Homilía del Arzobispo de Sevilla

Esta mañana en la ordenación episcopal de Mons. Santiago Gómez Sierra.

 Jer 1,4-9; Sal 88,21-22.25.27; 2 Cor 4,1-2.5-7; Jn 10,11-16

“Cantaré eternamente tus misericordias, Señor”. Permitidme, queridos hermanos y hermanas, que inicie mi homilía con estas palabras del salmo 88 que acabamos de recitar. Efectivamente, lamisericordia de Dios se muestra exuberante en esta mañana con la Archidiócesis de Sevilla al elegir y consagrar a nuestro hermano Santiago como Obispo auxiliar. El Señor le va a encomendar el ministerio episcopal, por el que nos llegarán tantos y tan grandes bienes de Dios, ya que a través suyo Cristo realizará en esta Iglesia su obra de salvación y nos manifestará su amor sin límites por todos nosotros. El Señor Jesús, en una Pascua anticipada, está pasando esta mañana junto a él. El Señor está pasando a la vera de nuestra Iglesia diocesana y de todos los que participamos en esta hermosa y singular ceremonia. Acogemos el don con emoción y gratitud. Dentro de unos momentos algo extraordinario va a suceder en el alma de D. Santiago. En un gesto impagable de amor del Padre de las misericordias con él, con su familia y con nuestra familia diocesana, el Espíritu Santo le va a ungir con la plenitud del sacerdocio como sucesor de los Apóstoles.

Sé bienvenido, querido hermano. Sean bienvenidos señores Cardenales, Sr. Nuncio Apostólico, Hermanos Arzobispos y Obispos, Vicarios, miembros del Cabildo, Delegados Diocesanos, sacerdotes, consagrados, diáconos y seminaristas. Sean bienvenidos los representantes del Ayuntamiento de Sevilla y nuestras autoridades civiles, militares, judiciales y académicas. Doy la bienvenida también al Cuerpo Consular, a los miembros de la Real Maestranza de Caballería, del Consejo General de Hermandades y Cofradías y de la Asociación Virgen de los Reyes, a los Hermanos Mayores, y a los representantes de los grupos y movimientos apostólicos; a los padres, hermanos, familiares, amigos y paisanos de D. Santiago, que habéis venido desde Toledo y Córdoba y que os habéis unido a la familia diocesana de Sevilla para ser testigos de este gran acontecimiento eclesial, que nuestra Catedral no presenciaba desde hace 41 años. Dentro de unos momentos, el Espíritu va a desplegar todo su poder. Levantemos el corazón, en el que hoy sólo hay lugar para la esperanza y para el gozo. Como no podía ser de otra forma, manifiesto públicamente mi gratitud al Papa que ha atendido mi solicitud y ha querido darme un colaborador y un hermano para servir a esta querida Iglesia de Sevilla como ella merece ser servida. Le ruego, Sr. Nuncio, que haga presente mi agradecimiento inmenso al Santo Padre.   

Querido hermano Santiago: como nos ha insinuado el profeta Jeremías, el Señor te ha llamado desde las entrañas maternas. Antes de que vieras la luz, sin mérito alguno por tu  parte, pronunció tu nombre y te eligió para hacerte luz de las naciones, para que su salvación llegue hasta el confín de la tierra. Él te ama entrañablemente. Él ha dirigido tu vida hasta aquí con su providencia amorosa y Él te asegura que va a estar contigo en la historia hermosísima que hoy inicias. Es justo, pues, que en esta mañana también tú respondas al Señor con las palabras del salmo 88: “Cantaré eternamente tus misericordias, Señor”. Instantes antes de que el Espíritu Santo derrame en tu corazón la plenitud del sacerdocio, cuenta con la seguridad de que el Señor va a estar siempre a tu vera. Es verdad que llevarás siempre el don que hoy recibes en vasijas de barro (2 Cor 4,7), pero es mucho más cierto que la mano del Señor estará siempre contigo, que su brazo poderoso te sostendrá, que su fidelidad y misericordia te acompañarán, y que Él será la roca en la que hagas pie en los momentos de zozobra.

Por la infinita misericordia de Dios has sido elegido y vas a ser consagrado por el Espíritu Santo para ser don de Dios para esta Iglesia venerable, insigne por su historia y por la santidad de sus mejores hijos, y que hoy te acoge con los brazos abiertos. En ti se va a dar cumplimiento a aquella promesa consoladora, "os daré pastores según mi corazón" (Jer 3,15), que culmina en su toda plenitud en Jesucristo, el único Pastor de nuestras almas. Él es el Buen Pastor, el jefe del rebaño, el modelo, y espejo de los pastores de su Iglesia. Todos nosotros, Obispos y presbíteros, somos los herederos del amor de Jesucristo, Buen Pastor, que conoce a sus ovejas y las llama por su nombre, que camina delante de ellas, que busca a la oveja perdida, reúne a las dispersas, cura a la herida o enferma, apacienta a todas en ricos pastizales y da su vida por ellas. Ser pastor con el estilo de Jesús, amando con su propio amor a los fieles que se nos confían, significa fatiga, sudor, esfuerzo, vigilias, solicitud y entrega de la propia vida.Ese es el camino que has seguido hasta ahora, el camino que hoy el Señor te señala de forma todavía más exigente, robusteciéndote con la plenitud del sacerdocio y los dones de su Espíritu: entregar la vida sin reservas al servicio de la Iglesia y de las almas como ministro de Cristo y dispensador de la gracia de Dios, siendo signo de su cercanía, de su amor y misericordia con todos.

En esta mañana te invito a sentarte en la escuela de Jesús con las actitudes y el corazón del discípulo, para que  escuches de sus labios esta palabra salvadora: “El que quiera venir en pos de mí, que se niegue así mismo, cargue con su cruz de cada día y me siga” (Luc 9,23). Es una indicación preciosa para ti, que hoy inicias el servicio episcopal, y que has elegido como lema de tu ministerio estas palabras de San Pablo: “pacificans per sanguinem crucis eius” (Col 1,20). Déjate aleccionar por estas palabras sacrosantas que te enseñan a apreciar y gustar la cruz, que es consustancial a nuestro ministerio, que es locura para los gentiles y escándalo para los judíos, pero, "para nosotros, fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1 Cor 1,23). En la cruz se hizo patente el amor inaudito de Dios por la humanidad. Jesucristo expresó su amor a los hombres con el lenguaje de la cruz; y nosotros, los Obispos y los sacerdotes no podemos anunciar a los hombres que Dios les ama, ni comunicarles la gracia que nace del costado de Cristo dormido en la cruz si no es a través de este lenguaje. Pedimos para ti al Señor en esta Eucaristía que en la etapa que hoy inicias, anuncies siempre a Jesucristo muerto y resucitado para nuestra salvación, que crezcas cada día en amor al Crucificado y en tu identificación con Él.

En la escuela de Jesus percibe también como dirigida especialmente a ti esta palabra suya que leemos en el Evangelio de San Marcos: "Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos" (Mc 9,35). Este es el fin último de todo ministerio en la Iglesia y muy especialmente del ministerio del Obispo: ser servidor humilde y fiel de Jesucristo, nuestro único Señor; ser servi
dor, abnegado hasta el agotamiento, del pueblo que se nos confía; ser servidor de la fe, de la verdad que salva y del encuentro de los hombres con Dios; ser servidor de la esperanza, de la comunión, la reconciliación y la paz; ser servidor de los más débiles, de los más despreciados y necesitados, hoy tan numerosos y dolientes, acogiéndoles y cuidándoles con corazón de padre y entrañas de madre, a imitación del Señor.

En la Exhortación ApostólicaEcclesia in Europa, el Santo Padre Juan Pablo II, al tiempo que describía los retos y urgencias más acuciantes de esta hora en nuestro Continente, nos decía que la misión de la Iglesia en este contexto social es "seguir el camino del amor… un amor que pasa por la caridad evangelizadora, el esfuerzo multiforme en el servicio y la opción por una generosidad sin pausas ni límites". Es lo que pedimos al Señor para ti en esta Eucaristía: que no olvides nunca que la verdad más profunda del ministerio episcopal es servir, que recorras cada día el camino del amor y que te conceda la generosidad sin pausas ni límites en el servicio.  

Todos los que te acompañamos en esta mañana, los Obispos, tus nuevos hermanos, las autoridades, tus padres y hermanos, a los que felicito de corazón, tu familia, amigos y paisanos, los sacerdotes, consagrados y seminaristas, los fieles de Sevilla, tu nueva familia en la fe, y el Obispo que te ordena, damos gracias a Dios por el ministerio de salvación que te encomienda, que todos te deseamos largo y lleno de frutos. Pedimos al Señor que te acompañe con su gracia y seas en verdad imagen del Buen Pastor, compartiendo su vida, su soledad, su oración, su entrega absoluta, su sacrificio hasta la muerte por la salvación de los hombres. Que la Santísima Virgen, en su título de los Reyes y en tantos títulos hermosísimos como jalonan nuestro territorio diocesano, y la intercesión de San Leandro y San Isidoro, Santa Ángela de la Cruz, los Beatos Manuel González, Marcelo Spínola y Madre María de la Purísima y todos los santos sevillanos, te acompañe y proteja siempre, y llene de fecundidad tu ministerio para gloria de Dios. Así sea. 

+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla

Sevilla, Catedral, 26, II, 2011

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