Monseñor Gómez Sierra destaca el amor sacrificado en la celebración del Viernes Santo en la Catedral de Huelva

Monseñor Gómez Sierra destaca el amor sacrificado en la celebración del Viernes Santo en la Catedral de Huelva

La Santa Iglesia Catedral de Huelva ha sido testigo hoy, 29 de marzo, de una conmovedora celebración de la Pasión del Señor, presidida por monseñor Santiago Gómez Sierra, obispo de la diócesis. En este Viernes Santo, la comunidad cristiana se ha reunido para reflexionar sobre el significado del sacrificio de Jesús y su amor supremo por la humanidad.

Durante la homilía, monseñor Gómez Sierra ha enfatizado la importancia de contemplar la Cruz y ser testigos de Cristo Crucificado, invitando a los fieles a orientar su mirada y corazón hacia el Crucificado como hiciera María “su madre” así como las “piadosas mujeres“.

Hoy, el amor sacrificado, hecho servicio desinteresado, y éste es el único verdadero, cuenta poco; aunque sabemos muy bien que la felicidad o la infelicidad no dependen tanto de saber más, tener más o disfrutar más, sino de amar o no amar, de ser amado o no ser amado”, expresó el obispo.

La ceremonia ha continuado con la oración universal, un momento solemne en el que se ha pedido por la Iglesia, la unidad de sus miembros, la conversión y evangelización de los no cristianos, los gobernantes de las naciones y todos los que sufren. Este acto ha resaltado la universalidad del sacrificio de Jesús y su relevancia para todos los ámbitos de la vida.

Uno de los momentos más destacados ha sido la adoración de la Cruz, llevada a cabo por miembros de la Hermandad de los Judíos de la parroquia de Ntra. Sra. de La Merced. La sagrada imagen del Cristo de Jerusalén y Buen Viaje ha sido portada en hombros al canto del diácono, invitando a los presentes a venerar el símbolo del triunfo de Jesús.

Los fieles han mostrado su devoción acercándose al presbiterio para adorar la Cruz. El altar, despojado de ornamentos en señal de luto por la muerte de Cristo, se ha preparado sencillamente con un mantel blanco para la comunión, trasladando el Santísimo desde el monumento donde se había reservado tras el oficio del Jueves Santo.

Homilía íntegra de Monseñor Santiago Gómez Sierra en la celebración del Viernes Santo en la Pasión del Señor

La celebración de esta tarde nos invita a poner toda nuestra atención en la Cruz del Señor. Hemos escuchado el relato de la Pasión y después haremos la adoración de la Santa Cruz. La liturgia del Viernes Santo nos lleva “al sitio llamado “de la Calavera” (que en hebreo se dice Gólgota), donde lo crucificaron” (Jn 19 17 s.).

¿Quién nos encontramos al pie de la Cruz? Responde el Evangelio “Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María, la Magdalena” (Jn 19, 25). La presencia de María, su madre, no necesita muchas explicaciones. Era “su madre” y esto lo dice todo; las madres no abandonan a su hijo, aunque sea despreciado por todos, incluso condenado a muerte.
También las otras, que llamamos “las piadosas mujeres”, son mucho más que “piadosas mujeres”: son además mujeres valientes. Desafiaron el peligro que implicaba mostrarse en aquella hora abiertamente a favor de un condenado a muerte. A ellas se les puede aplicar las palabras que Jesús había dicho: “¡Bienaventurado el que no se escandalice de mí!” (Lc 7, 23). Estas mujeres son las únicas que en la hora de la Pasión no se escandalizaron de Él.

Esta conducta que muestran las mujeres sobresale de un modo extraordinario cuando se la compara con la ignominiosa historia de miedo, huida, y negación que protagonizaron los Apóstoles. Ellas fueron las últimas en abandonar a Jesús muerto, e incluso después de la muerte acudían a llevar aromas a su sepulcro (cf. Mc 16, 1).

¿Cuál es el motivo de este hecho? ¿Por qué las mujeres resistieron al escándalo de la cruz? ¿Por qué permanecieron cerca de Jesús cuando todo parecía acabado e incluso sus discípulos más íntimos lo habían abandonado?

La respuesta la dio anticipadamente Jesús cuando, saliendo al paso del escándalo de Simón, el fariseo que le había invitado a su casa, dijo acerca de la mujer pecadora que le estaba lavando y besando los pies: “porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, ama poco” (Lc 7, 47). Sí, esta es la razón para resistir al pie de la cruz: porque han amado mucho. Las mujeres habían seguido a Jesús por él mismo, por gratitud del bien recibido de él, no por la esperanza de hacer carrera siguiéndolo a él.
Ellas no preguntaron a Jesús como Pedro: “Ya ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué nos va a tocar?” (Mt 19, 27). Ellas tampoco han pedido como los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan: “Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda” (Mc 10, 37). Por el contrario, las mujeres, cuando Jesús “iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, proclamando y anunciando la Buena Noticia del reino de Dios, acompañado por los Doce… (ellas) les servían con sus bienes” (Lc 8, 1-3). Las mujeres lo seguían “para servirle”. Además de María, su Madre, eran las únicas que habían asimilado el espíritu del Evangelio, entendieron antes que los Apóstoles que todo se encerraba en Amar y Servir.

Así, la presencia de estas mujeres junto al Crucificado contiene una enseñanza vital para nosotros en este Viernes Santo. La podemos expresar como lo hace san Pablo: “Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles…Si tuviera el don de profecía y conociera todos los secretos y todo el saber; y si tuviera fe como para mover montañas…Y si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; y si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, (no sería nada) de nada me serviría” (1 Cor 13, 1-3).

La gran crisis de fe en nuestro mundo consiste en que sabemos mucho y amamos poco. Por desgracia, nuestro extraordinario progreso de los conocimientos científico y técnicos no van acompañados del desarrollo de nuestra capacidad de amor. Hoy, el amor sacrificado, hecho servicio desinteresado, y éste es el único verdadero, cuenta poco; aunque sabemos muy bien que la felicidad o la infelicidad no dependen tanto de saber más, tener más o disfrutar más, sino de amar o no amar, de ser amado o no ser amado. El motivo es muy sencillo: hemos sido creados a imagen de Dios y Dios es amor.

Mientras Jesús pendía de la cruz, las miradas de las “piadosas mujeres” fueron las únicas que se posaron con amor y compasión en él. Debemos admirarlas y, también, imitarlas. San León Magno dice que “la pasión de Cristo se prolonga hasta el final de los siglos” (Sermón 70, 5: PL 54, 383) y Pascal ha escribió que “Cristo estará en agonía hasta el fin del mundo” (Pensamientos, n. 553 Br). La Pasión se prolonga en los miembros del cuerpo de Cristo. Imitemos a las “piadosas mujeres”, permaneciendo al lado de los ancianos, de los enfermos, de los pobres, de los que sufren, de los encarcelados, de los rechazados de cualquier tipo. Cristo nos repite hoy: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40).

A la primera de las “piadosas mujeres” y su incomparable modelo, la Madre de Jesús, pidámosle que interceda por nosotros.

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