Reflexión del sacerdote Alejandro Pérez Verdugo, Misionero de la Misericordia, para el Domingo de Ramos, inicio de la Semana Santa.
La Semana Santa se inicia en los últimos días de la Cuaresma (hasta la tarde del Jueves Santo) y culmina con el Triduo Pascual. De la Vigilia Pascual tenemos noticias ya en el siglo II; después se amplió con el viernes, sábado y domingo, formando así el actual Triduo Pascual, al que se añadió un pórtico de entrada: la Misa de la Cena del Señor del Jueves.
Como afirma S. Ambrosio, estos días recuerdan que «Cristo padece, reposa en el sepulcro y resucita». Se trata de la unidad de un único misterio: Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, conmemorado y celebrado en tres días. Así, lo definía Von Balthasar: el «misterio de los tres días». Alcanzar, tras la Cuaresma, la cumbre pascual de este Triduo significa llegar a la culminación de todo el año litúrgico; lo que el domingo es a cada semana, lo es el Triduo Pascual al año litúrgico (Normas Universarles sobre el Año Litúrgico y el Calendario –NUALC–, 18).
Tocando a su fin, el desierto cuaresmal nos lleva a Jerusalén; llamamos a las puertas de la Ciudad Santa para entrar con Cristo Rey y Mesías, mientras le aclamamos con palmas y olivos. Es el umbral de la Semana Santa y celebramos la entrada victoriosa del Señor que camina hacia la cruz donde, coronado, triunfará como Siervo a través de la muerte. Junto a esta entrada «externa», la lectura de la Pasión según San Lucas de este Domingo de Ramos nos permitirá contemplar otra entrada: la entrada «interior» de Jesús en Jerusalén. Ha «llegado la hora» y Jesús, obediente, sabe en su interior que camina «a la muerte y una muerte de cruz», como nos indicará la segunda lectura (Fp 2, 6-11).