Este año se cumplen 50 años desde que se publicase la edición típica del Misal Romano, aprobado por el papa san Pablo VI en 1970, desarrollando así la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II. Uno de los cambios introducidos es que la memoria del Inmaculado Corazón de María se trasladó de fecha y quedó así más estrechamente vinculada a la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. Con esta acertada decisión, se animaba al pueblo de Dios a vivir como la Virgen en el amor a su Hijo, buscando en todo edificar su Reino. Y es que Nuestra Señora goza conduciendo a todos los hombres a la amistad profunda con Cristo, de cuyo Corazón traspasado en amor brota para el mundo un manantial de gracia, de rendención, de justicia y paz. A los que acuden a su poderosa intercesión, Ella los llena de confianza, atiende sus súplicas y les muestra continuamente su dulce bondad materna.
Quiero aprovechar esta ocasión para reflexionar, en el contexto de la actual coyuntura, sobre esta fiesta.
En un cierto sentido, la celebración del Inmaculado Corazón de María es algo reciente, propio de la Iglesia moderna, aunque hunde sus raíces en el mismo Evangelio. Como fiesta litúrgica, fue aprobada oficialmente para toda la Iglesia latina en 1944 por Su Santidad Pío XII. Un importante impulsor de esta devoción, en el siglo XIX, fue san Antonio María Claret, como había hecho antes san Juan Eudes, en el siglo XVII. Trazos previos se pueden encontrar en diversos momentos anteriores, como en un antiguo texto griego, atribuido en algún momento a san Gregorio Taumaturgo, donde se dice al comentar un pasaje de san Lucas: “Este corazón es el vaso sagrado de todos los misterios”.
Hay varias páginas de los evangelios que nos dan pie a meditar sobre el Inmaculado Corazón de María y que, por eso mismo, guardan una honda sabiduría y suscitan importantes resonancias para nuestras vidas. Las más significativas las encontramos en los relatos de la infancia de Jesús, que recoge el evangelio de Lucas. A continuación me detengo en esas narraciones, aplicando su sentido a las circunstancias que nos toca vivir hoy.
En primer lugar, al acabar el relato del nacimiento de Jesús, se nos dice que “María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2, 19). Tras el episodio del Niño perdido y hallado en el Templo, durante la celebración de la primera Pascua de Jesús, encontramos una frase semejante: “Su madre conservaba cuidadosamente todo esto en su corazón” (Lc 2, 51). Inmediatamente, se subraya que “Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en aprecio ante Dios y ante los hombres” (Lc 2, 52). El corazón de la Madre es capaz de acoger todo lo que acontece, de conservarlo primorosamente, de meditarlo con calma, de evitar que se pierdan los recuerdos; y, de esta manera, ella es capaz de adentrarse en el misterio de la Vida, el misterio de la Realidad, el misterio del Dios encarnado. Con razón dijo Benedicto XVI en su visita al santuario de Etzelsbach el 23 de septiembre de 2011: “Sabemos que el corazón es también el órgano de la sensibilidad más profunda para el otro, así como de la íntima compasión. En el Corazón de María encuentra cabida el amor que su divino Hijo quiere ofrecer al mundo”.
En esta tesitura de pandemia y cuarentena, también nos han sucedido muchas cosas, la mayoría inesperadas, desconcertantes, hirientes e incomprensibles. María nos puede enseñar a guardarlas en el corazón, aunque no las entendamos. La Virgen, con su Corazón, nos ayuda a descubrir cómo la vida se abre paso, aunque nos sintamos a la intemperie. Como dice el papa Francisco, “María es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura” (Evangelii Gaudium, n. 286). En estos meses hemos experimentado nuestra fragilidad, lo vulnerables que somos. Hemos descubierto que la meta de nuestra vida no es el confinamiento o el individualismo. Por el contrario, Dios nos creó para el amor y la comunión. Nos vendrá bien, con María y como ella, repasar todo esto en nuestro corazón. Desde allí, brotará lo que tanto necesitamos: “La imaginación de la caridad”, como la llamó san Juan Pablo II (Novo millennio ineunte, n. 50).
También, en el evangelio de Lucas encontramos otro texto que, aunque no menciona explícitamente el Corazón de María, está íntimamente relacionado con él. Cuando los padres de Jesús lo llevan al templo para ser presentado, el anciano Simeón lo toma en brazos y bendice a Dios. Luego indica que Jesús “será signo de contradicción” y añade, dirigiéndose a la Virgen: “Y a ti misma una espada te traspasará el alma, para que se pongan de manifiesto las intenciones de muchos corazones” (Lc 2, 35). Refiriéndose a Nuestra Señora a propósito de este texto, comenta el Santo Padre: “Ella es la del corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas” (EvangeliiGaudium, n. 286).
De un modo semejante, este tiempo de coronavirus nos ha desgarrado el alma. Ante la muerte de seres queridos, ante la penuria económica de multitud de familias, ante la dura enfermedad, ante el sufrimiento de los menesterosos, ante el abandono de los ancianos, ante el agotamiento de los sanitarios y de otros servidores públicos… se nos ha partido el corazón. Afortunadamente, también esta situación ha permitido poner de manifiesto las heroicidades de muchos, los gestos de solidaridad y gratuidad de tantos sacerdotes y consagrados, el altruismo de los equipos de Caritas, la bondad y arrojo de los voluntarios, el trabajo callado de los agricultores, de las gentes del mar, de los demás trabajadores de la industria de producción y distribución de alimentos, esenciales para que en los hogares no haya faltado comida fresca en la mesa. Por desgracia, el Covid-19 ha sido asimismo una ocasión cicateramente aprovechada para abyectas manipulaciones, propaganda inicua y expresiones interesadas de cruel y desolador egoísmo. El Corazón de María acompaña y comparte nuestras tribulaciones, tristezas y zozobras. Su Inmaculado Corazón intercede ante su Hijo para que nuestras podredumbres queden limpias y nuestro interior se regenere y purifique. De esta forma, percibimos que, cuando uno ora con humilde sinceridad, el corazón se le vuelve más generoso, se libera “de la conciencia aislada y está deseoso de hacer el bien y de compartir la vida con los demás” (EvangeliiGaudium, n. 282).
Está claro que solo podemos comprender el misterio del Inmaculado Corazón de María si lo vinculamos al Sagrado Corazón de su Hijo Jesús y si lo hacemos con alma sencilla y abierta. Cuando así ocurre, nos percatamos de que nuestra alegría cristiana bebe de la fuente del mismísimo Corazón de Dios. Y es de ahí de donde sacamos aliento y vigor para verter el bálsamo del consuelo y el amor en quienes se hallan tirados en la cuneta de la vida y el progreso, con su existencia destrozada y sin ilusión para encarar el futuro. No seamos insensibles ante el dolor ajeno. Emprendamos, más bien, sin vacilar ese camino de encuentro cotidiano con los necesitados. Sentiremos entonces la presencia afable de la Madre de Dios, en cuyo Corazón se refugian y amparan los afligidos, los pobres y los últimos.
Fernando Chica Arellano
Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA