Se me revuelven las tripas cuando me entero de que una mujer ha sido asesinada. Enero ha dejado, varios asesinatos de mujeres. Uno de ellos en Marbella. Queda la duda de si habrá una siguiente mujer asesinada. Porque, a tenor de las cifras, es un no parar. Los datos que ofrece el Gobierno son 1.186 mujeres asesinadas desde el 1 de enero de 2003. En diez años más un millar de mujeres. Una media de cincuenta asesinatos al año. A lo que habrá que sumar menores y hombres asesinados también en el ámbito doméstico.
Una sola vida humana perdida exige toda la disposición de la sociedad para que no se vuelva a repetir. Pero este rosario constante de muertes clama al cielo. Esta escalada de violencia es insoportable para una sociedad que se autocalifica de progresista. ¿Qué falla? Estamos ante una obligación cívica y moral de reflexionar sobre las causas.
Siendo necesaria la reflexión sobre cómo se está abordando esta lacra educativa, política o judicialmente; social, familiar o personalmente hay algo esencial que urge plantearse. El respeto por la vida humana. El derecho a vivir. El respeto innegociable por la vida humana. Alejados de ideologías. Nadie puede convertirse en el verdugo de nadie. Nadie tiene poder para decidir sobre la vida de otro ser humano. La vida humana es sagrada; la mujer es sagrada. Hay quien no sabe amar; respetar vida y decisiones. No entiende la estrecha vinculación entre libertad y amor.
Los obispos españoles alertan de algo evidente, pero de consecuencias impredecibles: estamos en la cultura del individualismo extremo. Esto influye fuertemente y se traduce en la creación personas que se construyen según sus propios deseos. De hecho, el individualista lo somete todo a los deseos de su voluntad. También en el ámbito afectivo y doméstico. Y así nos va.
