El sacerdote Augustin Kalamba Mupoyi, es doctor en Teología y profesor de Escatología de la Facultad de Teología San Isidoro de Sevilla. Durante el tiempo litúrgico de Adviento desentraña el significado bíblico y teológico de la esperanza cristiana, es decir, esa “expectación confiada de lo que Dios ha prometido y llevará a plenitud”.
¿Qué es la esperanza desde una perspectiva cristiana?
Esperar es la capacidad humana de abrirse al futuro. Cristianamente, la esperanza es, antes de todo, una de las tres virtudes teologales (fe, caridad y esperanza). Eso quiere decir que es un don de Dios que ocupa un lugar central en nuestra experiencia espiritual y sostiene, en medio de pruebas, sufrimiento o incertidumbre. Por eso, no es simplemente un deseo o un optimismo humano, sino una actitud confiada y activa basada en la promesa de Dios. Esperar es entonces confiar en las promesas de Dios, apoyarse en Él y dejarle todo el control de nuestra vida. Se trata aquí, no de una expectativa incierta, sino de una seguridad basada en la fe: “La esperanza no defrauda” (Rom 5,5).
Esperar es también una tensión hacia la vida eterna. Eso no quiere decir que la esperanza cristiana es evasiva ni huida del mundo. Más bien da fuerza para enfrentarlo con responsabilidad. Por eso es una fuerza para transformar la realidad porque impulsa la acción y hace que los cristianos trabajemos por la justicia, el cuidado de la creación, busquemos la reconciliación y la paz, y nos comprometamos con los más vulnerables. Así, como decía Jürgen Moltmann, uno de los teólogos de la esperanza: “La esperanza auténtica abre horizontes para transformar la historia” (Moltmann, Jürgen. Teología de la esperanza. Traducción de Manuel Vigil. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2006).
¿La hermana pequeña entre las virtudes teologales?
Así es. La esperanza es la que sostiene nuestra fe y alimenta nuestra caridad. Sin ella, es difícil seguir creyendo en situaciones difíciles y hacer obras de caridad cuando la vida no nos sonríe. Así, como lo sostiene Charles Péguy, entre las tres virtudes teologales, la esperanza es la pequeña que lleva a sus dos hermanas: la fe y la caridad. Esta “pequeña esperanza”, aparentemente frágil, es en realidad la que tira de las otras dos y las hace caminar en la vida cristiana.
¿Cuáles son las raíces bíblicas de la «esperanza»?
Como experiencia de fe, la esperanza atraviesa toda la historia de la revelación. Por eso tiene raíces bíblicas profundas y variadas, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo Testamento. En el Antiguo Testamento, la esperanza nace de la alianza y de la fidelidad de Dios. Esperar es confiar en Dios especialmente en situaciones de peligro como lo demuestran muchas citas: “Confía en el Señor con todo tu corazón” (Prov 3,5); “En Dios confío y no temo” (Sal 56,4); “Espero en el Señor, mi alma espera” (Sal 130,5); “Los que esperan en el Señor renovarán sus fuerzas” (Is 40,31). Esa esperanza se apoya en la historia concreta del actuar de Dios: Promesa a Abraham (Gn 12 y 15); Liberación de Egipto (Éxodo); Fidelidad de Dios a pesar de la infidelidad del pueblo (Oseas). Con los profetas, la esperanza recobra una dimensión escatológica. Anuncian un futuro nuevo con la llegada de un Mesías justo (Is 11); la restauración del pueblo (Jer 31,31–34) y un nuevo cielo y una nueva tierra (Is 65,17). En el Antiguo Testamento la esperanza es entonces histórico- escatológica.
¿Qué nos puede decir de la esperanza neotestamentaria?
En el Nuevo Testamento la esperanza es primeramente cristológica, quiere decir que nace y se fundamenta en Cristo Resucitado. Cristo es, como dice san Pablo, “esperanza de la gloria” (Col 1, 27). Su resurrección es para los cristianos el núcleo de la esperanza. De ahí encuentran sentido estas palabras de san Pedro: “Por su gran misericordia nos hizo nacer de nuevo para una esperanza viva por la resurrección de Jesucristo” (1 Pe 1,3). La esperanza neotestamentaria es también pneumatológica porque brota del Espíritu que habita en los creyentes: El Espíritu “gime” en nosotros esperando la redención (Rom 8,23-25).
Por último, esperar para los cristianos tiene una dimensión escatológica porque es aguardar la venida definitiva del Señor porque “aguardamos un cielo y una tierra nuevos donde habite la justicia” (2 Pe 3,13). Esta esperanza siempre tiene que ser activa porque se vincula a la justicia y a la libertad (Gal 5,5).
De lo dicho anteriormente, las raíces bíblicas de la esperanza revelan a un Dios fiel, que actúa en la historia y cumple sus promesas. Fundamentada en el Antiguo Testamento en la alianza, la liberación y la palabra profética que anuncia un futuro nuevo, la esperanza cristiana, en el Nuevo Testamento, encuentra su plenitud en la resurrección de Cristo, que inaugura la nueva creación y garantiza el sentido definitivo de la historia. Sostenida por el Espíritu Santo, esa esperanza cristiana no es evasiva, sino dinamizadora: impulsa a vivir con fidelidad, justicia y apertura al Reino que ya ha comenzado y que espera su plena realización.
¿Cree que es necesario para la vida del cristiano y de la Iglesia, en general, redescubrir el significado de la esperanza?
No cabe ninguna duda de que necesitamos redescubrir el verdadero significado de la esperanza en nuestra vida como persona y como Iglesia. Por eso pienso que el lema del Jubileo 2025 (“Spes non confundit”, la esperanza no defrauda) es providencial.
El diagnóstico de nuestra sociedad revela que vivimos en un contexto marcado por la incertidumbre, los conflictos, las crisis sociales y ecológicas, y un fuerte desgaste espiritual. En este clima, la esperanza cristiana no puede reducirse a un optimismo superficial o a un consuelo emocional sin raíces. Sin embargo, es fuerza teológica, don del Espíritu, y principio de transformación histórica. Redescubrirla significa recuperar su sentido cristológico, porque se funda en la resurrección de Jesús, que garantiza que la muerte y el mal no tienen la última palabra; pneumatológico, porque el Espíritu Santo sostiene la fe en medio de la fragilidad y abre caminos donde no los vemos; eclesial, porque la Iglesia está llamada a ser signo visible de esperanza para la humanidad, especialmente para quienes están heridos, descartados o desanimados; y misionero, porque solo una comunidad animada por la esperanza puede anunciar el Evangelio con alegría, valentía y creatividad.
Por tanto, redescubrir la esperanza cristiana no es para mí un lujo espiritual, sino una urgencia pastoral y una necesidad existencial para el cristiano y para la Iglesia de nuestro tiempo. Sin esperanza, la fe se debilita y la caridad se agota. Con esperanza, la Iglesia puede caminar como peregrina, hacia el futuro que Dios promete y ya empieza a realizar.
Pero ¿qué debemos esperar exactamente? – Quizá la Escatología nos ayude a profundizar en este sentido ¿no es así?
La escatología es el lugar teológico que mejor responde a la pregunta decisiva: ¿qué debemos esperar? Por eso es imprescindible acudir a ella para redescubrir la esperanza cristiana en toda su profundidad. La esperanza cristiana no es una emoción difusa ni un optimismo psicológico, sino, como lo hemos dicho anteriormente, es la expectación confiada de lo que Dios ha prometido y llevará a plenitud. La escatología nos ayuda a precisar qué esperamos: La plenitud del Reino de Dios: Lo que Jesús inició (el Reino) todavía no ha llegado a su cumplimiento final. La esperanza cristiana mira hacia ese momento en que la justicia triunfe sobre toda injusticia, la paz supere definitivamente la violencia, y Dios sea “todo en todos”. (1 Cor 15, 28). Es por eso que tenemos la certeza de que la historia no está abandonada a sí misma.
La resurrección y la vida eterna: La escatología afirma que la esperanza cristiana es corporativa y corporal, quiere decir que no esperamos “evadirnos” del mundo, sino esperamos la resurrección de nuestros cuerpos y la entrada en la comunión plena con Dios. Como dice Pablo: “Seremos transformados” (1 Cor 15,51).
-La restauración definitiva de la creación: La esperanza cristiana incluye toda la creación, que “gime” aguardando su liberación (Rom 8,19-23). Esa consumación final no es destrucción, sino nueva creación: un cielo nuevo, una tierra nueva (Ap 21,1). Esto vincula la esperanza con la ecología, el compromiso social y la responsabilidad histórica.
-La venida gloriosa de Cristo: La escatología cristiana tiene un centro concreto, Cristo volverá para llevar a plenitud lo que inició en su Pascua. La escatología no es entonces un apéndice teórico, sino la arquitectura de la esperanza cristiana porque nos enseña qué esperar, cómo esperar y para qué esperar.
Esto es la certeza de que la historia tiene dirección y sentido. La palabra clave del cristiano es: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22,20).
¿Qué connotación teológica del “ya, pero todavía no” podemos extraer para la vida concreta del cristiano?
La fórmula escatológica “ya, pero todavía no” expresa la paradoja fundamental de la vida cristiana: vivimos en un mundo donde Dios ya ha actuado de manera decisiva en Cristo, pero su obra aún no ha llegado a su plenitud. Esta tensión, lejos de ser un problema, es para mí la forma misma de existir como creyentes. Teológicamente, eso nos invita a vivir entre la gratitud por lo recibido y la esperanza activa hacia lo prometido. El cristiano vive del “ya” (ya somos hijos de Dios, ya hemos sido salvados en Cristo, ya participa en el Reino que comenzó con Jesús), pero al mismo tiempo vive del “todavía no” (la creación sigue gimiendo – Rom 8,22-, el mal no ha sido erradicado, el Reino no está consumado).
El “ya, pero todavía no” nos evita, primeramente, vivir en el pesimismo y en el triunfalismo. Como cristianos, no debemos pensar que todo está perdido, que el mundo se desmorona porque el “ya” recuerda que Cristo ha vencido y el Espíritu de Dios está actuando en la historia. Es una llamada al cristiano a implicarse en la lucha por la justicia, la paz, la fraternidad y el cuidado de la creación. Tampoco debemos creer que todo está logrado, que ya vemos el Reino plenamente. Y el “todavía no” invita a la humildad, a la paciencia y a la vigilancia porque ninguna obra humana se identifica totalmente con el Reino. Esto permite trabajar con pasión sin absolutizar proyectos, ideologías o logros.
La tensión escatológica nos enseña también que la debilidad, las heridas, el pecado y el sufrimiento no tienen la última palabra. Vivimos en un mundo reconciliado, pero en camino, donde podemos levantarnos siempre. Por eso es importante aceptar nuestra fragilidad sin rendirnos. Todo eso puede ser posible solo con la paciencia porque entre el “ya” de la salvación y el “todavía no” de la consumación, la vida cristiana requiere perseverar sin resignarse, sostener la fe en la prueba, esperar sin pasividad. Eso nos permite decir que “la paciencia es esperanza encarnada”.
¿Cómo puede el cristiano ejercitarse en la esperanza?
La esperanza es una virtud que se ejercita, se cultiva y se profundiza con la gracia del Espíritu Santo y con prácticas concretas. El cristiano tiene que ejercitarse en la esperanza, primeramente, memoria agradecida de la obra de Dios en su vida. Dios es fiel en la historia de cada uno y es importante recordar siempre sus promesas, repasar cómo Él ha actuado en nuestra vida y releer la Escritura como historia de salvación. Esa memoria de la fidelidad de Dios sostiene la confianza en lo que viene. En segundo lugar, hacer de la oración un espacio de confianza porque es ella que abre el corazón para esperar. Eso nos ayudará a vivir la virtud de la paciencia que no es resignación. Ella nos capacitará a aceptar los procesos, tolerar la incertidumbre y perseverar en el bien, aunque no se vean resultados inmediatos. En tercer lugar, el cristiano tiene que comprometerse con la transformación del mundo porque la esperanza cristiana se fortalece cuando uno trabaja por aquello que espera: el Reino de Dios. Eso implica hacer obras de caridad, gestos de reconciliación, pequeños actos de justicia, comprometerse socialmente y por la salvaguardia de la creación. Es esta participación a la obra de Dios que hace crecer la esperanza.
Por último, el cristiano ejercita la esperanza uniéndose a los sufrimientos de Cristo. Eso le capacitará a aceptar sus propias limitaciones, ofrecer sus sufrimientos y los del mundo con la mirada puesta en la Pascua porque cada celebración del Domingo, cada Eucaristía, cada Pascua es un ejercicio de esperanza; un recordatorio de que el amor es más fuerte que la muerte.
¿Por qué decimos que el Adviento es tiempo de espera?
Adventus, proviene del verbo latino advenire que significa “venir hacia”, “llegar”. En el lenguaje romano, adventus se usaba para referirse a la llegada solemne de un emperador o autoridad, una visita oficial que transformaba la ciudad. Este trasfondo cultural ayuda a entender la fuerza del término en la liturgia cristiana. La Iglesia adoptó adventus para referirse a la venida de Cristo: su primera venida en la encarnación, su venida cotidiana en la vida sacramental y en la historia y su venida gloriosa al final de los tiempos. Por eso, el tiempo de Adviento es tiempo de espera, preparación y esperanza orientada a esas tres dimensiones.
Por lo tanto, la identidad litúrgica, bíblica y espiritual del Adviento está marcada por la actitud teologal de la esperanza. El Adviento no es una simple cuenta regresiva hacia la Navidad, sino un tiempo de expectación, de vigilancia y de preparación interior para la venida del Señor. Nos recuerda la espera del pueblo de Israel por el Mesías prometido. La Iglesia revive esa espera de la encarnación del Hijo de Dios y del nacimiento del Salvador.
Esperamos la venida presente de Cristo en nuestra vida. Por eso es necesario abrir las puertas del corazón en este tiempo para dejar que Cristo nazca “hoy” en nuestra historia, acoger su Palabra, disponerse a la conversión y reconocer sus presencias en los pobres, en la comunidad y en la Eucaristía. Esperamos también la venida futura de Cristo glorioso. Eso hace del Adviento un tiempo para mirar hacia el futuro escatológico que coincidirá con la plenitud del Reino, la restauración definitiva de la creación y la venida gloriosa del Señor al final de los tiempos. Eso justifica el tono escatológico de la liturgia del primer tramo del Adviento.
¿Podría ser de ayuda la expresión litúrgica Marana thá (“¡Ven, Señor!”)
La expresión litúrgica Marana thá («¡Ven, Señor!») no solo puede ser de ayuda, es sobre todo una de las claves más profundas y antiguas para comprender el sentido de la esperanza cristiana y, en particular, del Adviento. Aparece en 1 Cor 16,22 y al final del Apocalipsis (cf. Ap 22,20) Es, por tanto, la forma original del deseo cristiano de la venida del Señor. “Marana thá” puede traducirse de dos formas: Marana-thá (“¡Señor, ven!”: invocación futura) y Maran-atha (“¡El Señor viene, ha venido!”: afirmación presente). Esta ambigüedad es teológicamente preciosa porque resume la tensión escatológica del “ya, pero todavía no” que hemos explicado anteriormente. Cristo ya ha venido; Cristo viene continuamente y Cristo vendrá en gloria. Eso hace de Marana thá la fórmula orante del cristiano que vive entre la memoria, la presencia y la promesa.
Marana-thá es entonces esta forma más pura de la espera cristiana y revela la dimensión relacional y cristocéntrica de la esperanza cristiana porque el Adviento es, en realidad, esperar a Alguien. Con “Marana thá”, la Iglesia expresa su deseo, su vigilancia, su anhelo y su apertura al futuro de Dios. Entonces, repetir “Marana thá” con toda la Iglesia en la Eucaristía, en el Adviento, en la liturgia de las Horas y sobre todo en tiempos de crisis o sufrimiento, ejercita la esperanza, despierta el deseo de Dios, educa la paciencia, purifica el corazón del miedo, abre a la acción del Espíritu y orienta la vida hacia el Reino. Marana-thá es, por tanto, un clamor que toda la Iglesia eleva unida, especialmente en este Jubileo 2025, cuyo lema es: «Spes non confundit», «la esperanza no defrauda» (Rm 5,5).
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