Carta Pastoral del Arzobispo de Sevilla, Mons. Juan José Asenjo Pelegrina.
Queridos hermanos y hermanas:
Mañana, 1 de noviembre, celebraremos la solemnidad de Todos los Santos. Ya en los primeros siglos del cristianismo se celebraba una fiesta en honor de los mártires anónimos, cuyos nombres no figuraban en las actas martiriales. Esta celebración adquiere mayor relevancia a principios del siglo VII, cuando el Papa Bonifacio IV traslada las reliquias de los mártires desde las Catacumbas a la basílica de Santa María de los mártires, en el célebre Panteón romano. Por fin, en el año 835, el Papa Gregorio IV extiende esta conmemoración a todos los santos y fija como fecha de su celebración el día 1 de noviembre.
El día 1, celebraremos en una misma fiesta los méritos de todos los santos. Honraremos a aquellos hermanos nuestros cuya santidad heroica ha sido reconocida oficialmente por la Iglesia y tienen un puesto en el calendario litúrgico. Pero honraremos especialmente a quienes no tienen ese privilegio, aquellos que de forma anónima, desde la sencillez de una vida poco significativa a los ojos del mundo, en la familia, el trabajo, la vida sacerdotal o religiosa, han hecho de su vida una hermosa sinfonía de fidelidad al Señor y entrega a los hermanos, viviendo el ideal de las Bienaventuranzas. Todos ellos constituyen una «muchedumbre inmensa que nadie puede contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas», que está «en pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos » (Apoc 7,9). Entre ellos, es seguro que todos contamos con familiares y amigos.
En la solemnidad de Todos los Santos, os invito a dar gracias a Dios por «los frutos de santidad madurados en la vida de tantos hombres y mujeres que en cada generación y en cada época histórica han sabido acoger sin reservas el don de la Redención» (TMA 32). Él es en definitiva el origen y causa de su santidad, fruto de la bondad y de la fidelidad de Dios. Este es el caso también de tantos cristianos sencillos y anónimos, en cuyas vidas se manifiesta el triunfo de la gracia sobre la fragilidad humana. Por ello, en esta fiesta damos honra y gloria a Cristo, «corona de los mártires, de las vírgenes y de los confesores» y, por Él, al Padre que es «admirable siempre en sus santos».
La solemnidad de Todos los Santos es una invitación a la alegría desbordante al contemplar la ciudad santa, la nueva Jerusalén, en la que eternamente alaba a Dios la asamblea festiva de todos los Santos nuestros hermanos. Unidos a ellos por los vínculos de una comunión invisible pero real, su triunfo es nuestro triunfo y su victoria es ya en esperanza nuestra victoria. Ellos nos muestran el espléndido destino que nos aguarda y al que nos encaminamos alegres, guiados por la fe y gozosos por la gloria de los mejores hijos de la Iglesia, como cantaremos en el prefacio de esta solemnidad. El poeta Luis Rosales, en una de sus obras más conocidas, tiene un hermosísimo poema titulado La casa encendida. Lo escribe al regresar una noche a su casa de Madrid. En él da gracias a Dios por el don de su familia. «¿Quién te cuida?», se pregunta el poeta. Y él mismo se responde: «Y al mirar hacia arriba, vi iluminadas, obradoras, radiantes, estelares, las ventanas –sí todas las ventanas–. Gracias, Señor, la casa está encendida».
También nosotros, queridos hermanos y hermanas, como el poeta, damos gracias a Dios por ser sus hijos, por tener una familia, los santos, por tener un hogar en el que vivimos comunitariamente nuestra fe, por tener una casa encendida, nuestra Iglesia,
alumbrada por millones de ventanas, iluminadas, obradoras, radiantes y estelares.
Esas luminarias son los santos, nuestros hermanos, cuyo triunfo nos hace experimentar anticipadamente el gozo de la posesión de Dios, cuya plenitud llegará cuando lo veamos «tal cual es». Mientras tanto, ellos nos estimulan con su ejemplo y nos ayudan con su intercesión.
La celebración de la solemnidad de Todos los Santos nos sitúa en el corazón de la Iglesia. La santidad pertenece a su esencia más íntima. Por ello, todos estamos llamados a la santidad. «La Iglesia necesita hoy –escribió Pablo VI– el paso de los santos; pero santos de lo cotidiano», hombres y mujeres, jóvenes y adultos, padres y madres de familia, santos de lo sencillo, que encuentran su camino de santificación en la oración y la escucha de la Palabra de Dios, en la participación en los sacramentos, en el trabajo, la educación de sus hijos, la identificación de la propia voluntad con el querer de Dios, y en la ofrenda de la propia vida, abierta a las necesidades de los que sufren y comprometida en el apostolado y en la construcción de la nueva civilización del amor. A todo ello nos invitan los santos, nuestros hermanos.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
† Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla