Carta dominical del Arzobispo de Sevilla
A lo largo del último año, los españoles nos hemos sentado ante la televisión una media de 236 minutos al día, prácticamente, cuatro horas. Por otra parte, hemos pasado una media de tres horas y cuarenta minutos cada día mirando el móvil o la tableta, especialmente los más jóvenes. A primera vista suena excesivo, no cabe duda, pero seguro que hay opiniones para todos los gustos. Lo cierto es que hoy en día se ve televisión más que nunca y que Internet no ha sustituido a ningún medio concreto sino que más bien los complementa y potencia en la medida en la que dichos medios estén dispuestos a evolucionar. Eso sí, parece que la televisión deja poco a poco de ser el electrodoméstico estrella en los hogares en favor del ordenador, o más bien, de la fusión de ambos. Internet, por su parte, facilita la vida y la comunicación de las personas, acorta las distancias y los tiempos, y por los avances constantes que se producen en materia tecnológica, ofrece unas posibilidades inimaginables hace unos pocos años.
El tiempo es un tesoro que hemos de saber aprovechar y organizar. La Sagrada Escritura nos enseña que el tiempo es don de Dios, que todo el tiempo vivido en este mundo es un regalo de Dios. Recordemos Eclesiastés 3, 1-4: “Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: Tiempo de nacer, tiempo de morir; tiempo de plantar, tiempo de arrancar; tiempo de matar, tiempo de sanar; tiempo de destruir, tiempo de construir; tiempo de llorar, tiempo de reír; tiempo de hacer duelo, tiempo de bailar”. El tiempo es un talento que debemos hacer fructificar. Hay un tiempo para trabajar y un tiempo para descansar, un tiempo para la familia, para compartir, para dialogar, para la educación, también para el entretenimiento. Hay un tiempo para Dios, para la oración, para la celebración, especialmente el domingo, el día del Señor. Cada mañana, el primer pensamiento al levantarnos ha de ser dar gracias a Dios por el nuevo día, y el último, antes de dormir, también ha de ser una oración.
En el segundo domingo de Cuaresma contemplamos cada año a Jesús en el monte Tabor, lugar de su transfiguración. Se transfigura delante de los discípulos, su rostro resplandece como el sol, y sus vestidos se vuelven blancos como la luz. Irradia una luz brillante mientras junto a Él aparecen Moisés y Elías, y se oye una voz que dice: «Este es mi Hijo amado, escuchadlo». La luz divina que resplandece en su rostro y la voz del Padre que da testimonio de Él y manda escucharlo. Jesús ha llevado consigo a Pedro, Santiago y Juan, testigos de este acontecimiento único, y les revela su gloria divina, porque quiere que esta luz ilumine sus corazones para cuando llegue la oscuridad de su Pasión y Muerte en cruz. Dios es luz y Jesús quiere que sus amigos más cercanos experimenten esta luz. De este modo, después de este episodio, Él será en ellos como una luz interior, incluso en los momentos de mayor oscuridad.
A lo largo de la vida todos necesitamos momentos de Tabor, de una luz interior intensa que nos ayude a ir superando las oscuridades, las pruebas que se hacen presentes en el camino. Esta luz viene de Dios, del encuentro con Cristo. Para recibirla es preciso subir con Jesús al monte de la oración. Para un cristiano rezar no es evadirse de la realidad ni de las responsabilidades que la vida comporta, sino asumirlas por entero, hasta el fondo, confiando en el amor del Señor. La oración no es algo accesorio u opcional, una especie de hobby; es una cuestión de vida o muerte, es absolutamente imprescindible para superar las pruebas de esta vida. Durante este tiempo de Cuaresma, pidamos a María Santísima, Madre y Maestra, que nos enseñe a rezar, a encontrarnos con Dios, para que nuestra existencia quede transformada por su luz.
+ José Ángel Saiz Meneses
Arzobispo de Sevilla