A continuación reproducimos la carta pastoral publicada por el obispo de Málaga:
Un reconocimiento merecido
Premio Príncipe de Asturias a las Hijas de la Caridad.
Hoy deseo unir mi voz a todas las personas que se han sentido muy gratamente sorprendidas por la concesión del Premio Príncipe de Asturias de la Concordia 2005 a las Hijas de la Caridad. Os felicito a vosotras, queridas hermanas, que entregáis vuestra vida y vuestro amor para servir a los más pobres, como habéis aprendido del Evangelio.
También en vuestro caso se puede afirmar que lo esencial es invisible a los ojos y sólo se detecta con el corazón. Y lo esencial es la presencia de Jesucristo que se ha identificado por amor con todas las personas, pero de forma especial con los más pobres, con los que más sufren y con los más abandonados.
De pronto, muchos se han dado cuenta de que existe otra manera de vivir y de encontrar un sentido a la existencia, que no tiene nada que ver con lo que es habitual en la sociedad de consumo. Es la que habéis elegido, no por desengaños o miedos, sino por amor a Dios y al hombre. Se trata de una vida oculta y silenciosa, pero dotada de una grandeza que sorprende e impresiona, pues los motivos que os mueven a ser religiosas son la fe en Jesucristo, el amor y la esperanza, junto con el ansia de vivir en plenitud y desarrollar lo mejor que hay en vosotras. ¡Mi enhorabuena a todas y a cada una!
De paso, el reconocimiento social que se ha reflejado en la unanimidad con la que el Jurado os ha dado este premio, va a servir de estímulo para todos los seguidores de Jesucristo. En especial, para las demás religiosas que consumen su existencia en el servicio a los niños, a los ancianos y a los enfermos; en multitud de tareas que pretenden sembrar la esperanza y aliviar el sufrimiento. Son vidas generosas y sencillas, dedicadas a lo fundamental de toda existencia humana: amar. Pues a través de este galardón que os han concedido a vosotras, se echa de ver que también la sociedad laica sabe rendirse ante la extraordinaria belleza del amor callado a los últimos y a los que humanamente están desfigurados por la enfermedad, los años y el sufrimiento.
Y es que lejos de ser una rareza del pasado, ser una religiosa en pleno siglo XXI sigue siendo una opción capaz de dar sentido a la vida. Una opción que hunde sus raíces en la fe en Jesucristo, porque sólo Él puede llenar la existencia, curar el corazón de todo egoísmo y sostener cada día a sus seguidores en el camino emprendido. Cuando llegan las dificultades y los desalientos, es la fe la que ilumina vuestra existencia, os libera para amar y os permite conservar la alegría y la paz en medio de las tentaciones. Porque la entrega de sí en la vida religiosa tiene también su aspecto de cruz y su invitación a morir, sus aspectos dolorosos. Pero se trata de una muerte que conduce al creyente a la vida en plenitud, pues le permite vislumbrar un horizonte de sentido y la grandeza de una existencia redimida. Eso sí, la clave profunda de semejante estilo de vida está en la oración.
Precisamente por eso la vida religiosa necesita centrarse en la Eucaristía, que es la oración cristiana por excelencia, porque en ella conmemoramos la entrega del Señor hasta la muerte y su gloriosa resurrección. Como dijo Juan Pablo II, «la Iglesia recibe la fuerza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en la Eucaristía el sacrificio de la cruz y comulgando el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Así, la Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y el Espíritu Santo» (EdE 22).
+ Antonio Dorado Soto,
Obispo de Málaga