MISA DE ACCIÓN DE GRACIAS POR LA ELECCIÓN DE S.S. BENEDICTO XVI.
Homilía de Mons. Dorado Soto.
Málaga. 29 de abril de 2005.
1.- «Antes de formarte en el vientre, te escogí; antes de que salieras del seno materno, te consagré» (Jr 1,4). Estas palabras del profeta Jeremías, mediante las que explica el origen de su misión, constituyen el motivo de nuestra acción de gracias. Nos hemos reunido para dar gracias a Dios por el nuevo Papa, Benedicto XVI, conscientes de que ha sido el Señor quien le ha elegido como sucesor de Pedro. Nuestra certeza, que se basa en la fe, al margen de los análisis de personas que se consideran muy expertas en la marcha humana de la Iglesia, es motivo también de nuestra esperanza en el futuro de la Iglesia, pues sabemos de quién nos hemos fiado. Por eso hemos venido a darle gracias a Dios.
Y lo hacemos en la fiesta de Santa Catalina de Siena, una mujer que vivió sólo treinta y tres años y dedicó sus mejores energías a apoyar al Santo Padre y a fomentar la comunión eclesial en tiempos muy difíciles. Estaba convencida de que el modo mejor de hacerlo consistía en alentar la santidad de todo el Pueblo de Dios, empezando por la Jerarquía. «Si muero, dejó escrito, sabed que muero de pasión por la Iglesia». El suyo es un testimonio espléndido sobre la mejor manera de apoyar al Santo Padre, el hombre que Dios ha puesto al servicio de su Pueblo.
El Papa Benedicto XVI, en la homilía del comienzo oficial de su pontificado, al considerar la impresionante misión que el Señor ha puesto en sus manos, decía: «En este momento, yo, débil siervo de Dios, he de asumir este cometido inaudito, que supera realmente toda capacidad humana. ¿Cómo puedo hacerlo? ¿Cómo seré capaz de llevarlo a cabo?». Y, sumergido en el clamor de las letanías de los Santos, viéndose rodeado por miles de hermanos en la fe, se decía a sí mismo y decía a todos: «No tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría soportar yo solo. La muchedumbre de los Santos de Dios me protege, me sostiene y me conduce. Y me acompañan, queridos amigos, vuestra indulgencia, vuestro amor, vuestra fe y vuestra esperanza (…) Todos nosotros somos la comunidad de los Santos; nosotros, bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; nosotros, que vivimos del don de la carne y de la sangre de Cristo, por medio del cuál quiere transformarnos y hacernos semejantes a sí mismo. Sí, la Iglesia está viva; ésta es la maravillosa experiencia de estos días».
«¡La Iglesia está viva porque Cristo está vivo!». Impresionan estas palabras del nuevo Papa por su hondura teológica y porque reflejan una honda experiencia de Dios.
Y a luz de su profundo testimonio, el Señor nos repite hoy a todos y a cada uno las palabras que dirigió a Jeremías, y que hemos escuchado en la primera lectura: No les tengas miedo; no temas a nada ni a nadie, pues yo estoy contigo y pongo mis palabras en tu boca.
Católicos del siglo XXI, no tengáis miedo a los avances de la ciencia, porque la fe no tiene nada que temer de la razón ni de la búsqueda sincera de la verdad. No tengáis miedo a navegar contra corriente de las ideologías, porque nos lleva el Aliento de Dios al mar siempre novedoso de las Bienaventuranzas. No tengáis miedo a seguir a Jesucristo, porque Él es la Verdad que nos hace libres en una cultura que pretende domesticarnos, el Camino que nos lleva a la plenitud humana frente a los recortes que impone la sociedad del bienestar; y la Vida que hace emerger todas posibilidades que hay en cada uno de nosotros. No tengáis miedo a anunciar el Evangelio, porque el Señor ha puesto esta Palabra en nuestros labios y, como ha dicho el Salmo responsorial, hasta de noche nos instruye internamente. No tengáis miedo a Dios, que es el origen y la meta del hombre. Nos lo ha dicho Jesús en el evangelio de la misa.
2.- «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor» (Jn 15, 9). Esta expresión nos adentra en el corazón del Evangelio, anuncio gozoso de que Dios nos ama y nos ha manifestado su amor en Jesucristo. Esta experiencia de que Dios nos ama, inunda de alegría el corazón del creyente y le da la fuerza necesaria para amar sin condiciones. Por eso, en el momento de su despedida, Jesús insistió a los suyos en que los ha amado y los ama con el mismo amor del Padre, con ese amor del que nada ni nadie nos puede separar, como dice San Pablo en el capítulo octavo de su carta a los Romanos: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rm 8, 35). Un amor que alegra el corazón del discípulo y pugna por salir, porque de la abundancia del corazón hablan los labios.
Sobre este amor nos habló también Benedicto XVI en su homilía del domingo: «Cada uno de nosotros, dijo, es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario (…) Nada hay más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con Él».
Tal es el mensaje de Jesucristo: nos ha revelado el amor de Dios y ha dicho que nos ama con el mismo amor con que Dios le ama a Él. Y pensando en nuestro bien, nos invita a permanecer en su amor. Pero ¿qué puede significar para nosotros, «permanecer en su amor». ¿Cómo podemos permanecer en el amor de Jesucristo? Voy a señalar tres aspectos que parecen responder a esta pregunta.
En primer lugar, conociéndole y amándole, tal como nos lo muestra la Iglesia. Él es el Hijo Unigénito de Dios, que se ha hecho hombre y ha muerto para redimirnos del pecado; que ha resucitado y camina en medio de su Pueblo. Permanecer en Jesucristo es creer en Él y amar como Él amó. Amando a Dios, sin que este amor nos aleje de la vida concreta ni de las personas que sufren hambre y explotación; y amando al hombre, sin que el interés urgente por su dignidad y sus derechos nos lleve a olvidar a Dios. Amar al hombre con un amor que no mira hacia otro lado ante las situaciones de hambre y de injusticia, pero tampoco se limita a sus carencias materiales, sino que afronta el vacío de Dios que amenaza la existencia de quienes habitamos en los países ricos.
En segundo lugar, amándonos los unos a los otros. «Este es mi mandamiento, ha dicho Jesús en el evangelio, que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12). Un amor afectivo, que nos impulse a potenciar la comunión eclesial y a respetar las diferencias legítimas. Necesitamos mantener nuestra identidad católica, tal como nos la presenta la Iglesia, en las cuestiones de dogma y de moral. Pero esta identidad en lo esencial, no nos tiene que llevar a impedir un pluralismo legítimo en cuestiones que son discutibles y en opciones temporales siempre complejas. La comunión eclesial no es lo que se ha dado en llamar el pensamiento único, sino la fidelidad a la fe recibida y la capacidad para presentar esta fe de manera que sea significativa también para el hombre de hoy.
Y finalmente, permaneceremos en el amor de Jesucristo en la medida en que proclamemos el Evangelio con nuevo ardor misionero. El Señor nos ha elegido para que demos fruto, un fruto que dure, ha dicho el evangelio. Como dura el de los grandes testigos de la fe, los santos. Su pasión por Dios y por el hombre originaron corrientes de vida evangélica que perduran aún entre nosotros. Pienso en personas sencillas, como Juan de Dios, Ángela de la Cruz y Juan Bosco; y en personas que ocuparon puestos de relieve, como el Beato Manuel González y el Papa Juan XXIII. Todos se distinguieron por su amor a Dios y porque dedicaron lo mejor de su vida a proclamar el Evangelio con obras y con palabras, saliendo al encuentro del hombre perdido en el desierto de una existencia empobrecida.
Y también hoy, nos ha dicho el nuevo Papa, «hay muchas formas de
desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed, el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. (Y) existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre». Es aquí donde tenemos que ser testigos de esperanza.
Termino con unas palabras del evangelio que me parecen especialmente significativas para hoy, cuando estamos dando gracias al Señor. Son esas palabras que dicen:
3.- «Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a su plenitud» (Jn 15, 11). Tenemos muchos motivos para la alegría. Desde el cariño sincero que ha rodeado el «a Dios» a Juan Pablo II, a la celeridad con la que se ha elegido al sucesor, Benedicto XVI. Pero quizá el motivo principal haya sido esa honda conmoción que se ha producido en el corazón de muchos de nosotros al constatar que la Iglesia está viva porque Jesucristo está vivo. Y en Él seguimos descubriendo el rostro de Dios. Un Dios que nos ama con la ternura de un Padre y nos hace decir con el salmista:
«Tengo siempre presente al Señor, con Él a mi derecha no vacilaré», porque Él me enseñará el sendero de la vida y me saciará de alegría perpetua.
La alegría que inundó a la Virgen, al constatar su propia pequeñez y que Dios la había elegido para ser la Puerta por la que entrara su Hijo en esta tierra. Como eligió un día a Juan Pablo II, como ha elegido a Benedicto XVI y como nos ha elegido a cada uno para que seamos testigos de amor y de esperanza aquí y ahora.
+ Antonio Dorado Soto,
Obispo de Málaga