Mons. Ginés García, Obispo de Guadix, el Martes Santo.
«Mi fidelidad y misericordia lo acompañarán» (Sal 88)
Estas palabras del salmo nos recuerdan la grandeza y la bondad del Señor para con nosotros. Es lo que experimentamos hoy, como cado año, al celebrar la Misa Crismal. En esta celebración gustamos cómo el Señor nos convoca y nos hace sentir el gozo de la fraternidad apostólica. Nunca estamos solos porque su fidelidad y misericordia nos acompañan siempre, pero hay momentos en los que esta presencia se hace especialmente visible, como ocurre ahora. La escucha de la Palabra y la comunión con el don sacramental del Cuerpo y Sangre de Cristo manifiestan, nos manifiesta, el ser más profundo de la Iglesia. Esta celebración es una manifestación preciosa de la Iglesia.
Hermanos sacerdotes.
Ilmo. Sr. Vicario General y Vicarios Episcopales.
Excmo. Cabildo Catedral.
Seminaristas.
Miembros de los institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica.
Hermanos y hermanas en el Señor.
1. Con la mirada fija en la misericordia.
En este año tocado por la misericordia de Dios, nuestra mirada se dirige al Padre para obtener de sus entrañas el don de la misericordia que todos ansiamos. Queremos acogernos a la misericordia de su corazón de Padre para ser nosotros también misericordiosos como él.
La Iglesia, convocada por el Sucesor del apóstol Pedro, quiere hacer de este Jubileo Extraordinario, un tiempo propicio para hacer más fuerte y eficaz el testimonio de los creyentes (Cfr. MV, 3).
En este contexto del Año Santo de la Misericordia, os invito, queridos hermanos, a reflexionar sobre la calidad y la exigencia de nuestro testimonio de fe en esta iglesia y en este mundo en el que vivimos. No estoy pensando en una reflexión fría y racional que busca hacer un diagnóstico para aplicar una terapia. Me refiero a una reflexión creyente que busca la luz en la Palabra de Dios y que mira a la propia vida y a la de mundo desde las entrañas de Dios, en un clima de diálogo con el Señor. Vayamos, pues, a la Palabra de Dios que se nos ha proclamado, y dejémonos iluminar, interpelar y cambiar por esta Palabra.
2. «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido»
Esta es la convicción del profeta. Es el signo también de su vocación. La vocación profética se basa en una elección divina ratificada por la consagración. Jesús, en la sinagoga de Nazaret, toma estas palabras del profeta Isaías para anunciar su vocación y su misión mesiánicas: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír».
En la tradición bíblica la unción va unida a la elección de reyes y profetas, pero no es un gesto ritual sin más, sino un gesto que constituye a la persona que la recibe y la capacita para la misión que le ha sido encomendada. La unción va ligada a la predicación y a la escucha de la palabra de la fe; designa una iluminación interior para conocer la Palabra de Dios y un fortalecimiento para seguirla. En la unción Dios se implica con el llamado, empieza a forma parte de su vida, lo acompaña en su tarea. Muchas veces hemos escuchado que Dios no elige a los capaces, sino que capacita a los que elige. Es la certeza del profeta: el Espíritu de Dios está conmigo porque me ha ungido. ¿Cómo no podría estar Dios con nosotros si nos ha ungido? La duda de esta presencia es ya un pecado.
Pero la unción no otorga al profeta privilegios sobre los demás, ni se le da como garantía de derechos; la unción es en orden al servicio para una misión. Siempre es una unción «para»
3. «Para anunciar el Evangelio a los pobres»
Este es el resumen y la esencia de la misión tal como la presenta y la concibe el mismo Jesús. Haremos bien en detenernos para entender el sentido de estas palabras del Señor. La misión de Jesús, y la de todos los cristianos, es anunciar el Evangelio. Y hacerlo a los pobres, a aquellos que sienten la necesidad de Él, lo sepan o no.
La profecía de Isaías ilustra con variedad de verbos el contenido de este anuncio, de esta misión: proclamar, vendar, consolar, cambiar. Es decir, que el anuncio no consiste sólo en hablar de Dios, sino en hacerlo presente en medio de la vida de los hombres, y, de modo particular, en sus preocupaciones y sufrimientos.
La unción que hemos recibido en el bautismo y en la confirmación, y algunos de nosotros por una consagración especial en el orden sacerdotal, nos capacita para ir al mundo a proclamar el Evangelio con toda claridad y en toda su verdad. No hay excusas para que un cristiano no anuncie el Evangelio. Pero este anuncio no puede conformarse con la sola palabra, sino que esta ha de estar iluminada por el testimonio de nuestra vida. Tenemos que escuchar, lo que sin decirlo, muchas veces nos pregunta el mundo, y que con tanta sabiduría lo expresó el Beato Pablo VI: «¿Creéis verdaderamente en lo que anunciáis? ¿Vivís lo que creéis? ¿Predicáis verdaderamente lo que vivís? Hoy más que nunca el testimonio de vida se ha convertido en una condición esencial con vistas a una eficacia real de la predicación. Sin andar con rodeos, podemos decir que en cierta medida nos hacemos responsables del Evangelio que proclamamos» (EN, 76).
El anuncio del Evangelio consiste también en vendar los corazones desgarrados y consolar a los afligidos. No es esta una tarea que se añada a la misión, sino que forma parte de la misma. De poco serviría un anuncio de la verdad si no estuviera confirmado por la práctica de la caridad, y no sería verdadera caridad la que no se fundamenta en la verdad, pues «la verdad es luz que da sentido y valor a la caridad» (CinV, 3). Por tanto, «defender la verdad, proponerla con humildad y convicción y testimoniarla en la vida son formas exigentes e insustituibles de caridad (CinV, 1). Los cristianos, como Cristo, estamos llamados a vendar tantos corazones desgarrados por el odio y la violencia, por la ausencia de perdón y de sentido, por la lejanía que se han autoimpuesto de Dios. Nuestra presencia ha de ser de consuelo para los que sufren y para los que lloran, para los olvidados y para los excluidos. En definitiva, tenemos que ser una Iglesia compasiva.
Necesitamos, queridos hermanos, redescubrir la misericordia de Dios en nuestra propia existencia para ser testigos e instrumentos de esta misericordia para los demás. Como nos ha recordado el Papa Francisco: «la misericordia en la Sagrada Escritura es la palabra clave para indicar el actuar de Dios hacia nosotros» (MV, 9), y «la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia» (MV, 10). Misericordia es lo que recibimos de Dios por el perdón de nuestros pecados y misericordia lo que siempre hemos de dar a los demás como respuesta al don de Dios.
4. «Perdónanos nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden»
La misericordia divina se ofrece y se muestra, fundamentalmente, mediante el perdón. Al comienzo de toda vida en Cristo siempre está la misericordia de Dios que mueve el corazón del hombre al reconocimiento de sus faltas y al arrepentimiento. Dios goza perdonando, por eso siempre espera la vuelta del hijo que se fue. Basta un movimiento de vuelta en el hijo para inflamar el corazón de Padre que siempre tiene los brazos abiertos.
Cuando se olvida esta realidad, el hombre se hunde en su propia pobreza y se incapacita para mirar que siempre hay salida al mal, que siempre es posible volver, porque Dios es eterna posibilidad. Desgraciadamente el mundo contemporáneo ha olvidado esto y ha preferido apartarse del Dios de la misericordia. También los cristianos hemos desplazado del centro la llamada a la conversión y con ella el rostro de misericordia de Dios. Cómo vamos a pedir misericordia a nuestros contemporáneos si nunca la han experimentado. Sería ingenuo pensar que la misericordia va a constituir un anuncio creíble de la Iglesia sin volver a la predicación de la c
onversión y el perdón de los pecados.
Hemos de recuperar y revitalizar la práctica del sacramento de la penitencia en el contexto de una auténtica pastoral de la conversión. Y para ello, mis queridos hermanos sacerdotes, nosotros tenemos que ser ejemplo, tanto en nuestro ser penitentes, como en el de ministros que facilitan a los fieles la posibilidad de acercarse al altar de la misericordia por la confesión de sus pecados.
¿Cómo ser buenos confesores si nosotros antes no somos penitentes? ¿Cómo saber lo que se experimenta con el dolor y la vergüenza al reconocer nuestras faltas, al tiempo que la alegría de sentir en el alma el perdón de Dios? No, un sacerdote que no sea penitente no podrá ser nunca un buen confesor. El confesor misericordioso ha de utilizar la prudencia, la discreción, el discernimiento, la firmeza moderada por la mansedumbre y la bondad (cfr. Juan Pablo II, Exhort. Apost. «Reconciliatio et Paenitentia», 29). El penitente ha de ver en nosotros, confesores, el rostro misericordioso del Padre que rechaza el pecado pero abraza al pecador. «Ser confesor, según el corazón de Cristo, equivale a cubrir al pecador con la manta de la misericordia, para que ya no se avergüence y para que pueda recobrar la alegría de su dignidad filial y pueda saber dónde se encuentra» decía el Papa a los misioneros de la misericordia. Y continúa: «Por lo tanto, sea cual sea el pecado que se confiese — o que la persona no se atreve a decir pero con que lo dé a entender es suficiente— cada misionero está llamado a recordar la propia existencia de pecador y a ofrecerse humildemente como «canal» de la misericordia de Dios». Es también el testimonio de un modelo de confesor, san Leopoldo Mandic: «Algunos dicen que soy demasiado bueno, pero si usted viene y se arrodilla delante de mí, ¿no es suficiente prueba de que usted implora el perdón de Dios? La misericordia de Dios sobrepasa todas las expectativas».
No nos cansemos de pedir al Señor, queridos hermanos, que perdone nuestras culpas para poder nosotros perdonar de corazón al hermano.
5. La misericordia es una exigencia de nuestra presencia en el mundo.
Nuestra presencia en el mundo encuentra también en la misericordia su sentido y su estilo. La Iglesia ha de mirar al mundo, como Dios lo mira, con misericordia, y su presencia en él ha de ser desde las entrañas de Dios que lo ha amado hasta el extremo de enviar a su Hijo, que se ha entregado para la salvación de los hombres. Los cristianos no podemos situarnos en la realidad sino desde la misericordia.
En esta presencia de misericordia quiero destacar el valor del diálogo. En nombre del Evangelio y con su fuerza hemos de crear espacios y vías de dialogo con el hombre y con el mundo. No podemos acoger el Evangelio y ser, al mismo tiempo, una Iglesia cerrada en sí misma. El Evangelio es diálogo sincero y paciente. El que dialoga clarifica y hace fuerte su identidad, al tiempo que la libera de las adherencias que la oscurecen y afean. La Iglesia no es enemiga del mundo, sino que lo ama como Dios lo ama. El mundo es el campo donde ha sido enviada a cumplir su misión salvífica, como lo hizo su Señor. Encarnarse en la tierra de los hombres no es aceptar ni asimilar sus pecados, sino liberarla de ellos por el amor y la misericordia. No se traiciona el mensaje del Evangelio ni la doctrina de la Iglesia porque se mire al hombre con misericordia y se le invite a participar de nuestra casa y nuestra familia. Tenemos que seguir soñando y trabajando por una Iglesia donde se contempla el rostro de Cristo y se intercede por todos los hombres; donde se celebra la salvación, y donde se vive la caridad como hijos y hermanos.
No se puede negar que vivimos tiempos recios, que nos reta una ola de relativismo cargada de concepciones deshumanizantes del hombre, y que no sabe poner en su sitio el bien y el mal, lo que está generando una violencia irracional que quiere cercenar la libertad y el respeto a los demás, y la incertidumbre que se ha instalado en nuestro corazón. Esta falta de fundamentos hace que buena parte de nuestros fieles vivan la fe con gran debilidad por falta de formación y compromiso, lo que se ve reforzado por una sociedad plural y sin grandes certezas ni convicciones. Vivimos en medio de una laicidad que ha optado por un laicismo que permite la existencia y presencia de las opciones creyentes si estas se viven en la privacidad de las casas y las sacristías. En esta sociedad respira nuestro pueblo y tiene que vivir la Iglesia. El momento presente, que es el Hoy de la salvación para nosotros, nos invita a trabajar por una verdadera diaconía social y cultural. Toda la riqueza de la Iglesia se vuelca en el servicio al hombre. «Al hombre en todas sus condiciones, en todas sus debilidades, en todas sus necesidades. La Iglesia se ha declarado casi la servidora de la humanidad» (Pablo VI. Homilía en la última sesión pública del concilio Vaticano II). Como nuestro Maestro, no hemos venido a ser servidos sino a servir y dar la vida.
Queridos hermanos sacerdotes, permitidme que me dirija especialmente a vosotros para pediros que renovemos cada día la gracia que recibimos por la imposición de las manos. Os quiero animar a seguir trabajando, sin desfallecer, en favor del pueblo que el Señor nos ha confiado, es el pueblo que Él ha rescatado al precio de su sangre. No perdáis, no perdamos, la ilusión ni el entusiasmo apostólico. Si nosotros la perdemos, ¿cómo la mantendrá nuestro pueblo? Nuestro lugar está en las comunidades que se nos han confiado, allí tenemos que vivir y allí tenemos que estar. Traigo otra vez las palabras de san Leopoldo Mandic: «Un sacerdote debe morir de fatigas apostólicas; no existe otra muerte digna para un sacerdote». Y todo esto será posible por la oración, por nuestra oración diaria y permanente, por el rezo del Oficio divino y por el encuentro personal con el Señor, por la celebración cotidiana de la Eucaristía y por la adoración. Sin olvidar nuestra comunión real y afectiva con la Iglesia; no podemos vivir al margen de la Iglesia, que si no formalmente, sí podemos hacerlo de hecho con nuestras actitudes y nuestras palabras.
Queridos hermanos sacerdotes, he tomado buena nota en mi corazón de lo que, en estos días pasados, decía el Papa a unos nuevos obispos en su consagración: «El primer prójimo del Obispo es su presbítero: su primer prójimo. Si tú no amas al primer prójimo, no serás capaz de amar a todos». Le pido a Dios que grabe esto en mi corazón para que lo recuerde y lo viva cada día. Y os pregunto a vosotros, ¿y quién es el prójimo de un sacerdote? ¿Acaso no será su hermano sacerdote al que ha de escuchar, acompañar, cuidar y ayudar? ¿Acaso será su pueblo al que ha de entregarse sin mirar el reloj ni la dificultad, con agrado y alegría? ¿Acaso será también el Obispo con el que está llamado a colaborar por designio de Dios? No nos cansemos nunca, queridos hermanos sacerdotes, de ser prójimos.
Imploremos la intercesión de María, nuestra Madre. «Dirijamos a ella la antigua y siempre nueva oración del Salve Regina, para que nunca se canse de volver a nosotros sus ojos misericordiosos y nos haga dignos de contemplar el rostro de la misericordia, su Hijo Jesús» (MV, 24).
+ Ginés García Beltrán
Obispo de Guadix