Fr. Alfonso Ramírez Peralbo, Vicepostulador de la Causa de Fray Leopoldo, ha escrito una breve semblanza sobre el limosnero capucino muerto hace ya 50 años. Ya en vida gozó de gran fama entre sus coétaneos como hombre de Dios. Cada 9 de febrero son miles y miles los granadinos y no, que se acercan hasta la cripta en que están enterrados sus restos. A continuación reproducimos el escrito de Fray Alfonso Ramírez:
Fr. Leopoldo: a los 50 años de su muerte. “Limosnero ‘a lo divino’ por las calles de Granada”
A lo largo de la historia capuchina, que está para cumplir pronto 500 años de vida, han surgido numerosos “tipos” o figuras que han dejado en ella impresa su propia impronta y nos han dejado también sus propias huellas para poder seguir sus pasos. En tantas ocasiones y circunstancias es la imagen del portero –la primera persona con la que nos tropezamos al llegar a un convento de capuchinos– el que nos da la impronta o la imagen de la vida que se vive dentro de sus muros. Junto al portero, encontrábamos también al sacristán, el sastre, el hortelano, el enfermero, el confesor… Pero, entre nosotros, los capuchinos, la figura más popular y conocida era la del “limosnero”. Figura que quedó inmortalizada en el célebre personaje de Fr. Galdino, recogido en la novela “Los novios”, de Manzoni, donde ampliamente se describe la figura del capuchino como “fraile del pueblo”.
San Francisco quiso que sus frailes viviesen de su trabajo. Cuando uno entraba en
mesa del Señor, pidiendo la limosna de puerta en puerta”. La limosna era siempre un recurso. En tiempos de calamidades públicas y de pestes como asolaron
Con el paso del tiempo, el oficio que se hizo más popular fue el de limosnero porque él estaba en contacto directo con la gente, él era la persona a la que la gente veía en la calle, con el que la gente se paraba para hablar, a la que la gente pedía ayuda, consuelo, remedio a sus necesidades y le contaban sus problemas. Fr. Leopoldo que sentía una vocación íntima a la vida contemplativa, a vivir retirado del “mundanal ruido”, fue empujado, sin embargo, por la obediencia a librar en la calle la dura batalla del evangelio. El fue un contemplativo, en medio del ruido callejero, del ajetreo de los tranvías granadinos y de la gente que continuamente lo paraba, caminaba siempre absorto en Dios, con los pies en el suelo, el corazón en el cielo y el rosario entre sus manos y es que poco a poco y día tras día, Fr. Leopoldo había aprendido a sobrenaturalizar, a sublimar la monotonía de cada día.
Era querido por el pueblo porque era “un campesino como los demás”. Cierto día recorría los campos en su diario que hacer de limosnero, y se tropezó con una cuadrilla de segadores que comenzó a insultarlo gritando: “¡Holgazán, trabaja como nosotros”. Fr. Leopoldo se acercó y les dijo: – ¿Tenéis una hoz? Y, recogiéndose el hábito, cogió la hoz y se puso a segar con y como ellos. Años más tarde, recordando este hecho, decía: “Pero el Señor me ayudó porque corría tanto que, pobrecillos, los dejaba atrás”. O aquel grupo de gitanillos que, caminando hacia Almería, tenía que saltar un arroyo y lo vieron: ¡Mira, es Fr. Leopoldo! Y corrieron a su encuentro y le ayudaron a pasar por el sitio más fácil. En Granada, trabajaba en una obra un grupo de albañiles cuando llega a pasar Fr. Leopoldo, y uno le dice a los demás: “¡Si todos fueran como él!
Era un “fraile del pueblo”, ni más ni menos, un religioso cuya disponibilidad y entrega a los demás no tenía espacios ni conocía límites. Era querido por el pueblo porque era cercano a los demás. Mientras más se ocultaba, más lo buscaban, mientras más corría tanto más lo perseguían. Era más buscado que buscador y daba mucho más de lo que recibía. Era la humildad personificada, actuaba siempre en un segundo plano, siempre discreto, sencillo, candoroso.
Hay una anécdota que lo define muy bien. Con ocasión de las fiestas de sus Bodas de Oro de vida religiosa y al saber que la efeméride había salido en la prensa, exclamó: “Qué jaqueca, hermano, –confesó a un compañero– nos hacemos religiosos para servir a Dios en la oscuridad y, ya ve, nos sacan hasta en los papeles”. Fray Leopoldo vivió constantemente en contacto con el pueblo, como limosnero. Se hizo así santo, santificando a los demás. Y lo hizo como quería San Francisco: con el testimonio de su vida, con su ejemplo, con su palabra, con la gracia y el carisma que Dios le dio. El contacto con los hombres, lejos de distraerlo o mundanizarlo, lo empujó a salir de sí mismo, a cargar sobre sí el peso de los demás, a comprender, a ayudar, a servir, a amar.
Su figura se hizo popular en la ciudad de los cármenes; todos lo reconocían, las gentes y los chiquillos decían en la calle: “Mira, por allí viene Fray Nipordo”, y corrían a su encuentro. Con los niños se paraba para explicarles algo de catecismo, con los mayores para hablar de sus problemas, angustias y preocupaciones. Y las gentes se alejaban de él transformadas, dispuestas a seguir su camino, pero con la tranquilidad y la seguridad que Fray Leopoldo les había devuelto, la de saber que Dios había tomado buena nota de sus preocupaciones.
Y así día tras día, durante medio siglo, “con la vista en el suelo y el corazón en el cielo” –como él mismo diría–, Fray Leopoldo recorrió Granada repartiendo la limosna del amor. Él ha aportado, así, abundantes riquezas espirituales, bondad, caridad, sencillez, limpieza al fatigoso discurrir de los hombres por esta tierra. Hasta que un día, el 9 de febrero de 1956, cual “llama de amor viva”, su vida se extinguió en la oscuridad de la noche granadina. Las gentes que, en vida, lo aclamaron por “santo”, dieron testimonio de su santidad en su afluencia masiva a sus funerales y hoy lo aclaman a los pies de su tumba.
Su Proceso, hecho en Granada y trasladado oficialmente a Roma, siguió sus pasos normales en
Fr. Alfonso Ramírez Peralbo,
OFMCap. Roma –
Vicepostulador de