En el Domingo de la Divina Misericordia

Carta pastoral del obispo de Jaén, Mons. Amadeo Rodríguez

Querido hermanos:

Feliz Pascua de Resurrección, ¡Aleluya Aleluya!

Este es nuestro saludo y nuestro deseo en estos días pascuales. Sin embargo, nuestra situación de confinados sólo nos permite decírselo a los que conviven cada día con nosotros. En este caso, nuestro saludo más que con palabras lo hacemos con gestos de alegría y servicio. Pascua es el tiempo en que Jesús se dedicó a consolar a sus discípulos, a mostrarles cómo es la condición de vida de los resucitados. Las apariciones, las palabras y los detalles de Jesús Resucitado sirvieron, sobre todo, para que los apóstoles entendieran la vida que Él nos dejaba: conocieron la paz, se contagiaron de alegría, se abrieron a la esperanza, entendieron la caridad fraterna y aprendieron a vivir de un modo nuevo, tanto en el interior de sus corazones, como en su experiencia cotidiana de vida. En todo vivieron de la fe en el misterio de la vida de Cristo muerto y resucitado. Todos ellos vieron y creyeron, como le sucedió a San Juan, el discípulo que llegó antes que Pedro al sepulcro vacío.
Con Jesús resucitado se descubre el significado más profundo de su vida, que no es otro que el que Dios mismo fue mostrando, poco a poco, en la Sagrada Escritura. ¿Recordáis las palabras de Jesús a los discípulos de Emaús y después a otros muchos?: su vida estaba escrita por el amor de Dios, había sido preparada por el corazón del Padre en favor nuestro desde la misma eternidad. El Antiguo Testamento no son historietas más o menos interesantes, sabias o ejemplares; lo que hay en él es nada más y nada menos, que el proyecto mismo salvador de Dios. El Antiguo Testamento hace arder nuestro corazón, porque en sus páginas nos encontramos con Jesucristo Resucitado.
La experiencia de descubrir el misterio de Cristo en la Sagrada Escritura fortalece la fe y, además, nos hace sentir un profundo asombro ante el misterio del amor de Dios, manifestado en Jesucristo. Cuenta la monja gallega, Egeria, que los cristianos que acababan de recibir el Bautismo, en la noche Pascual, gritaban y aplaudían asombrados, cuando descubrían, en las catequesis mistagógicas de esta semana, lo que les había sucedido en Cristo al recibir los sacramentos de la iniciación cristiana.
Este asombro es el que hace creíble el misterio de amor, que es la muerte y resurrección de Cristo, cuando lo anuncia la palabra humana. Sólo porque lo hemos experimentado lo contamos con tanta ilusión y alegría; se nos tiene que notar que conocerlo nos ha cambiado la vida. Anunciad y vivid el misterio pascual en familia, haced experiencia, en esta Pascua nuestra confinada, de una vida asombrada por el amor de Cristo.
Desde hace algunos años, este bello Domingo de Pascua, conocido en toda la tradición de la Iglesia como in albis, en el que los bautizados se desvestían de su túnica blanca, nos encontramos, por sugerencia de San Juan Pablo II, con el asombro de la Divina Misericordia. Del corazón abierto de Cristo, salen unos rayos luminosos que representan el amor por todas las miserias de la condición humana. El Dios de los miserables le abre la puerta de la esperanza a todos. Él ilumina la sombra de nuestros corazones y fortalece nuestro amor, si nos dejamos alumbrar por el suyo, que ama a los pecadores, a los pobres y a los más débiles de la tierra.
Os invito a evocar esa bendita imagen, que estará accesible en nuestra página informativa de la Diócesis, con la actitud que nos proponía San Juan Pablo II en su encíclica Dives in misericordia. En ella nos anunciaba tres compromisos ante la Misericordia Divina: PROCLAMARLA (Dios me ama, Dios te ama), PRACTICARLA (dejarse amar y amar a todos) Y VIVIRLA (hacer de la vida un acto de amor).
Seguramente, nunca vamos a tener una ocasión de acercarnos a esa manifestación de Cristo Resucitado como la que tenemos este año. La divina misericordia se ofrece a la humanidad confinada por la amenaza del COVID-19. Que la Divina Misericordia nos proteja. Pero no nos olvidemos de decirle, en esta miseria común, que queremos que su misericordia arraigue en nuestros corazones como una actitud esencial en el discípulo de Jesucristo: dejándonos amar por la misericordia de Dios y aprendiendo a amar a los demás con un corazón misericordioso. Os propongo rezar juntos, si podéis, esta oración de Faustina Kovalska, apóstol de la Divina Misericordia:

¡Oh Dios, de gran misericordia! y bondad infinita,
desde el abismo de su abatimiento toda la humanidad implora hoy Tu misericordia, Tu compasión.
¡Oh Dios nuestro! Te pedimos, con la humilde voz de la desdicha humana compartida.
¡Dios de Benevolencia, no desoigas la oración de este exilio terrenal! ¡Oh señor!, Bondad que escapa a nuestra comprensión, que conoces nuestra miseria a fondo y sabes que con nuestras fuerzas no podemos elevarnos a Ti, Te lo imploramos: continúa aumentando Tu misericordia hacia nosotros, para que podamos, fielmente, cumplir Tu santa voluntad, a lo largo de nuestra vida y a la hora de la muerte.
Que la omnipotencia de tu misericordia nos escude de los males que nos amenazan y así aprendamos a confiar siempre en Ti.
Oh, Sangre y Agua que brotaste del Corazón de Jesús, manantial de misericordia para nosotros, en Ti confío.

+ Amadeo Rodríguez Magro
Obispo de Jaén

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