Un gran santo es San Pablo Miki, natural de Japón, que entregó su vida a la Compañía de Jesús y acabó siendo el primer japonés martirizado por predicar el Evangelio durante el s. XVI. Junto a él, otros mártires que dieron su vida hasta la sangre por anunciar a Jesús.
Cuando el cristianismo empezó a propagarse por Japón a raíz de la predicación de San Francisco Javier, los líderes empezaron a perseguir al cristianismo por temerse que fuese un proceso de conquista por parte del Imperio español. Se decretó por ello la expulsión de los misioneros extranjeros en el 1587, no obstante algunos se quedaron bajo la amenaza de persecución.
El gobernador Hideyoshi mandó arrestar a varios franciscanos llegados desde Filipinas hasta tierras niponas. La policía detuvo así a Pablo Miki, Diego Kisai y Juan de Goto, todos de la Compañía de Jesús. Miki era un gran orador, despertando la fe en el corazón de varios budistas en su región natal. Cuando fue arrestado, solo le quedaban dos meses para ordenarse.
Los tres fueron llevados a Milyako, la actual Kyoto, donde acabaron encarcelados junto a otro grupo de franciscanos y terciarios. Fueron los 24 llevados a la plaza pública y juzgados para ser crucificados. Un mes de marcha penosa les hizo llegar a Nagasaki. En el camino, todos siguieron predicando el Evangelio entre las gentes que muchas veces les insultaban y hacían burla.
Al ser llevados a la colina donde habían preparado las cruces, empezaron a cantar el Te Deum como modo de acción de gracias. Aun se oía a Pablo Miki invitando a la conversión a los verdugos que acaban con su vida. Murió junto con los otros 23 en esa colina, él, después de ser traspasado en el pecho por una lanza. Fue canonizado en 1862 por Pío IX.