«Si el grano no muere», comentario a las lecturas del V Domingo de Cuaresma – B


Foto: El Cristo (inspirado en el Cristo de San Juan de la Cruz). Salvador Dalí, 1951 (Kelvingrove Art Gallery and Museum, Glasgow)

Hay textos en los evangelios que confunden porque, más que enseñanzas, parecen acertijos o bien constituyen un desafío a lo que se entiende por sentido común. Uno de ellos es la respuesta que da Jesús a unos forasteros que habían acudido a Jerusalén a celebrar la Pascua y deseaban verle: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”. Es una metáfora tomada del mundo agrícola que él aplica a la condición humana y que viene a decir: sólo quien está dispuesto a la renuncia total hace fecunda su vida. Esto dicho de cualquier semilla es verdad, pero referido a la persona humana, en nuestro contexto sociocultural, puede parecer, al menos, discutible.

No obstante, si analizamos la metáfora, podemos sorprendernos por la profundidad y acierto del planteamiento. Sabemos que el grano de trigo encierra dentro de sí una secuencia genética que, en condiciones favorables, se desarrolla hasta alcanzar la plenitud en la espiga. En cierto modo el grano sólo es una espiga en proyecto y la espiga, el desarrollo total de las potencialidades del grano.

Al servirse de esta metáfora para hablar del ser humano, Jesús está proponiendo un camino para alcanzar la plenitud y, con ella, la dicha. Y lo hace sugiriendo -como buen educador y maestro- elementos para el despertar. Ante todo hace una clara defensa de la riqueza interior del individuo y de su capacidad para alcanzar el propósito de la vida; supone también que la vida tiene un propósito: no es, por tanto, azar, sinsentido o casualidad; apuesta por el dinamismo como clave de la existencia; y, sobre todo, coloca el amor que se manifiesta en la entrega en el centro del ser y del vivir. Es todo un proyecto de vida para el que quiera lanzarse a la aventura de alcanzar la plenitud.

Ciertamente este planteamiento choca con la propuesta que la sociedad, desde todos los ámbitos, parece hacer porque, el nuestro, es un mundo donde el centro de la persona se sitúa fuera de ella misma -en las cosas- y la meta, en bienes tan efímeros como el prestigio que da el éxito, el poder político o la fama. Somos víctimas de una cultura que potencia la imagen sobre la realidad, la apariencia sobre la identidad, el tener sobre el ser… La pregunta es: ¿somos felices así? Me temo que la respuesta de muchos será negativa y la de otros muchos, una evasiva. Vivimos en un mundo de sucedáneos y, desgraciadamente, nos conformamos también con un sucedáneo cuando se trata de la felicidad.

La propuesta de Jesús de Nazaret puede parecer absurda, pero eso no significa que lo sea. La renuncia a sí mismo, la generosidad, la entrega, la solidaridad, la búsqueda de lo esencial, la fe en la capacidad del ser humano, la interioridad, el ser… son peldaños que nos acercan a la estancia de la vida. El egoísmo, la vanidad, la superficialidad, la apariencia… ¿a dónde nos llevan?

Francisco Echevarría Serrano,
Ldo. en Sagradas Escrituras y vicario general de la Diócesis de Huelva

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