
El verano es un tiempo deseado, que nos habla de descanso y de una mayor flexibilidad en los horarios que facilitan satisfacer nuestros gustos y proyectos: ¿quizás algún viaje? Pero, también es un tiempo temido, ya que suele promover una convivencia familiar más estrecha: el roce hace el cariño, pero también puede favorecer desencuentros tontos, que se enquistan y reverdecen en futuros encuentros familiares.
El verano suele ser también tiempo de abuelos: promueve una mayor convivencia entre padres e hijos, entre abuelos y nietos. Las mesas familiares se ensanchan y las conversaciones suelen llevarnos al pasado desde la memoria de nuestros mayores. Algunos nietos, con tono de independencia, suelen distraerse del relato del abuelo o del consejo de la abuela, subrayando su repetición: ¡ya nos lo has contado! Los móviles, hoy, suelen ser cómplices de urgencia para evitar el relato narrado por la sabiduría del anciano.
La gran misión de los abuelos es ser custodios de la memoria que nos recuerda que somos parte de una larga cadena de tradición. Al ver a los abuelos, los nietos descubren que sus padres son también hijos, y por tanto que la paternidad y maternidad tiene una fuente anterior a la que ellos ahora ven y, si tiramos del hilo de los apellidos, nos sentimos integrantes de un relato que puede hacerse gráfico en un árbol genealógico que se pierde en el tiempo.
Se produce una cierta crisis cuando muere un abuelo o una abuela, porque se rompe un eslabón de la memoria. La muerte de los padres impulsa a los hijos a asumir una mayor responsabilidad, ya que pasan a ser custodios primeros de la memoria que han heredado de sus padres y que deben trasmitir a sus hijos.
No elegimos a nuestros padres ni hermanos, sin embargo, la historia familiar que nos precede marca en cierta medida quiénes somos. Conocer nuestras raíces, los vínculos de nuestros antepasados y esas tradiciones que pasan de generación en generación, nos ayuda a comprendernos mejor y a forjar la identidad familiar. Y no es solo una cuestión de vínculo de sangre, sino de vínculos históricos, de una memoria compartida que en parte nos hace ser lo que somos. Todos llevamos, en mayor o menor medida una “marca de la casa”, que nos identifica con una saga familiar. Se muestra en cosas aparentemente tan sencillas como pueden ser las recetas de la abuela.
En verano, el tiempo libre a nuestra disposición puede favorecer romper la tiranía de la inmediatez, uno de los efectos secundarios de la sociedad digital, que lo quiere conseguir todo a base de un clic. La historia, también la familiar, reclama la duración y acompañamiento del tiempo sereno para escuchar un relato. El tiempo sin urgencias de las vacaciones puede ser un tiempo propicio para recupera el relato. Y en esta película de la vida, los ancianos, especialmente los que son abuelos, son los primeros protagonistas. Recuerdo al abuelo de un buen amigo de mi infancia, un venerable anciano, que nos reunía a los amigos de su nieto, al atardecer, para contarnos cuentos y cosas del pueblo: aquella lecciones vitales fortalecieron en mi adolescencia la seguridad de sentirme parte de una historia, de un pueblo, de una familia.
La mayoría hemos utilizado las redes sociales para contar cosas de nuestra vida, para ser partícipes de esa vida happy en la que todo tiene que ser divertido. Hoy, si no publicitamos varias fotos de nuestro último viaje, no acabamos de creernos que hemos visitado una ciudad. Con cierta insistencia cansina, compartimos momentos de nuestra vida remitiendo fotos y videos repetitivos: es decir, somos propensos a difundir las cosas que hacemos y con las que queremos aparentar, pero ¿hemos compartido la vida de verdad? Es la gran pregunta.
Ciertamente debemos habitar el espacio digital, estar atentos a las redes sociales y llenarlas de vida. Para ello, no hay nada mejor que usar el relato, la narración. El relato requiere un relator que va contando una historia y unos oídos atentos que la reciben con deseos de aprender. El relato retenido en unas páginas, reclaman unos ojos curiosos que quieren aprender releyendo su historia. Hoy, lamentablemente, no suelen ya escribirse diarios de viaje, que narren en primera persona y en intimidad, y que se conserven como un tesoro para ser leídos en la posteridad. Las historias y narraciones han sido tradicionalmente utilizadas para enseñar valores como el amor, perdón, compasión, justicia y esperanza. La trasmisión oral, la narrativa de un relato, ha sido la base del conocimiento de todos los pueblos y culturas.
Los creyentes somos también portadores de una bella historia. La fe se trasmite como un gran relato. Muchos de nosotros recordamos la Historia Sagrada, grandes sagas de personajes bíblicos, con frecuencia convertidos en grandes héroes… Cuando leemos el evangelio, las mismas parábolas de Jesús, escritas para ser contadas, nos seducen todavía y pertenecen a nuestro mejor imaginario. La Iglesia, que somos todos los bautizados, es portadora de una bella historia que hoy reclama relatores: ¡que alguien nos la cuente! Y aquí entran en juego los abuelos. Ellos son los custodios del relato y los guardianes de la memoria.
Hemos de recuperar el relato y la narración de nuestra historia de fe. No podemos dejar que las redes sociales se llenen de videos vacíos de contenido o de emotividades que bullen y desfallecen al instante. Estamos invitados a contar nuestra historia de fe, a narrar la historia familiar en la que Dios, Jesucristo, María, mis momentos celebrativos de los sacramentos forman parte mi vida. Contar la historia, impulsa la esperanza en el futuro.
Cuando nos sentimos parte de una bella historia, una Historia Sagrada, un relato de salvación de la humanidad, enraizada en mi propia historia familiar, el futuro se ensancha y activa en nosotros los mejores deseos de custodiar y trasmitir unos valores: fortalecer la fe, construir comunidad y familia, encontrar significado y propósito en la vida y abordar problemas sociales y culturales sintiéndome implicado en ellos, sin esperar que otros lo solucionen.
Ser integrantes de un relato refuerza nuestra identidad, despejando inseguridades y dudas molestas. Oír la narración del hermoso relato de la historia de fe en la que hemos crecido, bien en comunidad a través de las lecturas de la Eucaristía, bien en la intimidad de la narración cercana de los abuelos, es una bendición y un hermoso regalo de este tiempo especial de verano. ¡Cuantas veces, Jesús se retiro con sus discípulos a las orillas del lago de Galilea y con calma les enseñaba! Ellos registraron en su corazón aquel hermoso relato de labios del Maestro. Lo conservaron en su corazón y algunos lo pusieron por escrito: ¡nosotros podemos leerlo en los Evangelios! Custodiemos en familia el relato hermoso de la fe y no impidamos que los abuelos nos lo vuelvan a contar. Es un relato verdadero, bello y bueno. Y no nos dejemos engañar por “cuentos chinos”.