Reflexión del sacerdote Alejandro Pérez Verdugo, Misionero de la Misericordia, para el Jueves Santo. Inicio del Triduo Pascual.
Hasta el Jueves Santo por la tarde vivimos días de preparación inmediata al Triduo. Aquí celebramos la misa crismal el Miércoles Santo por la mañana, signo precioso de la unidad eclesial de la Diócesis en torno al obispo, rodeado del presbiterio y de los fieles
La Misa vespertina del Jueves Santo introduce el Triduo Pascual y nos hace vivir sacramental y anticipadamente la unidad del misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Entramos en el cenáculo para conmemorar la institución de la Eucaristía en la Última Cena: «antes de entregarse a la muerte, confió a la Iglesia el banquete de su amor, el sacrificio nuevo de la Alianza eterna» (oración colecta). Las lecturas evocan la entrega de Jesús, que cumple con la pascua judía (Ex 12,1-8.11-14), ofreciendo su cuerpo en lugar del cordero y sellando con su sangre la nueva alianza (1Cor 11, 23-26), y nos da el mandatum del amor fraterno (versículo antes del evangelio) que se hace servicio en el lavatorio de los pies (Jn 13, 1-15).
Ya lo anunció, cuando dijo que no vino «para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 26-28). El sagrario abierto y vacío, para comulgar del pan y vino consagrados en esta única Eucaristía de la tarde, nos transporta, horas después, como a discípulos con el corazón inflamado por su amor, a la intimidad con el Cristo eucarístico, a la adoración del Memorial, a la hora santa ante la Eucaristía. Y a partir de la medianoche podemos comenzar el «ayuno de los sentidos»: tapamos las imágenes, no oímos los instrumentos festivos, no saboreamos manjares, no nos acompañan ni el color ni el perfume de las flores… Sobriedad para celebrar la Muerte del Señor.