D. ANTONIO DORADO. LA VIDA NO TERMINA, SE TRANSFORMA

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D. Antonio Dorado, Obispo de Málaga. Noviembre de 2005

 

 Decidimos mirar la muerte de frente y envejecer procurando que nuestro espíritu ofrezca los frutos sabrosos del otoño de la vida.

 El mes de Noviembre comienza, según el calendario cristiano, con la festividad de Todos los Santos, aquellos hombres y mujeres que pasaron por el mundo haciendo el bien. Como humanos, tenían sus defectos, pero todos supieron acoger en lo más hondo del alma, cada uno a su manera, la llamada de Dios; esa fuerza interior que nos impulsa a desarrollar la capacidad de amar que todos llevamos dentro. Aunque al hablar de los Santos solemos pensar en los miembros de nuestras comunidades cristianas, Jesús nos enseñó que son «benditos de su Padre» todos los hombres y mujeres que pasaron por el mundo amando y ayudando a los demás; en especial, a los pobres y necesitados, a los que no tienen a nadie más que a Dios.

Después de Todos los Santos, recordamos el Día de los Difuntos, que se celebra el 2 de Noviembre. Numerosas personas acuden a los cementerios donde están los restos de sus seres queridos. Aunque esta costumbre ha perdido intensidad e interés durante los últimos años, los cristianos la conservamos aún y, a la luz de la fe, la vivimos como una llamada a la esperanza y a descubrir el sentido de la existencia humana. Para nosotros, «la vida no termina, se transforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo». La muerte no es la noche que nos sumerge en el abismo de la nada, sino el paso que nos conduce a la presencia de Dios Padre.

La cultura actual, al prescindir de Dios, presenta la vida del hombre como un efímero suspiro entre dos nadas, pues piensa que venimos de la nada y caminamos hacia el vacío total. Por eso oculta la muerte, como un desenlace sin importancia al final de la existencia del hombre, cuyo único fin sería el placer por el placer. Y cuando los placeres pierden interés e intensidad, o se ven mezclados con el dolor, la mentalidad reinante se pregunta si vale la pena seguir viviendo, con una «calidad de vida» (una vida placentera) muy escasa.

Por el contrario, la fe cristiana nos enseña que somos fruto del amor de Dios y que hemos nacido para amar, hasta que lleguemos a la meta donde el amor alcanza su plenitud, porque Dios es amor. Mientras vamos de camino, el Espíritu Santo, que habita en lo más hondo del alma, nos impulsa y nos concede desarrollar esa fuerza misteriosa que es el amor. Y en la medida en que amamos, nuestro corazón se va llenando de paz, de bondad, de paciencia, de grandeza de alma y de alegría. Aunque perdemos vigor con el discurrir de los años y llegan los achaques, vemos cómo crece esa riqueza espiritual que nos da la confianza en Dios.

Por eso, sin despreciar los placeres honestos, las visitas culturales y el ejercicio adecuado, no ponemos nuestra meta en viajes y correrías bulliciosas que nos lleven a olvidar el paso del tiempo. Por el contrario, miramos de frente el trascurso de los días y de los años, mientras saboreamos agradecidos lo que Dios nos concedió y descubrimos que ahora podemos aportar a nuestro mundo lo que éste más necesita: fe, serenidad interior, reflexión, comprensión, confianza en Dios y esperanza. Porque caminamos hacia unos cielos nuevos y una tierra nueva donde habita la justicia y Dios enjugará todas las lágrimas. Lejos de ocultar la muerte y dejar que nos sorprenda, decidimos mirarla de frente y envejecer procurando que nuestro espíritu ofrezca los frutos sabrosos del otoño de la vida; de una vida que ha crecido y madurado a la vera de Dios.

 

 

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