Es Semana Santa: «El que tenga oídos, que oiga»

Carta Pastoral del Obispo de Tenerife, Mons. Bernardo Álvarez, en la Semana Santa.

Hasta ocho veces aparece Jesús en el Evangelio empleando la expresión  “el que tenga oídos, que oiga”. También, en el Apocalipsis de San Juan, el propio Jesucristo resucitado, que se presenta a sí mismo como “el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos”, repite la misma frase siete veces.

Tanto este dicho, “el que tenga oídos, que oiga”, como el sinónimo, “el que tenga oídos para oír, que oiga”, son utilizados por Jesús para llamar la atención de sus oyentes sobre algo que les está diciendo y que es de suma importancia para sus vidas, pero que hace falta prestar una especial atención para captar su significado. Además de percibir las palabras por medio del oído, es necesario escuchar, es decir, aplicar “el oído interior”, poner cuidado y atención para comprender lo que se dice y darse por aludido. “El que tenga oídos, que oiga”, es todo lo contrario a ese otro dicho, “por un oído me entra y por el otro me sale”, que es propio del que oye como si no oyera y, por tanto, lo que oye no influye para nada en su vida.

También yo quiero, en esta ocasión, utilizar la frase de Jesús en relación con un tema de vital importancia para nuestras comunidades y, en ellas, para cada fiel cristiano: “Es Semana Santa: “el que tenga oídos, que oiga”. Sí, queridos diocesanos, prestad atención porque la Semana Santa es el gran mensaje de Cristo Resucitado, el que vive, el que estuvo muerto pero ahora está vivo por los siglos de los siglos, y es fuente de salvación para cuantos creen en Él. Sí. Estad atentos porque la celebración anual de la Semana Santa es “por nosotros y por nuestra Salvación” y sería lamentable que teniendo tan a mano a Cristo, pasemos por la Semana Santa sin que la Semana Santa pase por nosotros. “El que tenga oídos, que oiga”.

Por diversas causas (sociales, culturales, a veces políticas y hasta religiosas) existe el peligro real de reducir o centralizar la Semana Santa en torno a las procesiones. Aún reconociendo el valor religioso de las mismas, siempre que sean expresión de una fe viva, hay que afirmar que la Semana Santa es, ante todo, una celebración litúrgica, la más importante del Año Cristiano. “Celebración litúrgica”, quiere decir, actualización sacramental de la Pascua del Señor (pasión, muerte y resurrección de Jesucristo); no simple memoria y representación plástica de aquellos hechos del pasado, sino realización actual y para nosotros de la acción salvadora de Cristo. Celebrar la Semana Santa quiere decir, participar en los sacramentos uniéndonos a Cristo de tal modo que “experimentemos en nosotros los frutos de su Redención”. Celebrar la Semana Santa quiere decir que, por medio de los sacramentos, nosotros, “por Cristo, con Él y en Él”, morimos al pecado y resucitamos a una vida nueva.

Celebrar la Semana Santa, en fin, es mirar a Jesucristo, no como un personaje del pasado y sin vida personal actual, sino como Aquél que constantemente nos habla y nos da vida. El mismo nos dice: “Yo soy el pan de vida, el que me come vivirá por mí” (Jn. 6, 57); y por el contrario: “Si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros” (Jn. 6,53). No es posible una verdadera celebración de la Semana Santa sin participar dignamente, con un corazón puro (limpio de pecado), en la comunión del Cuerpo de Cristo. “El que tenga oídos, que oiga”. También hoy, quizá más que nunca, hay que recordar a los católicos el mandamiento de la Iglesia de confesar y comulgar en las Fiestas de Pascua. Confesar, sí, porque todos somos pecadores y necesitamos reconciliarnos con Dios y ser liberados, por su perdón, de la esclavitud del pecado. Como dice el Salmo 31, “dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado. Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: "Confesaré al Señor mi culpa", y tú perdonaste mi culpa y mi pecado”.

No tiene ningún sentido una Semana Santa sin comulgar, pero, atención, no podemos acercarnos a comulgar el Cuerpo de Cristo y tener el corazón lejos de Él. Es imposible honrar a Cristo, comulgando en la misa, si lo negamos llevando una vida contraría a sus mandamientos. San Pablo, como a los corintios de su época, nos recuerda: “quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo” (1Cor. 11,27-29). No se puede comulgar a la ligera, hay que examinar si la propia vida (pensamientos, palabras y obras) está en “comunión” con Cristo y su mensaje. Comulgar en pecado es aparentar que creemos en Cristo y que estamos unidos a Él, cuando en realidad estamos tan lejos de Él como lo estuvo Judas en la Última Cena, aunque estaba sentado en la misma mesa. Comulgar a Cristo implica comulgar con Cristo. “El que tenga oídos para oír, que oiga”.

Uno de los salmos que se cantan en Semana Santa, durante la procesión del Domingo de Ramos, dice: "¿Quién puede subir al monte del Señor, quién puede estar en el recinto sagrado?". Se refiere a quien podía ir al Templo de Jerusalén, situado en lo alto del monte, para encontrarse con Dios. Para nosotros sería como preguntar ¿Quién puede acercarse a comulgar el Cuerpo de Cristo y así celebrar plenamente la Semana Santa? El salmo 24 indica dos condiciones esenciales: “El hombre de manos inocentes y puro corazón”. Dejando aparte el lenguaje sexista, pues “el hombre” aquí es “todo ser humano” (sea varón o mujer), “manos y  corazón” es la manera de decir toda clase de acciones, pensamientos y deseos. Para acercarse a recibir al Señor, para comulgar con Cristo, es necesario tener “manos inocentes y corazón puro”.  Si alguno tiene oído, oiga.

Comentando este salmo, decía el Papa Benedicto XVI, al comienzo de la Semana Santa de 2007: “Manos inocentes son manos que no se usan para actos de violencia. Son manos que no se ensucian con la corrupción, con sobornos. Corazón puro: ¿cuándo el corazón es puro? Es puro un corazón que no finge y no se mancha con la mentira y la hipocresía; un corazón transparente como el agua de un manantial, porque no tiene dobleces. Es puro un corazón que no se extravía en la embriaguez del placer; un corazón cuyo amor es verdadero y no solamente pasión de un momento”.

Tener “un corazón puro” es lo que nos permite acercarnos de verdad al Señor: “Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt. 5, 8), afi
rma Jesús en la bienaventuranzas. Pero, además, tener “un corazón puro” es una necesidad personal para poder hacer el bien y ser felices. Una de las veces que Jesús emplea en su predicación la expresión “el que tenga oídos, que oiga”, es precisamente para referirse a la limpieza del corazón: «Oídme todos y entended. Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Quien tenga oídos para oír, que oiga» (Mc. 7,14-16). Y ante la pregunta de los discípulos, que no entendieron el significado, les dijo: «Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre» (Mt. 7, 20-23).

Ante la imposibilidad del ser humano de procurarse a sí mismo “un corazón puro”, Dios, por medio de los profetas, prometió ocuparse personalmente del asunto: “Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne” (Ez. 36, 25-26). Para cumplir esta promesa envió Dios a su Hijo al mundo. Para que podamos tener “un corazón puro”, murió y resucitó Cristo.

Celebrar la Semana Santa es querer un corazón nuevo. Es suplicar “Oh Dios, crea en mí un corazón puro” y aferrarse a Cristo para que, con el poder de su resurrección, “nos renueve por dentro” y nos haga renacer a una vida nueva. “Es Semana Santa. El que tenga oídos para oír, que oiga”.

† Bernardo Álvarez Afonso

Obispo Nivariense 
 

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