Casa General, 25 de enero de 2025.
Fiesta de la Conversión de san Pablo.
El Santo Padre Francisco ha concedido un Año Jubilar a la Compañía de la Cruz. Este Año Jubilar será un tiempo especialmente propicio en el que Dios nos concede todos sus bienes. Es un “año de gracia”, que tiene como finalidad la renovación interior con ocasión del 150 aniversario de la fundación. Celebramos este Año Jubilar en sintonía con el Jubileo ordinario del año 2025, que celebra la Iglesia universal.
Este Año Jubilar será un tiempo de salvación en el que Dios nos concede todos sus dones para nuestra renovación interior. Tiempo de penitencia, de recibir el perdón de Dios; tiempo de conversión personal, comunitaria y social; tiempo de crecimiento en la vida cristiana, de perdonar a los demás, de recomponer las relaciones personales rotas en la familia, en el trabajo, en el ambiente; tiempo de reflexionar profundamente sobre el sentido de nuestra existencia y sobre la llamada a orientar nuestra vida según las enseñanzas del Evangelio; tiempo de adoptar un nuevo estilo de vida. El Año Jubilar es una ocasión excelente para hacer una parada en el camino, reflexionar y discernir, y plantear el futuro de un modo nuevo, resolviendo los problemas del presente con determinación, y afrontando el futuro desde la esperanza.
El Año Jubilar que hoy comienza nos invita a proseguir por el camino de la conversión. Nos invita a responder con alegría y generosidad a la llamada a la santidad, para ser cada vez más testigos de esperanza en la sociedad actual, en el tercer milenio. El Año Jubilar es un año de gracia y de misericordia para que podamos recibir los dones del perdón y del amor, para crecer en la unión con Dios, y para crecer en el impulso misionero.
Hasta aquí llegará cada uno cargando su propia vida, con sus alegrías y sus penas, sus proyectos, sus éxitos y fracasos, sus dudas y sus temores, para presentarlos ante la misericordia del Señor. Estamos seguros de que el Señor se acerca para encontrarse con cada uno de nosotros, para ofrecer la fuerza poderosa de su palabra de consuelo. Esta es la Puerta del encuentro entre el dolor de la humanidad y la compasión de Dios. Traspasando el umbral, realizamos nuestra peregrinación dentro de la misericordia de Dios, que nos ayudará a levantarnos y caminar. Su palabra y su amor nos hacen revivir, nos llenan de esperanza, dan sosiego a los corazones cansados, ofrecen una visión del mundo y de la vida que va más allá del sufrimiento y de la muerte.
Meditemos en este Año Jubilar la Palabra de Dios. La primera lectura nos presentaba el momento en que la vida de Pablo queda marcada por una experiencia que transforma de modo definitivo su existencia, pasando de ser perseguidor de la fe cristiana a proclamador del Señor Jesús, al cual ha podido «ver» resucitado. Fue una experiencia impactante y arrolladora, un encuentro con el Señor resucitado que convirtió al antiguo fariseo, observante estricto de la ley, en el Apóstol de los gentiles. Después de esa experiencia que cambió definitivamente su vida, se inició una etapa radicalmente nueva. No podía ser de otro modo: el encuentro personal con Cristo resucitado cambia para siempre el horizonte de la vida, incluso nuestro día a día más rutinario. Pablo era realmente y se sentía apóstol por voluntad de Dios, porque de Dios recibió la llamada.
El Evangelio nos ha actualizado el mandato misionero de Jesús: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”. Los Apóstoles, elegidos para participar en la misma misión de Jesús, cooperan con él en su misión, que continúa en la Iglesia para cumplir el mandato del Señor de congregar a los pueblos en la unidad de su amor. Esta es nuestra esperanza y este es también nuestra misión. La misión de la Iglesia continúa y desarrolla a lo largo de la historia la misión misma de Cristo, que quiere conducir a todos los hombres y las mujeres a la fe, a la libertad y a la paz, de manera que descubran el camino para la plena participación en el misterio de Dios. La Iglesia tiene que ir por el mismo camino que Cristo siguió, es decir, por el camino de la pobreza, la obediencia, el servicio y la entrega total.
Somos peregrinos y apóstoles. La peregrinación dura toda la vida, hasta que se llega finalmente a la meta, que no es otra que la casa del Padre. La vida cristiana comienza en el sacramento del Bautismo; por él somos constituidos hijos del Padre, miembros de Cristo, y templos del Espíritu Santo; somos incorporados al Pueblo de Dios, que es la Iglesia. El Bautismo crea en nosotros una nueva vida y nos hace partícipes de la misión del Señor. La vocación bautismal consiste en vivir plenamente nuestra condición de hijos de Dios y en ser testigos de Jesucristo. Todos los que formamos parte del Pueblo de Dios estamos llamados a la santidad y al apostolado: los obispos, los presbíteros, los diáconos, los miembros de la vida consagrada y los fieles laicos; a su vez, todos participamos en la misión de la Iglesia con carismas y ministerios diversos y complementarios. Como nos enseña santa Ángela de la Cruz: “Llama el Señor a la santidad y nos pone a nuestra vista su amor. Amor es su Divino corazón latiendo sin descanso por el hombre justo para que persevere y por el pecador para que se convierta”.
Nuestra vida es una peregrinación, desde el nacimiento hasta el traspaso a la casa del Padre. No la hacemos solos, porque Cristo está presente entre nosotros, María nos lleva de la mano, y la recorremos en familia, en Iglesia. María santísima es modelo de esperanza confiada en Dios, que nunca abandona y que da las fuerzas para superar las pruebas de la vida y para construir un mundo mejor, más acorde a su voluntad. María es la estrella de la esperanza. Conoce bien nuestro interior, los miedos y ansiedades, las alegrías e ilusiones, las necesidades y aspiraciones de cada uno de nosotros y de la humanidad. Ella avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo con total fidelidad la unión con su Hijo hasta la cruz. Ella nos precede, nos acompaña y alienta, para que seamos peregrinos de esperanza y mensajeros de esperanza en medio del mundo, constructores de paz y fraternidad, generadores de solidaridad.
Ella es la Madre y Maestra que nos enseña a seguir a Jesús en la senda de la verdad y el bien, de la humildad y el servicio. Que ella nos ayude a vivir con intensidad este Año Jubilar y a recibir toda la gracia, todo el perdón, todo el amor que el Señor nos quiere conceder. Iniciemos el Año Jubilar con la mente y el corazón abiertos a la esperanza, para recibir todo el fruto que el Señor nos quiere conceder. Como nos enseña santa Ángela, “con la virtud de la esperanza se llena el alma de dulzura y santa alegría, haciéndosele la carga muy suave y ligera porque espera tener la posesión de Dios por eterno premio”. Nos encomendamos también a la intercesión de santa Ángela de la Cruz, santa María de la Purísima, y el beato José Torres. Que así sea.
Monseñor José Ángel Saiz Meneses
Arzobispo de Sevilla
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