«El síndrome de Tomás», comentario al Evangelio del II Domingo de Pascua – B

Foto: La incredulidad de Santo Tomás, Caravaggio (1602). Galería Sanssouci, Postdam (Alemania).

Después de ver vacío el sepulcro, los seguidores de Jesús se escondieron asustados, porque, si al corazón le es duro aceptar la muerte, a la mente le es difícil aceptar la resurrección. Aquellos pobres hombres, convertidos en testigos del misterio, sólo pensaron en desaparecer. Cuando Jesús les salió al encuentro, les mostró los trofeos de su pasión -sus heridas- para que vieran que no era un fantasma y se llenaron de alegría. ¡Sublime sentimiento que invade a todo el que se encuentra -en medio de sus dudas y temores- con el Señor de la vida! El primer rasgo de un auténtico cristiano es la alegría, ya que ella es el brillo del amor.

Luego, antes de enviarlos a liberar a los hombres de la culpa, sopla sobre ellos -como el creador sobre el barro del primer hombre- para darles su Espíritu. El Espíritu es necesario porque el poder de perdonar excede con mucho las posibilidades humanas, como decían los fariseos a Jesús, y hace falta otro poder más alto para absolver la culpa. Sólo Dios es Señor del perdón. La Iglesia se considera heredera y continuadora de esa noble misión que consiste en librar al ser humano de la angustia que generan sus propios errores.

Todo esto va precedido del saludo de la paz, el principal de los dones del Mesías. Paz, alegría y perdón: ¡Hermosa trilogía para un mundo necesitado de las tres en extremo! La misión del cristiano, como la de Cristo, es anunciar a un mundo castigado por la violencia la paz más profunda y valiosa: la del corazón; entregar la dicha más auténtica a un mundo entristecido, que oculta su insatisfacción en una compulsiva búsqueda de placeres; y liberar de la angustia de la culpa a quienes han olvidado el concepto de pecado, pero no se han podido liberar del sentimiento que conlleva la connivencia con el mal.

Tomás representa a todos los escépticos, a todos aquellos que sólo creen en lo que puede verse y tocarse, a los que hacen gala de ser prácticos y positivos. Sólo se fían de lo que entra por los sentidos. Lo cual es bien poco. A éstos Jesús les dice: Dichosos los que crean sin haber visto. No defiende la falta de rigor o las ingenuidades. Habla de que hay otra realidad tan presente y comprometedora como aquella que nos llega a través de las ventanas. Ignorarla no es cosa de sabios, sino de engreídos. Más aún: el verdadero sabio desconfía de lo aparente y sabe ver siempre más allá porque no se deja engañar, sino que busca en todos y en todo el espíritu que anima a cada ser. Tal vez la fe no sea -como en otro tiempo se creyó- una debilidad del ignorante, sino una necesidad, un valor, para la supervivencia. Han pasado los años en los que casi había que disculparse por creer y había que soportar la ironía o el menospre­cio. El síndrome de Tomás no es más que el síntoma de un mal oculto: la autosuficiencia con que nos defendemos del misterio.

Francisco Echevarría Serrano,
Ldo. en Sagradas Escrituras y vicario general de la Diócesis de Huelva

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