Homilía de mons. Saiz en el séptimo día de la novena a la Virgen de los Reyes (12-08-22)

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Homilía de mons. Saiz en el séptimo día de la novena a la Virgen de los Reyes (12-08-22)

Beata Victoria Díez.
María, Causa de nuestra alegría

Saludos. Queridos hermanos y hermanas que participáis en esta celebración: Señor Deán Presidente y miembros del Cabildo Catedral; sacerdotes concelebrantes, diáconos, miembros de la vida consagrada; Asociación Virgen de los Reyes y San Fernando; hermanos y hermanas presentes. Día séptimo de nuestra Novena, en que celebramos la fiesta de la beata Victoria Díez. Nacida en Sevilla en 1903, laica católica, maestra miembro de la Institución Teresiana. Víctima de la persecución religiosa durante la Guerra Civil Española, fue asesinada en Hornachuelos. Beatificada por Juan Pablo II el 10 de octubre de 1993. Ejemplo vivo de apertura al Espíritu y de fecundidad apostólica. La vivencia de su unión con Cristo le llevaba a ser santamente intrépida y a transmitir una alegría contagiosa. Hoy reflexionaros sobre María, causa de nuestra alegría.

El anhelo de alegría está presente en lo más profundo del corazón humano: la sentimos al contemplar la belleza de la creación, con la lectura de una creación literaria, la audición de una pieza musical, la admiración de una obra del arte o el visionado de una buena película. También se percibe después del trabajo bien hecho y del deber cumplido, así como por los logros profesionales y la posibilidad de construir proyectos para el futuro; nos alegra igualmente comprobar nuestro crecimiento como personas, y la adquisición de conocimientos y habilidades.

Si profundizamos un poco, vemos que mayor alegría todavía nos produce vivir el amor en familia y la amistad compartida; realizar un acto de servicio solidario, sacrificarnos por los demás; del mismo modo, la sensación de que la vida es útil y fructífera, de que vale la pena vivirla, así como la eternidad que nos espera; por último, experimentamos la alegría que brota de la comunión con Dios y con los demás, de saber que la vida procede de Dios, que no es el fruto de una casualidad ciega, sin sentido, sino de un designio de amor.

El amor infinito de Dios se manifiesta plenamente en Jesucristo. En él se encuentra la verdadera alegría. Desde el momento en que Dios Padre empieza a revelar en la historia su designio de salvación, este gozo se anuncia misteriosamente al Pueblo de Dios. Abrahán vivirá las primicias de esta alegría que se comunica después a lo largo de la historia profética del antiguo Israel, que la vive como experiencia exultante de liberación y restauración.

Es la alegría de la salvación que se percibe desde las primeras páginas del Evangelio. En la Anunciación, el arcángel Gabriel comienza diciendo: «¡Alégrate!» (Lc 1,28). En la Visitación, Juan Bautista salta de gozo en presencia de Jesús, cuando aún estaba en el seno de su madre. Cuando nace en Belén, el Ángel del Señor dice a los pastores: «Os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor» (Lc 2,11). Y los Magos que buscaban al niño, «al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría» (Mt 2,10). El motivo de esta alegría es la cercanía de Dios, que se ha hecho uno de nosotros.

María vive de una manera especial el misterio de la alegría cristiana. Llena de gracia, Madre del Salvador, desborda de gozo ante su prima Isabel que alaba su fe: «Proclama mi alma la grandeza del Señor se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador… Desde ahora me felicitarán todas las generaciones» (Lc 1, 46-48). Ella mejor que ninguna otra criatura, ha comprendido que Dios hace maravillas: su Nombre es santo, muestra su misericordia, ensalza a los humildes, es fiel a sus promesas. Ella medita hasta los más pequeños signos de Dios, guardándolos dentro de su corazón.

María no ha sido eximida de los sufrimientos: está presente al pie de la cruz, y es madre de dolores, pero después vivirá de manera incomparable la alegría de la Resurrección; también ha sido elevada, en cuerpo y alma, a la gloria del cielo; es la Hija amadísima de Dios y, en Cristo, la Madre universal. Es el modelo perfecto de la Iglesia terrestre y glorificada. Junto con Cristo, recapitula todas las alegrías, vive el gozo perfecto prometido a la Iglesia. María Santísima, Nuestra Señora de los Reyes es causa de nuestra alegría porque es la madre de la fuente de la alegría: Jesucristo[1].

La alegría es fruto del amor, nace de él y es una forma suya. Santo Tomás de Aquino enseña que «el gozo no es una virtud distinta de la caridad, sino cierto acto y efecto de la misma»[2]. La alegría del amor se vive en la constancia, en la responsabilidad, en el desarrollo de las capacidades y talentos que Dios ha concedido, así como en la fidelidad a los compromisos; también en la generosidad, en la solidaridad, en el servicio al bien común, en la colaboración para que la sociedad sea más justa y humana; por último, la alegría del amor se encuentra en la comunión fraterna, que hay que construir y sostener. El libro de los Hechos de los Apóstoles describe que los primeros cristianos «partían el pan en las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón» (Hch 2,46).

El cristiano, aunque deba afrontar sufrimientos y pruebas a lo largo de la vida, nunca está triste porque encuentra la paz interior y la alegría en la presencia de Cristo resucitado[3]. El Señor lleva a cabo la obra de la salvación a través de su misterio pascual, que comporta el sufrimiento y la cruz. Él ha vencido al mundo con su pasión, muerte y resurrección. María, la Madre, está unida a Él en todo momento, y en el Calvario experimentará el cumplimiento de la profecía que hizo el anciano Simeón cuando presentaron a Jesús en el Templo de Jerusalén. El dolor ofrecido por amor contiene una fuerza salvadora incalculable en la misión de Cristo y en la misión de la Iglesia.

El dolor y la alegría encuentran su vinculación y su eficacia en el trabajo apostólico. Así lo expresa san Pablo: «Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24). El dolor no es una carga inútil, deprimente, un lastre existencial que se debe evitar a toda costa, o como mucho, soportar con resignación. Se puede convertir en colaboración eficaz en la obra de la salvación si se une a la cruz de Cristo; se convierte en fuente de salvación, en fuente de santificación personal, y en fuente de una alegría que nada ni nadie es capaz de arrebatar.

El cristiano se convierte en testigo y mensajero de alegría desde su experiencia del amor de Dios, y trasmite a los demás el gozo de haber encontrado a Cristo. Conocemos a muchas personas que viven sumergidas en la tristeza, en la angustia, en el hastío; personas que materialmente lo tienen todo, pero que han perdido el sentido de la vida y el gozo de vivir; personas que lo han probado todo y que están cansadas de casi todo. Los bienes materiales, los avances científicos y tecnológicos, las situaciones de poder, las posibilidades de placer, etc., no acaban de saciar la sed de felicidad que anida en lo profundo del corazón humano. Por eso es tan urgente que el cristiano ofrezca un testimonio luminoso de esperanza, que sea transmisor de una alegría sencilla y contagiosa que despertará no pocos interrogantes a su alrededor.

La alegría es característica de la vida cristiana auténtica, aunque no falten pruebas y dificultades en el camino, y tiene una gran fuerza evangelizadora. El cristiano es una persona feliz, que avanza por la vida con confianza, sin temor, tranquilo y feliz como un niño en los brazos de su madre (cf. Sal 131), experimentando el amor de Dios; recorre el camino en la compañía de los hermanos, en familia, en comunidad, en Iglesia, por eso nunca está solo, y se convierte en mensajero de alegría. Nuestra Señora de los Reyes, causa de nuestra alegría, es la Madre que nos guía en el camino. Así sea.

[1] Cf. SAN PABLO VI, Gaudete in Domino, n. 34.
[2] Cf. Santo Tomás de Aquino, o.c., II-II, 28, 4.
[3] Cf. San Juan Pablo ii, Salvifici doloris 25-27.

+ José Ángel Saiz Meneses
Arzobispo de Sevilla 

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