Esperar haciendo lugar. Adviento, esperanza y derechos humanos

Diócesis de Jaén
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La diócesis de Jaén es una iglesia particular española sufragánea de la archidiócesis de Granada. Sus sedes son la Catedral de la Asunción de Jaén y Catedral de la Natividad de Nuestra Señora de Baeza.

Cada 10 de diciembre, Jornada Internacional de los Derechos Humanos, regresamos a una pregunta esencial: ¿de verdad creemos en la dignidad sagrada e inviolable de cada ser humano? No solo como norma jurídica, sino como convicción espiritual que orienta nuestra vida, nuestras decisiones y nuestros compromisos comunitarios. Este año la fecha adquiere un matiz singular: no solo coincide con el tiempo de Adviento, sino también con el Jubileo de la Esperanza. Esa convergencia nos invita a interpretar la defensa de los Derechos Humanos desde una clave bíblica y teológica —la esperanza encarnada, la espera activa.

La esperanza que parece utopía, pero se hace lugar

El Antiguo Testamento y, en particular, los libros proféticos evocan una esperanza mesiánica que suena utópica: paz donde había guerra, justicia donde había opresión, liberación donde había esclavitud, dignidad donde había miseria. Aunque suene como utopía, esa esperanza no era evasiva. Era una promesa de Dios exigente con la historia, una invitación a transformar la vida — no a resignarse.

Del mismo modo, los derechos humanos —como dignidad inherente, inviolable e igual para todas las personas— brotan de una intuición que en su origen puede parecer idealista, casi irrealista, pero se ponen en marcha —se hacen lugar— cuando las comunidades y las instituciones deciden construir estructuras de justicia, solidaridad y respeto. La esperanza bíblica y la dignidad humana convergen: reconocer la dignidad es ya parte del Reino que viene.

Esperar no es ingenuidad: esperanza cristiana, no optimismo

            Hoy vivimos tiempos convulsos: guerras, migraciones forzadas, pobreza estructural, desigualdades, crisis ecológica, virulenta polarización, cultura del descarte. Defender los derechos humanos puede parecer una causa perdida. Pero la esperanza cristiana no es optimismo ingenuo. El optimismo apuesta a que “todo saldrá bien”. La esperanza —en su dimensión bíblica y teologal— sabe que el mundo está herido, que el dolor existe, que las injusticias no desaparecerán de la noche a la mañana. Pero confía en que, bajo la acción de Dios, incluso en el desierto y el páramo pueden germinar semillas de vida. Esperar —en Adviento— significa encender una luz en medio de la noche, creer que el Reino de Dios se gesta también en los márgenes, en los rostros más débiles, en los olvidados.

Derechos humanos: una espiritualidad encarnada

Desde la fe los derechos humanos no son un añadido social o político: son fruto del Evangelio encarnado. Cuando creemos que toda persona —sin excepción— tiene dignidad sagrada, reconocemos en cada ser humano un prójimo querido por Dios, un hermano, una hermana. Defender sus derechos no es negociar normas abstractas: es cuidar de cuerpos, rostros, historias, esfuerzos, fatigas.

Por eso, cuando nos acercamos a los vulnerables —migrantes, pobres, marginados, explotados, rechazados, ancianos en soledad—lo hacemos como expresión de la más radical caridad (ágape), como reconocimiento de su dignidad sagrada y también como obediencia al mandato del Evangelio: buscar el bien común, defender la justicia, construir fraternidad.

El Jubileo: restauración de la justicia

La tradición bíblica del jubileo es un modelo de esperanza activa: perdón de deudas, restitución de tierras, reinserción de marginados, descanso para la tierra, reconciliación social. No es una mera celebración religiosa: es toda una reordenación de la vida comunitaria según el sueño de Dios, una restauración de la dignidad para quienes habían sido excluidos.

Celebrar este año un Jubileo de la Esperanza no puede ser solo ritual, sino impulso ético y social. Es una llamada a revisar estructuras injustas: económicas, migratorias, laborales, ecológicas, culturales. A repensar nuestros estilos de consumo, nuestras prioridades comunitarias, nuestras políticas de solidaridad y acompañamiento. Restaurar la justicia no es una quimera: es exigencia del Evangelio y compromiso de esperanza.

Fe y compromiso: el magisterio actual de la Iglesia

En este horizonte, la exhortación «Dilexi te» del papa León XIV aporta una brújula clarísima para nuestra reflexión. El documento vuelve a poner en el centro de la misión de la Iglesia a los pobres y desfavorecidos. En sus propias palabras, los pobres —explica el Sumo Pontífice— no son meras categorías sociológicas ni “objetos” de beneficencia: son sujetos, personas con dignidad propia, con cultura, historia, voz y futuro. Además, subraya que “una atención puesta en el otro es el inicio de una verdadera preocupación por su persona; valorar al pobre en su bondad propia, con su cultura, con su modo de vivir la fe” (DT 101). Salir al encuentro del pobre es parte esencial del amor cristiano. Y añade: “cuando la Iglesia se inclina hasta el suelo para cuidar de los pobres, asume su postura más elevada” (DT 79). Por tanto, no se degrada, se dignifica. Este magisterio vuelve a recordarnos que creer en la dignidad humana no puede ser algo de segunda categoría. No es algo opcional. No es un añadido. Es una señal de identidad de la fe cristiana. Defender los derechos humanos es parte esencial de la misión cristiana, no una extra.

Hacer lugar: tarea concreta hoy

Celebrar los derechos humanos no puede quedarse meramente en declaraciones bonitas, en eslóganes llamativos. Debe traducirse en gestos cotidianos, estructuras adecuadas, voluntad política, comunidades que los defiendan. Al respecto, en este tiempo santo de Adviento, esta jornada internacional puede ser una clara invitación para abrir espacios de hospitalidad —para migrantes, refugiados, desplazados: casas, acogida, redes de solidaridad, fraternidad auténtica; garantizar que los pobres accedan a educación, salud, trabajo digno, participación social, oportunidades reales: romper ciclos de exclusión; cuidar de los postergados —ancianos, desempleados, enfermos, personas marginadas— con dignidad, respetando su valor sagrado; denunciar sistemas injustos que mercantilizan la vida, explotan la pobreza, ignoran al prójimo, y abogar por estructuras que respeten la dignidad humana; hacer de la comunidad cristiana un cuerpo entrañable, acompasado con el sufrimiento y la esperanza de los más débiles. Como dice el Obispo de Roma en “Dilexi te”, nuestra atención al pobre —nuestro amor concreto— no es una obra secundaria o epidérmica, sino señal de una Iglesia fiel al Corazón de Cristo.

Una invitación al compromiso esperanzado

Este 10 de diciembre —Día Internacional de los Derechos Humanos—, alentados por la conjunción del Adviento y el Jubileo de la Esperanza, estamos llamados a una doble fidelidad: a Dios que viene y a la humanidad que sufre. No podemos separar Uno de la otra. No hay verdadero Adviento si no hay compromiso con la dignidad humana. No hay auténtica defensa de los derechos fundamentales del ser humano si no se alimenta de una esperanza más grande que nuestras propias fuerzas.

Frente al desaliento, sostengamos una esperanza lúcida. Frente a la indiferencia, cultivemos una compasión activa. Frente al repliegue, abracemos una fe activa por la caridad. La esperanza cristiana no se satisface con mirar al cielo: se compromete con la tierra, con la historia, con los rostros que necesitan justicia, protección, dignidad.

Defender los derechos humanos es elegir, una y otra vez, el lado de la vida. Es afirmar que el Reino de Dios ya está entre nosotros —aunque sea en germen— cuando una persona excluida recupera su dignidad, cuando una comunidad se abre a la solidaridad, cuando un sistema empieza a priorizar al ser humano antes que el lucro. Es confiar en que lo imposible de hoy puede ser el pan cotidiano de mañana.

Así pues: que nuestra celebración del 10-D no sea solo conmemoración, sino renovación del compromiso. Que no sea solo memoria del pasado, sino acicate para el futuro. Que no sea solo denuncia, sino también anuncio. Que no sea solo un acto simbólico, sino una decisión concreta de amor.

Que sepamos esperar como se espera en Adviento: velando, preparando el camino, acogiendo en el corazón la Palabra que nos empuja a levantar del polvo al desvalido, a hacerle lugar para que no quede preterido. Porque Aquel que viene —Aquel que ama— se deja encontrar donde un derecho es reconocido, una vida es defendida, una dignidad restablecida.

Fernando Chica Arellano
Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA

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