cristo nos eligió antes de la constitución del mundo, para que seamos santos e irreprochables ante Él por el amor”. Después, se van especificando esas llamadas, esas vocaciones a la vida sacerdotal, a la vida consagrada, a la vida misionera, al matrimonio. Pero, todos tenemos una misión, una llamada. Y a todos nos mira el amor con un amor, con Dios que es Amor, con un amor inmenso. Y un día nos va a preguntar cómo hemos respondido a esa llamada y, sobre todo, si hemos puesto amor en nuestra vida. Y eso es lo que hizo nuestro Fraile. Eso es lo que hizo este capuchino, que quiere tanto Granada. Eso es lo que hizo Fraile Leopoldo. Este hombre sencillo, que anduvo por nuestras calles, que llamó a las puertas, que escuchó tanto dolor y sufrimiento. Este hombre que hacía de su alforja un permanente manantial de caridad y que daba ese pan material, esa limosna, pero sobre todo se daba a él. Este hombre fue llamado por el Señor.
Escuchó en la celebración en Ronda de la beatificación de Diego José de Cádiz. Y otro capuchino que un día, si Dios quiere, vemos también en los altares de manera plena. Y escuchó. Y este chiquillo, este muchacho, entró en la orden capuchina y vino a dar en Granada. Hizo de Granada su recorrido habitual para ir extendiendo la caridad cristiana y el Evangelio. Y él es de esos que el Señor alaba “bendito te doy gracias Padre, Señor del cielo y la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y a los entendidos, y se lo has revelado a los sencillos”. Y él, desde esa sencillez del Evangelio, demostró en la pobreza de su propia condición, de un fraile que vive al ejemplo de su maestro Francisco de Asís, que imitó como nadie a Cristo sufriente, a Cristo pobre. Él se dio en permanente generosidad a los demás. Él fue paño de lágrimas de tantas y tantas familias. Por eso, este santo escucha tanto.
Por eso venimos con confianza, con fe, a decirle también nuestras preocupaciones, nuestras alegrías, pero, sobre todo, nuestros sufrimientos, nuestras enfermedades, para que nos eche una mano, para que reparta entre nosotros ese pan de la curación. Pero, sobre todo, queridos amigos, os quiero pedir de la concordia, de la paz, del amor, de la compresión, porque es lo que hizo: imitando a Cristo, sembró en la tierra esa semilla del amor de Dios, de la misericordia de Dios. Él fue un verdadero motivo de credibilidad en Dios. Al ver su vida, él no pronunció homilías, él no pronunció grandes discursos. Pero su vida fue tan elocuente, que convencía, porque el mejor predicador es Fray Ejemplo, y es lo que él hizo.
Así que con confianza vamos a acudir a él, vamos a seguir haciéndolo. Pero, queridos amigos, os he dicho que Fray Leopoldo es intercesor. Pero Fray Leopoldo también es modelo, no sólo es protector, es modelo. Y él puede decir como san Pablo, que “sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo”. Y no es cuestión de meterse a fraile, ojalá haya muchas vocaciones, sino imitar lo que él hizo, fundamentalmente, que es amar. Amar hasta el extremo, amar con el amor de Dios, amar empezando por la gente que tenemos al lado, amar no sólo dando cosas, sino dándonos los otros; amar perdonando, comprendiendo, escuchando, teniendo tiempo para los otros como él lo tenía. Él no iba con un reloj en la mano diciendo ‘ya se me ha acabado el tiempo de hablar con usted’, sino que escuchaba. Él anduvo por nuestras calles haciendo que Cristo en su persona pasara.
Su devoción a la Virgen, ese cariz tan propio franciscano y especialmente capuchino a la Divina Pastora, él se sintió bajo el callado de la Madre y fue también dando, no sólo ese amor de Dios que es nuestro Padre, sino el amor materno de la Madre con esas tres aves marías con las que respondía y que era una oración de intercesión, pero, al mismo tiempo, de alabanza de la Madre de Dios a la que acudimos nosotros también, poniéndonos bajo su protección.
Así sea.
+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada
9 de febrero de 2024
Parroquia La Inmaculada (Granada)