A los presbíteros (principalmente a los que trabajan en misiones fuera de la diócesis), seminaristas, comunidades religiosas, feligreses de las parroquias, cofrades, miembros de los movimientos apostólicos y de las asociaciones de fieles de la Diócesis de Jaén y a todos los residentes en estas tierras del Santo Reino.
Al enviar a todos mis mejores deseos de gracia de Dios no puedo menos que confesaros sencillamente que, antes de escribir este saludo, he querido estar ante el Señor en el Sagrario, repasando uno a uno los nombres de las diversas listas con vuestros nombres personales o las relaciones de vuestras instituciones (parroquias, comunidades religiosas, movimientos apostólicos, cofradías, etc.). Me parecía que esa oración personal, pausada durante varias horas, podía valer como carta y como tarjeta de felicitación a cada uno; y, por otra parte, me parecía que era mi mejor modo de “escribir”, a todos y cada uno, una felicitación de Navidad. Ved, pues en estas líneas que pueden parecer impersonales, mi recuerdo y oración por cada uno, y por todos.
La Navidad de este año 2004 está dentro de la celebración del Año de la Eucaristía y del Año de la Inmaculada Concepción de María, por coincidir con el 150 aniversario de la proclamación de ese dogma.
Cualquier Navidad, la de todos los años, siempre tiene esos dos matices: eucarístico y mariano. Pero este año todavía más se remarcan ambos.
Porque BELÉN, en su etimología, significa “casa del pan”. Y eso nos da como un “eco” y un sabor a Eucaristía: porque ese Niño de Belén que se nos mostró “envuelto por su Madre entre pañales y reclinado en un pesebre” (Lc. 2,7), ese Niño recién nacido, luego -cuando sea mayor, recorriendo los campos de Palestina- nos va a prometer la Eucaristía, que es su Carne y su Sangre, comida y bebida de salvación (cf. Jn. 6). Pero también porque aquel Niño nace en Belén, desde las entrañas purísimas de María; por eso NAVIDAD siempre tendrá una especial ternura mariana.
Uno y otro matiz están siempre en la entraña más profunda del verdadero cristianismo. Pero uno y otro matiz, por esa misma razón, nos llevan a profundizar en lo que es Navidad para nosotros.
“BELÉN” suena a Eucaristía, a casa del pan, a comunión fraterna, a sencillez y pobreza… ¿Cómo se sentiría este Niño hoy en nuestros “belenes” de escaparates de grandes almacenes que nos incitan a “consumir”? Aquel “belén” de la cueva de pastores tiene que ver poco con el gasto y el derroche de que hemos rodeado estas fiestas, quitándoles la hondura de la alegría que viene no del “tener”, sino del saber que desde aquella primera nochebuena “poseemos” a Dios como uno de los nuestros, porque “Él ha puesto su tienda entre nosotros” (Jn. 1,14).
Eucaristía y Belén nos llevan a la alegría de compartir la propia vida, el propio tiempo, los dones y cualidades que Dios nos ha dado… en servicio y ayuda a los hermanos, sobre todo a los más necesitados. ¡Qué “fuerte” (como hoy se dice) que el evangelista nos guíe hasta la cueva de Belén “porque no había lugar para ellos en la posada”! (Lc. 1,7). También hoy -para que sea Navidad- para “hacer un belén” en nuestra vida, para vivir la Eucaristía, será imprescindible abrir las puertas del corazón para que nos entren dentro sobre todo los que no tienen lugar en la posada. ¿Abrir las puertas del corazón? Pero…¡si la cueva de Belén no tenía puerta para que así pudieran entrar todos!
Eucaristía y Belén; Belén y María; María y Eucaristía…
Este otro matiz de la Navidad -este marco “mariano” de Belén- también está muy presente en la liturgia de la Iglesia. Porque aquellos que vinieron a ver al Niño, los pastores y los reyes, “lo encontraron en los brazos de María, su Madre” (Lc. 2, 16 y Mt. 2, 11).
Mirar a Belén nos llena el corazón de ternura:
“Te daré mi amor, Rey mío,
con el amor de tu Madre…
¡Oh Dios del amor más grande!
¡Bendito en la Trinidad
que has venido a nuestro valle!”
(Del himno de vísperas de Navidad)
No puedo menos que recordar también ahora la letrilla de un villancico (¡tantos villancicos nos hablan de María con el Niño!):
“Porque mi Niño no tiene nada,
le traeré los ojos de una Madre llena de gracia…
los besos de una Virgen enamorada”.
¡Quién nos diera (sólo Dios nos lo puede dar) mirar al Niño con los ojos de María! ¡Quién nos diera (sólo Dios nos lo puede dar) besar a Jesús con los besos de esta Virgen y Madre!
Los ojos de María, (“esos tus ojos”) son misericordiosos. Y los besos que la Madre da a su Jesús-Pequeño son besos de ternura llena de amor.
¡La misericordia y la ternura! “Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas” (Salm. 24,6). El rostro de Dios es el rostro de un PADRE que es “misericordioso y tierno”. Así nos lo mostró Jesús al anunciarnos el Evangelio. Pero este Jesús, que nació de María; que tomó su carne de la carne de María; que se “entrañó” entre nosotros los hombres, es “Verbo hecho carne en las entrañas de María”. Por eso los ojos de María necesariamente tenían que ser “ojos de misericordia”; y los besos de esta Madre necesariamente eran besos de ternura enamorada.
Cuando miramos a nuestra tierra y vemos guerras y terrorismo, odios y rencores, violencia y atentados, tragedia de pateras y dolor de emigrantes…; cuando miramos a nuestro mismo Jaén y encontramos en esta tierra que nosotros pisamos y en la que vivimos, situaciones de dolor muy cercanas, entre quienes están a nuestro lado, entre quienes vienen buscando entre nosotros pan y acogida, necesitamos contemplar a María “mirando y besando” a su Niño. Para que Ella conceda a nuestros ojos mirada de misericordia y a nuestro corazón estar lleno de amor de benevolencia (“de buena querencia”: de bien querer), para que así cada uno de nosotros “ponga amor donde no hay amor”. Entonces será NAVIDAD cada día, todos los días.
“¡El mundo explotará si no aprende a amar!” (Teilhard de Chardin, “Himno del universo”, cap. LXIII: “En el Cristo total”). Es el grito que el Papa Juan Pablo II está repitiendo continuamente cuando nos convoca a la nueva evangelización, a la que tantas veces él llama “la civilización del amor” (cf. Juan Pablo II, en Cracovia el día 17/18 ag.2002).
Una preciosa invocación a la Virgen, muy propia para los días de Navidad, es llamarla “Madre del amor hermoso”. Invocarla así, mirándola con el Niño en sus brazos, nos urge a la misericordia y a la ternura hacia todos los hermanos.
Al comunicaros en estos días mis deseos de “FELIZ NAVIDAD”, con estas palabras que escribo sobre la misericordia y la ternura de Dios sobre nosotros, quiero y pido a Dios ese regalo suyo que se nos manifestó en Jesús –el Verbo hecho carne- para los sacerdotes y religiosos, para los seminaristas y los seglares cristianos de la Diócesis de Jaén, y para los hombres y mujeres que residen de modo permanente o pasajero, o como transeúntes por trabajos de temporada en esta tierra del Santo Reino.
Rafael Higueras Álamo
Administrador diocesano