Homilía del Obispo de Guadix, Mons. Ginés García Beltrán, el 13 de Diciembre de 2015.
«Gritad jubilosos: Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel» (Is 12)
Es el estribillo que hemos ido repitiendo en el salmo, y que expresa con gran claridad la verdad que hoy experimenta nuestro corazón: el Santo de Israel es grande en medio de nosotros. Por eso, es este nuestro grito de júbilo al comenzar este Año Santo dedicado a la misericordia, al que nos ha convocado el Papa Francisco.
Con la apertura de la puerta Santa en esta S.A.I Catedral hemos dado comienzo a un año que, sin duda, será un año de gracia. Estoy seguro que el Señor quiere bendecirnos, y lo va a hacer. Nos va a mostrar su Rostro misericordioso para que también nosotros seamos misericordiosos con los demás. Esta Puerta habrá de ser verdaderamente una puerta de misericordia «a través de la que cualquiera que entre podrá experimentar el amor de Dios que consuela, que perdona y ofrece esperanza» (MV, 3).
Las lecturas de la Palabra de Dios que hemos proclamado en este tercer domingo del Adviento, conocido también como domingo Gaudete, nos introducen en el contenido y en el espíritu del Jubileo de la Misericordia. La palabra que define el mensaje de este domingo de Adviento es la alegría. Todas las lecturas, de una u otra forma, nos hablan de alegría. Y no hay mayor alegría que experimentar el amor que Dios nos tiene, conocer y vivir que nuestro Dios es misericordioso. En la misericordia encontramos las entrañas mismas de nuestro Dios.
La profecía de Sofonías es una invitación contagiosa a la alegría y al gozo: «regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén». Claro que la pregunta a esta invitación a la alegría podía ser: ¿y por qué hemos de alegrarnos? ¿Cuál es la causa de esa alegría? Si miramos a alrededor serán muchos los signos que impidan la alegría a la que estamos convocados. Pero el profeta responde: «porque el Señor ha cancelado tu condena, ha expulsado a tus enemigos»; y, «Él se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta». Sí, mis queridos hermanos, esta es la razón de nuestra alegría, una alegría que los avatares y las dificultades de la vida nunca podrán impedir. El Señor ha cancelado nuestra condena, podemos experimentar su amor misericordioso. Nos perdona porque nos ama, como el padre ama a su hijo. El perdón es puro amor de un Dios que se goza en nosotros y con nosotros. La condena que el pecado había hecho caer sobre nosotros ha sido levantada por la misericordia de Dios.
Una misericordia de la que hemos hablado muchas veces, y de la que hablaremos a lo largo de este año. «La misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. Vale decir que se trata realmente de un amor visceral. Proviene de lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón» (MV, 6). Por eso, no se trata de saber mucho sobre la misericordia, sino de experimentarla, de gozarla en nosotros para llevarla a los demás. Hacer del mundo un lugar de misericordia. Hacer de la Iglesia, de nuestras parroquias y comunidades, oasis de misericordia, donde todos puedan experimentar el gozo de saberse importantes, porque somos queridos. En el fondo, el gran drama de nuestro mundo es la experiencia de orfandad; el hombre de hoy que cree tenerlo todo, parece no sentirse amado, no tener un hogar donde descansar y sentir que soy lo que soy. Este hogar es la misericordia de Dios que nos hace sentir la experiencia de ser hijos, de ser amados, de ser comprendidos y aceptados. Es el gozo inmenso de sentirse abrazados por unos brazos que no piden cuentas, que no exigen, sino que sencillamente acogen.
Este año será un buen momento para volvernos al perdón de Dios que se nos da, principalmente, en el sacramento de la Penitencia. Así nos lo dice el Papa: «De nuevo ponemos convencidos en el centro el sacramento de la Reconciliación, porque nos permite experimentar en carne propia la grandeza de la misericordia. Será para cada penitente fuente de verdadera paz interior» (MV, 7). Es misión de la Iglesia, y así queremos hacerlo, abrir las puertas de la casa y propiciar el reencuentro del Padre con el hijo que se ha marchado de casa, pero vive en la añoranza de la vuelta. Abrir nuevos caminos para que la añoranza se convierta en una realidad de conversión, es un reto que tenemos ante nosotros, y al que no podemos ni debemos renunciar. Será el momento de facilitar verdaderos itinerarios de vuelta a la casa paterna. En este momento pensamos en tantos hermanos, que por las razones que sean, se apartaron de la gracia de Dios y de su Iglesia, pero también hemos de pensar en nosotros mismos, en los que habitualmente estamos en la Iglesia, y necesitamos una verdadera conversión, necesitamos volver a las fuentes del Evangelio para beber de sus aguas limpias y cristalinas. La vuelta a Dios es una asignatura para todos, y no sólo para algunos. Hemos de superar el espejismo con el que nos confunde la cultura actual con el postulado de la ausencia del pecado. No porque socialmente hayamos decretado la disolución del pecado, deja de existir. Existe el mal y, por tanto, existe el pecado que nos aparta de Dios, nos hace extraños de nosotros mismos y crea con lo demás una relación de competencia y rivalidad. Volver a Dios es volver a la patria de la propia identidad; es encontrarnos con nosotros mismos sin sentir vergüenza; es volver a las relaciones de fraternidad con los otros, y a la confianza en Dios, que es nuestro amigo y nunca enemigo al que temer.
El mal y el pecado nunca nos pueden llevar a la desesperación, todo lo contrario. Nos han de llevar a la confianza de un amor que siempre es más grande. Ya lo dice san Pablo: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5,20). Es también la experiencia de dos santos contemporáneos, muy unidos al misterio de la Divina Misericordia. San Juan Pablo II, al reflexionar sobre su propia experiencia vital, él que ha vivido en carne propia el drama del siglo pasado, afirmaba: siempre lo tuve claro, el mal tiene un límite, y ese límite es la misericordia de Dios. Y su paisana, Santa Faustina Kowalska, apóstol de la Divina Misericordia, escribe en su Diario que todos los pecados del mundo y de la historia son como una gota de agua en el océano inmenso de la misericordia de Dios.
En definitiva, la misericordia tiene un rostro. «Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre. El misterio de la fe cristiana parece encontrar su sentido en esta palabra. Ella se ha vuelto viva, visible y ha alcanzado su culmen en Jesús de Nazaret (..) Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda su persona revela la misericordia de Dios» (MV, 1). Este año Jubilar es, por tanto, una invitación a contemplar el rostro de Cristo. Mediante la lectura, escucha y meditación de la Palabra de Dios; mediante la participación en la vida sacramental y en la oración de la Iglesia, así como en la vivencia de las obras de misericordia nos podremos acercar al misterio del rostro de la misericordia que es Cristo, para encontrar en Él la vida y la salvación.
San Pablo en la carta a los Filipenses nos invitaba también a la alegría: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres». El motivo, que el Señor está cerca. De aquí la llamada a vivir en actitud de espera. A Vivir según lo que somos y según lo que esperamos. Nada os preocupe, nos dice el apóstol. Las preocupaciones hay que ponerlas en manos de Dios. Y es que la esperanza no es sólo la actitud de esperar, sino también de confiar. Tiene esperanza el que tiene confianza. Ante el misterio de la misericordia de Dios cabe preguntarse: ¿Tengo confianza? ¿Vivo en
la confianza y de la confianza del que me amó y se entregó por mí? Cuando sabemos confiar, nuestra vida se hace también más comprometida. Los que ven todo negativo, los que vaticinan un futuro negro a la Iglesia o al mundo, son los que no confían en Dios ni en su misericordia. Por el contrario quien confía recibe la paz de Dios que llena el corazón, «que sobrepasa todo juicio», y custodia nuestros corazones y nuestros pensamientos. Desde la misericordia cambia la mirada del hombre sobre el mundo, sobre la Iglesia, y sobre sí mismo. Nuestros juicios son siempre parciales y limitados; desde Dios nuestro corazón y nuestros pensamientos cambian, nos traen paz y alegría, llenan el corazón. La misericordia nos impulsa a un dinamismo misionero que no se detiene ante ninguna dificultad, porque sabe que la victoria de Cristo es definitiva, la fuerza de su resurrección es imparable. Nuestras parálisis apostólicas y nuestra falta de celo pastoral son el fruto de la falta de confianza en el Señor, de la ausencia de entrañas de misericordia. Por eso, este año habrá de servir para renovar nuestro ser y nuestro hacer misionero y apostólico; es un buen momento para salir de la inercia pastoral de los que se dejan vencer por la realidad y no miran al futuro que es Dios mismo.
«¿Qué hemos de hacer?», es la pregunta que distintos grupos de personas hacen a Juan el Bautista en el evangelio que hemos proclamado. Es también la pregunta que podemos hacernos cada uno de nosotros al comienzo del Año Santo de la Misericordia. ¿Qué hemos de hacer? Las respuestas del Bautista son muy simples y tocan la vida de cada uno de los que preguntan –que son todos ellos representantes de grupos mal vistos por la sociedad del aquel tiempo-. Es la pregunta sobre lo que tengo que cambiar en mi vida, de lo que he de hacer para vivir según la voluntad de Dios. Y la respuesta nunca está, y no puede estar, lejos de nuestro vivir cotidiano. Cada uno, delante de Dios, tendrá que discernir qué es lo que tiene que quitar de su vida, y que tiene que hacer para vivir según lo que Dios espera de nosotros.
Pongámoslo en tres momentos.
Por una parte hacer que este año sea un momento de verdadero encuentro con el Señor. Recurrir a los momentos de intimidad con el Señor para descubrir y experimentar su misericordia y su compasión, para ello es importante escuchar su Palabra con un corazón bien dispuesto, con actitud de apertura a realizar su voluntad. Encuentro con el Señor que se ha de dar también en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía y en la Penitencia.
Será la también la oportunidad de emprender un verdadero camino de conversión personal y comunitaria. Para eso tendremos que preguntarnos si realmente queremos cambiar. La cuestión no es si puedo, sino si quiero. Si quiere cambiar puedes. Sentirse necesitado de conversión es el primer paso de este itinerario. Para seguir el camino de la conversión no hay que estudiar ni saber mucho, basta ponerse en camino. También es importante saber que no podemos hacerlo solos. Necesitamos a Dios, y necesitamos a los demás. La verdadera conversión siempre ocurre en el ámbito de la comunidad.
El tercer momento, que no es el último ni el menos importante, es ser misericordiosos como Dios es misericordioso. El Año de la Misericordia ha de ser la oportunidad para vivir nosotros la misericordia con los demás. Como nos ha recordado el Papa al convocar este Año Jubilar: «La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia (..) La credibilidad de la Iglesia pasa a través del camino del amor misericordioso y compasivo» (MV, 10) Un cristiano o una Iglesia que no viva la misericordia no será creíble para nadie porque no trasmitirá el verdadero rostro de Dios. Con las actitudes del buen samaritanos, hemos de hacernos prójimos de los demás, y utilizar con todos el bálsamo de la cercanía y la comprensión; hemos de bajarnos de nuestras seguridades para levantar al que está tirado en el camino, en las cunetas de la historia. Hemos de salir de nuestra comodidad para ir a las periferias geográficas y existenciales de nuestro mundo. Y esto lo haremos viviendo las obras de misericordia. «Es mi vivo deseo- dice el Papa- que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de misericordia corporales y espirituales. Será un modo de despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, y de entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados de la misericordia divina» (MV, 15).
Queridos hermanos, durante este año, en toda la Iglesia, y, particularmente, en nuestra Diócesis, se organizarán muchas acciones para vivir este tiempo Jubilar. Tendremos la oportunidad de reflexionar y experimentar la misericordia de Dios; peregrinaremos a este templo Jubilar para obtener las gracias que se nos conceden con motivo del Año Santo. Sin embargo, lo más importante, lo esencial, será nuestra actitud interior. Cada uno ha de vivir este Año como una oportunidad de gracia para volver al Señor. Pidamos que no desperdiciemos este momento que nos ofrece el Señor. Vivamos la misericordia de Dios en nuestra propia carne para ser nosotros también misericordia para los demás.
Para ello, imploremos la protección de Santa María, Madre de Misericordia, al tiempo que le pedimos que vuelva a nosotros esos sus ojos misericordiosos, que no deje nunca de mirarnos ni de protegernos.
+ Ginés García Beltrán
Obispo de Guadix