“Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde”

Homilía Obispo de Guadix, Mons. Ginés García, en el Jueves Santo.

HOMILÍA EN EL JUEVES SANTO

DE LA CENA DEL SEÑOR

Guadix, 28 de Marzo de 2013.

«Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde»

Pedro no entiende el gesto de Jesús porque no lo puede entender. Es un gesto que se sale de la lógica: el maestro no puede actuar como un esclavo. El apóstol se mueve por la lógica humana, es natural. No es capaz de ver más allá, de llegar a lo profundo del gesto de Jesús, a su significado, a lo que tiene de anuncio. Pedro, como buen discípulo, ha de mantener el status del maestro, su buena imagen.

Jesús le advierte que ahora no lo puede entender, sin embargo, más tarde sí lo entenderá. Con la fuerza de la gracia entenderá el gesto del Maestro al lavar los pies a sus discípulos.

Es fácil de entender que el Evangelio nos sitúa ante el misterio de la fe. El misterio de la fe no se puede entender desde la pura lógica humana, es imposible. Este misterio sólo se entiende desde Dios y su modo de actuar. Es una realidad que supera nuestra visión y nuestra lógica, y que, al mismo tiempo, la ilumina. Dios ilumina nuestra realidad llenándola de sentido. Lo que no entendemos, desde la fe, alcanza su sentido, se reviste de luz.

El misterio que celebramos esta tarde sólo se puede entender desde la fe. La Eucaristía es una realidad escandalosa para aquellos que miran al mundo desde sí mismos, desde una concepción del hombre que pone su centro en el propio hombre, sin ninguna referencia a lo trascedente. La Eucaristía, por el contrario, es apertura al otro, entrega hasta dar la vida. La Eucaristía es donación de sí mismo, es una vida para los demás, es amor hasta el extremo.

El lavatorio de los pies es mucho más que un gesto puntual o una estrategia, no pretende provocar a los discípulos, ni quedarse en una revolución vacía de contenido y sentido. El lavatorio es una realidad existencial, un modo de ser y de estar en el mundo. Jesús mira, y nos invita a mirar, desde los ojos y con el corazón de Dios. «Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y decís bien porque lo soy», es una afirmación clara y retunda de su identidad, y una no menos clara conciencia de su misión. Maestro sí, pero en el servicio, en la entrega, poniéndose de rodillas y haciéndose esclavo. La mirada de Dios es diferente, Dios mira desde dentro, mira el corazón. Lavar los pies es, por eso, ofrecer la vida. Es el gesto que anuncia que la vida es servicio o no es vida. Que la vida es para entregarla y no para disfrutarla en un ejercicio de egoísmo narcisista.

La liturgia de este Jueves Santo viene a introducirnos en la lógica del misterio que celebramos, sólo así podremos entender el gesto de Jesús, un gesto de evidente resonancia eucarística.

San Pablo, en la primera carta a los Corintios, nos transmite de un modo sencillo lo que, desde el principio, era una realidad en la comunidad cristiana. Los cristianos se reunían el primer día de la semana para celebrar la fracción del pan. La proclamación de la Escritura y la enseñanza de los apóstoles, precedía al gesto que identificaba e identifica a los cristianos. Es una tradición que viene del Señor. La celebración de la Eucaristía no es un invento de la Iglesia. No es algo que se deduzca, o que esté de modo implícito en la historia de Jesús que nos cuentan los evangelios. Es la memoria de lo que ocurrió en la última cena pascual celebrada por Jesús. Sucedió en la noche misma en que iba a ser entregado. Lo que la Iglesia repite son las palabras del Señor: «Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros» «Este es el cáliz de la nueva alianza sellada con mi sangre», y así cumple con el mandato del mismo Señor: «Haced esto en memoria mía».

La Eucaristía no es un mero recuerdo de una cena con sabor a despedida; no es el homenaje a un hombre al que admiramos porque todo lo hizo bien. Si así fuera, la Eucaristía nos serviría de bien poco, salvo para cultivar la añoranza y el culto de admiración a alguien.

La cena del Señor era anuncio de lo que después había de hacerse realidad en el Calvario. Realmente el cuerpo de Cristo se entregó por nosotros y su sangre fue derramada para el perdón de los pecados. Por eso, lo que celebramos es real, es actual; es la actualización del sacrificio de Cristo en la cruz, de aquí su fuerza salvadora, que nos incorpora al misterio que estamos celebrando. En la Eucaristía proclamamos la muerte del Señor hasta que vuelva glorioso.

La Eucaristía es «fuente y culmen de toda la vida cristiana» (LG 11), nos enseña el Concilio. Todo en la vida cristiana nace de la Eucaristía y todo tiende a ella. Para comprender el cristianismo hay que entrar en el costado abierto de Cristo, de donde mana la sangre y el agua, para experimentar el amor hasta el extremo, el amor sin reservas. Sólo en la comunión con Cristo y con su Pascua encuentra el hombre esa agua que es capaz de calmar su sed. La comunión con Cristo es el camino de una vida vivida en plenitud. Con Cristo lo podemos todos, sin Él no podemos nada.

Cuando la vocación, la misión o las acciones eclesiales se separan del misterio eucarístico pierden su sentido y se convierten en ritos vacíos que no transmiten nada. Hemos de preguntarnos, ¿por qué hay tantos bautizados a los que las cosas de la Iglesia, y los más preocupantes, las cosas de Dios, no le dicen nada?. Una de la razones, sin duda, es que no hemos sabido transmitir la centralidad de la Eucaristía, porque nuestras acciones no tienen una referencia en la Eucaristía. Es el mismo Concilio el que nos recuerda que «los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan» (PO 5). La Iglesia tiene que dar a Cristo, no tiene nada más grande, porque no hay nada más grande que Cristo muerto y resucitado. «La Sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua» (PO 5).

En definitiva, la Eucaristía resume y compendia nuestra fe, como dice San Ireneo de Lyon: «nuestra manera de pensar armoniza con la Eucaristía, y a su vez la Eucaristía confirma nuestra manera de pensar» (Adversus haereses 4, 18, 5).

Quisiera detenerme en este último pensamiento que nos introduce en el misterio eucarístico y en su realidad más profunda. La entrega del Señor no se encierra en los límites de la celebración, sino que teniéndola como fuente, se desborda configurando toda nuestra vida cristiana, nuestro pensar y nuestro obrar, los afectos y las opciones; en definitiva, nuestro mismo estilo de vida. La Eucaristía se convierte así en una presencia que configura mi vida. Ir a Misa los domingos marca el modo en que vivo. Lo que recibido del altar lo he de llevar a cualquiera de los ámbitos que conforman mi vida, mi cotidianidad. Encerrar la Eucaristía en un simple rito piadoso, por importante o bello que sea, es empobrecer todo el bien que contiene el sacrificio de Cristo. La Eucaristía es vida, porque es Cristo mismo.

Por eso hemos de preguntarnos, ¿puede haber una vida cristiana que no sea eucarística?, ¿puede un cristiano vivir sin la Eucaristía?. Ciertamente no. Como un cuerpo no puede sobrevivir sin alimento, así un cristiano no puede vivir sin Cristo, sin la presencia real y verdadera del Hijo de Dios hecho hombre. La cuestión no es ya la participación o no en la Misa del domingo, sino el hecho de que nuestra vida no puede responder a lo que creemos, pues nadie puede dar lo que no tiene. Cómo vamos a dar a Cristo si no lo tenemos, cómo vamos a ser transparencia del Señor si no vivimos en comunión con Él.

La Eucaristía, es el mayor regalo del Señor a su Esposa que es la Iglesia, y es también una exigencia de entrega por nuestra parte. Los crist
ianos nos unimos al sacrificio de Cristo con nuestra propia entrega. Sobre el altar, junto al pan y al vino, va nuestra vida. Todo lo ofrecemos al Padre para la salvación del mundo. Esta es nuestra auténtica participación en la Eucaristía. La participación activa no consiste en lo que leo, en lo que canto, o en las respuestas al ritual, sino en mi actitud de entrega al Señor, la unión con su entrega que realizo en la comunión. Eso es participar en la Misa, ser sujeto de la celebración.

«Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Ni tú me mudarás en ti como al manjar de tu carne, sino tú te mudarás en mí», escribe San Agustín en el libro de las Confesiones (VII, 10, 18). Esto es lo que la comunión eucarística obra en nosotros. Mientras que el alimento corporal lo absorbe nuestro organismo, y así contribuye a su sustento; en la Eucaristía, por el contrario, es el pan que recibimos, el Cuerpo de Cristo, el que nos asimila a nosotros, para llegar a ser uno con él, haciéndonos miembros de su Cuerpo. La comunión nos hace ser una sola cosa con él. Es este el mayor remedio contra el egocentrismo, pues nos saca de nosotros mismo para unirnos con el Señor, y así nos abre a los demás.

En la comunión con la persona de Jesús mi vida se abre a los hermanos. Si la entrega de Jesús en la cruz es el mayor acto de caridad, mi comunión con él me capacita y me impulsa a hacer realidad en mí la misma entrega del Señor. De aquí la gran fuerza social que contiene el misterio eucarístico. «La comunión eucarística me une a la persona que tengo a mi lado, y con la cual tal vez ni siquiera tengo una buena relación, y también a los hermanos lejanos, en todas las partes del mundo. De aquí, de la Eucaristía, deriva, por tanto, el sentido profundo de la presencia social de la Iglesia, como lo testimonian los grandes santos sociales, que han sido siempre grandes almas eucarísticas. Quien reconoce a Jesús en la Hostia santa, lo reconoce en el hermano que sufre, que tiene hambre y sed, que es extranjero, que está desnudo, enfermo o en la cárcel, y está atento a cada persona, se compromete, de forma concreta, en favor de todos aquellos que padecen necesidad. Del don del amor de Cristo proviene, por tanto, nuestra responsabilidad especial de cristianos en la construcción de una sociedad solidaria, justa y fraterna» (Benedicto XVI, Homilía en el Corpus Christi, 23 de junio de 2011).

Como a Pedro, también a nosotros se nos puede decir que no hemos comprendido el gesto de Jesús, por eso, ¿cómo podremos comprenderlo? ¿Cómo llegar a entender lo que Jesús hace, su vida entregada hasta el final?. Creo que el único camino es dejar que la gracia trabaje en nosotros, y para eso, participar cada domingo en la Eucaristía. En ella se proclama la Palabra de Dios que va instruyéndonos y abriendo nuestro entendimiento para comprender lo que Dios nos quiere decir. Es la unión con Cristo y la participación en su vida y destino, lo que realizamos en la comunión, lo que nos va transformado, sin que nos demos cuenta. Basta que yo esté bien dispuesto para que el Señor haga su obra. Se entiende cuando se gusta. No participamos en la Eucaristía para entender sino para gustar, pero es así como entendemos. Pedro comprendió todo lo que Jesús había dicho y hecho por su participación como testigo en los hechos y por la inspiración del Espíritu Santo, el día de Pentecostés. Nuestro camino no es diferente, el Espíritu Santo y nuestra experiencia de Cristo, nos harán comprender lo que realizamos en la Eucaristía, en definitiva, el amor de Dios.

Pidamos en este día para que los cristianos comprendamos y acojamos el don de la Eucaristía; que nos saciemos del alimento que es Cristo, para que nuestra vida responda a la vocación a la que hemos sido llamados. Pidamos también para que el amor de Dios esté en nuestros corazones y nos lleve a amar a los demás con el mismo amor con que Dios nos ama. Que la caridad sea en cada uno de nosotros, y en la Iglesia, el verdadero distintivo. «Mirad como se aman» (Tertuliano. Apologético 39; cf. Hech 2,47; 4,32; 5, 13), pues «en esto reconocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn 13,35).

Y pedid por vuestros sacerdotes, para que seamos fieles a nuestra vocación, siendo verdadera imagen de Cristo, Cabeza, Pastor y Servidor de la comunidad.

María, la Madre, la mujer eucarística, nos enseña también a acoger el don de la presencia de su Hijo. Como ella lo acogió en su seno, nos invita a acogerlo en nuestro corazón para llevarlo al mundo.

«Oh, sagrado Banquete, en que Cristo es nuestra comida, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la vida futura», canta la liturgia. Hoy, nosotros, hacemos nuestra esta aclamación, para confesar nuestra fe en el misterio de la Eucaristía que ahora celebramos y que después adoremos con devoción.

+ Ginés García Beltrán

Obispo de Guadix

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