Fiesta de la Presentación del Señor

Carta del arzobispado de Sevilla, Mons. Juan José Asenjo

Queridos hermanos y hermanas:

Coincide este domingo con la fiesta de la Presentación del Señor en el templo. En la Presentación en el templo, María y José cumplen la ley de Moisés y se cumple también la profecía de Malaquías: el Señor entra en el santuario y es ofrecido a Dios como primogénito, para ser rescatado después mediante la ofrenda de los pobres. Este ofrecimiento que, como nos dice el autor de la carta a los Hebreos, se inicia invisiblemente en el seno de la Trinidad, se visibiliza en la fiesta que hoy celebramos y se consuma en su muerte en la cruz, como anuncia Simeón a María.

Celebramos el encuentro de Dios con su pueblo. Dios se hace el encontradizo con los que esperan la salvación de Israel. Es el caso de Simeón y Ana. Simeón, movido por el Espíritu Santo, va al templo, reconoce en Jesús al Salvador, lo toma en sus brazos, da gracias, bendice a Dios y bendice a María, anunciándole su participación en la pasión salvadora de su Hijo. Ana, que pasa la vida en la oración y el ayuno, da gracias a Dios al reconocer al Mesías esperado y habla de Él a cuantos desean su venida. A estos dos personajes se une María, que va al templo a ofrecer a su Hijo a Dios y a ofrecerse con Él, como intuye Simeón y se cumple durante toda su vida, singularmente al pie de la Cruz.

Tanto Simeón como Ana descubren al Señor en la debilidad y el desvalimiento de un niño en brazos de su madre. Y es que el Reino que Jesús inaugura no se funda en la fuerza de los poderosos, sino en la pobreza y la debilidad. Nace de la cruz, escándalo para los judíos y necedad para los griegos. No se asienta en el dinero o el poder, sino que es como el grano de mostaza, la semilla insignificante, la sal o la levadura. En el Niño que es presentado en el templo se esconde el poder salvador de Dios, el profeta que tenía que venir al mundo, el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, que presenta a Dios la única ofrenda que puede agradarle.

Simeón, Ana y María nos descubren en esta fiesta cuáles son las disposiciones necesarias para encontrar a Dios y proclamarlo en medio del pueblo: la humildad, la sencillez y la piedad orante. Simeón era un hombre honrado y piadoso que esperaba el consuelo de Israel y el Espíritu Santo moraba en él. Ana se dedicaba a la oración y el ayuno y no se apartaba del templo día y noche. Ambos esperan al Mesías prometido y, al encontrarlo, lo anuncian y proclaman. María es la humilde esclava del Señor que vive sólo para Él.

En esta fiesta, todos estamos invitados a ahondar en nuestro encuentro con el Señor. ¿Y cuáles son los caminos y los ámbitos para robustecer ese encuentro? El lugar privilegiado es el santuario, como nos ha dicho el profeta Malaquías. En él se reúne la asamblea para renovar el memorial de la Pasión del Señor, celebrar su muerte y resurrección y escuchar su Palabra. Allí se hace presente para ser adorado, visitado y acompañado. La capilla del Sagrario debe ser el centro y el corazón de cada parroquia, nuestro verdadero hogar, el horno en el que se cuece el pan de la fraternidad, el manantial de nuestra vida interior, donde nos vamos configurando con Él por el trato y la amistad y donde adquirimos sus sentimientos y su estilo de vida; donde, por fin, afianzamos cada día los fundamentos sobrenaturales de nuestra vida, los únicos que dan consistencia, firmeza, estabilidad y sentido a nuestro trabajo pastoral y al servicio a nuestros hermanos.

Pero el santuario del nuevo Pueblo de Dios es también el Cuerpo de Cristo, su Santa Iglesia, prolongación de la encarnación, la encarnación continuada. Ella es el lugar en el que Dios nuestro Señor habita en espíritu y en verdad, el sacramento de la presencia y de la acción salvadora de Dios en favor de los hombres hasta que Él vuelva. De ahí la necesidad de crecer en eclesialidad, de amar a la Iglesia y a nuestra parroquia y de vivir en comunión con ellas.

Pero hay un tercer lugar de encuentro con el Señor, nuestros hermanos. Dios viene también a nuestro encuentro a través de ellos. El Hijo de Dios se ha encarnado en la persona de cada hombre y de cada mujer, especialmente en los más débiles y pobres, los marginados, los inmigrantes, los parados, los enfermos, los ancianos y los niños, en los que sufren y nos necesitan… En ellos nos espera el Señor y nosotros hemos de salir a su encuentro como Simeón, movidos por el Espíritu.

Que la Santísima Virgen nos lleve de la mano al encuentro con su Hijo, manantial de sentido, de alegría y esperanza para nuestra vida.

Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.

+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla

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