¿Eutanasia o suicidio asistido?

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Artículo de Juan Antonio Mora Mérida, catedrático emérito de Psicología Básica y Codirector académico de títulos Ética para sanitarios, publicado en la Tribuna del Diario Sur (30-07-2018)

Tras el reciente cambio de Gobierno, se ha lanzado a la opinión pública nada menos que este grave problema, alegando que existe sobre él «una gran demanda social». Lo primero que uno pediría es tener información clara de quiénes son los demandantes del mismo y a qué grupos sociales representan. Y nada más surgir los diferentes debates en torno a un tema tan polémico, la nueva Ministra de Sanidad ha propuesto avanzar, simultáneamente, en la regulación de la eutanasia y en la mejora de los «cuidados paliativos». Pero analizados en profundidad, tanto desde el punto de vista médico como bioético, ambos son cuestiones muy diferentes.
Un profesor de Filosofía para médicos, en la Universidad de Viena, Franz Brentano (1838-1927), que contó con alumnos tan brillantes como Sigmund Freud y Edmund Husserl, sostenía que los fenómenos psíquicos, a diferencia de los físicos, pueden ser clasificados por su «intencionalidad». Inyectar morfina puede ser curiosidad, drogadicción, alivio de dolor o sedación terminal. Depende con qué finalidad se realice. Es lo mismo que sucede, jurídicamente, ante un cazador muerto por otro, durante una cacería. Eso no puede ser calificado como asesinato u homicidio, porque la intencionalidad del sujeto que ha disparado no era la de herir. Esto es simplemente una «muerte accidental». Y eso es lo que le permitirá al juez no inculparlo, aunque realmente haya matado a otro hombre.
Y conectada a su aportación de la intencionalidad, Franz Brentano explicaba a los futuros médicos su teoría de los «valores»: Todas las acciones humanas, y por supuesto las acciones médicas, inherentemente comportan un valor, responden a una tabla axiológica, que nos permite la clasificación ética y jurídica de las mismas. La profesión médica, como otras profesiones, puede ser ejercida como un servicio a la colectividad, como una búsqueda de retribución económica, con una finalidad curativa y/o investigadora, etc. Y los valores y metas fundamentales son los que están recogidos en los Códigos Deontológicos de la Profesión. Todas las acciones médicas pueden ser analizadas bajo el prisma de su valor, como sucede igualmente con la docencia, la construcción o cualquier otra actividad profesional. La profesión médica, tal como se recoge en el juramento hipocrático, y en todos los códigos deontológicos de los Colegios Médicos, tiene como finalidad «curar» y, cuando ya no es posible curar, «acompañar». Y es tal el arsenal farmacológico del que se dispone en la actualidad, que los valores inherentes a la profesión médica deben ser «aliviar», «paliar», «sedar», en la fase final de la vida. Y todo con la meta de preservar la vida. Por lo tanto, bienvenidos los cuidados paliativos, pero rechazo frontal de la eutanasia, que no encaja en la tabla de valores inherentes a la profesión médica.
Conviene recordar que la primera legislación sobre eutanasia correspondió al nazismo, y lo que se pretendía con ella era preservar la pureza de la «superior raza aria» y eliminar a las «razas inferiores», dado que estas significaban un gasto al erario público, que debía centrarse sobre todo en el gasto armamentístico. Y todo esto, votado democráticamente en un Parlamento, bajo el pomposo nombre de ‘Higiene racial’. Con su publicación en el Boletín Oficial del Estado Nacionalsocialista, el médico se convertía en el funcionario dócil que cumplía órdenes. Es lo que alegaban los médicos enjuiciados en el Juicio de Nüremberg.
Por todo esto, por favor, no nos vendan como progresía o sentimientos humanitarios una legislación sobre este tema. Una persona nada sospechosa sobre esta cuestión, el Premio Nobel de Literatura en 1981, Elías Canetti, judío búlgaro, escribió: «Lo más horrendo del nazismo, aun siéndolo, no fue lo que aconteció en los campos de concentración. Lo peor de todo fue el silencio de las conciencias ante lo que iba pasando».
El suicidio se está convirtiendo en un grave problema en toda Europa. Ya en España los muertos cada fin de semana por suicido duplican a los muertos en accidentes de tráfico. Invertimos muchos funcionarios y dinero en prevenir las secuelas de los accidentes de tráfico, pero se corre un tupido velo sobre los fallecimientos por suicidio. Los que nos movemos en los entornos sanitarios sabemos bien que muchos de los suicidas se encuentran en una fase depresiva, y que la gran enfermedad, de estas sociedades que llamamos modernas, es la SOLEDAD.
Una legislación que ayude al suicidio, bajo el taimado nombre de eutanasia, no va a lograr más que acrecentar el problema y dañar a ciudadanos frágiles, en situación depresiva o de soledad, por el abandono de sus familiares, o con el acecho espurio de sus posibles herederos. Y si su problema es el dolor, las ciencias médicas, en la actualidad, cuentan con todo un arsenal terapéutico, como nunca se ha tenido disponible en fases previas de la humanidad.
Por tanto, bienvenidos los cuidados paliativos y rechazo frontal, por estas consideraciones éticas, de la eutanasia. Y llegada la posible ley nos encontramos en el contexto que ya Sófocles nos recogía en el diálogo de Antígona con el Tirano: «Tus leyes escritas me impiden enterrar a mi hermano. Pero las leyes no escritas me obligan a hacerlo». Es lo mismo que debieron hacer los médicos alemanes ante el programa de exterminio de las «razas inferiores» que comportaban las leyes de la Higiene Racial. Ante una ley injusta, la defensa ética del ciudadano se llama «objeción de conciencia» y «resistencia ante la ley». Cualquier cosa menos permanecer callado. Y este es el gran dilema que espera a los más de 250.000 médicos colegiados de los que disponemos en este momento en España.

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