Homilía en el Día de Pascua

Homilía de Mons. Ginés García, Obispo de Guadix, en el Domingo de Resurrección.

HOMILÍA EN EL DÍA DE PASCUA

Guadix, 20 de Abril de 2014.

«Dad gracias al Señor porque es bueno,

porque es eterna su misericordia» (salmo 117)

Estas palabras del salmo de la Misa de Pascua expresan lo que hoy siente el corazón de la Iglesia entera, exultante de gozo por la resurrección de su Señor. Convocada al alba, el primer día de la semana, ha escuchado el anuncio gozoso: «No está aquí. Ha resucitado». Es verdad, el Señor ha resucitado. Dios ha dado la razón a su Hijo Jesucristo. La bondad de Dios llena la tierra y su misericordia pasa de generación en generación para recoger al hombre caído por el peso del pecado. Demos gracias a Dios que nos hace gozar, más aun, nos hace participes de la nueva vida de Cristo.

En la secuencia hemos cantado: «Primicia de los muertos, sabemos por tu gracia que estás resucitado; la muerte en ti no manda». Sí, mis queridos hermanos, sabemos por la gracia de Cristo que ha resucitado, que ha vencido a la muerte aniquilándola para siempre. Sólo la fe nos lleva a la resurrección. La resurrección es una cuestión de fe. Ante el misterio de la resurrección sólo cabe la mirada de la fe que es confianza en el poder y en la bondad de Dios; me fío de su palabra y en ella se fundamenta mi vida. Sabemos por pura gracia que el Señor ha resucitado, no es el resultado de las pesquisas humanas ni la conclusión a la que llega la razón. La confianza en el Crucificado y en su amor nos hace no perder nunca la confianza en la bondad de Dios. Somos hombres y mujeres de esperanza porque creemos en Dios que no falla, que siempre cumple sus promesas. No son necesarias las demostraciones para aquel que cree, es la fe lo que nos abre el horizonte de la salvación en el que se contempla que para Dios nada hay imposible, la muerte no tiene dominio sobre Él.

Nosotros, como María Magdalena, como Pedro y Juan, y como los creyentes de todos los siglos, somos testigos del Resucitado. Con la Iglesia toda, representada en el apóstol en Pedro, creemos en que Cristo ha resucitado, y como Juan, hemos visto y experimentado. Es una fe personal que brota de la propia experiencia de la resurrección, y a la vez se apoya en el testimonio de los discípulos de Cristo. Somos testigos por el testimonio de los discípulos del Señor. Seamos nosotros también testigos valientes para que otros puedan creer a través de nuestro testimonio. La fe cristiana es una fuerza contagiosa que llena el corazón del que siente la vida del Resucitado. Dios ha querido valerse de la debilidad de nuestro testimonio, como se valió de la debilidad de Jesús, para anunciar a los hombres que el mal no tiene la última palabra.

Ser cristianos, queridos hermanos, es ser testigos de la resurrección. Nos dice el Papa que «hay cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua» (EG, 6), y esto no puede ser. No podemos quedarnos en la Cuaresma; un Viernes Santo sin horizonte de resurrección mata al hombre y aborta su futuro. Nosotros miramos y vivimos los días de Semana Santa con los ojos fijos en este domingo, motivo de nuestra esperanza. No es posible un cristianismo sin resurrección. La falta de la Pascua mata al cristianismo porque lo priva de su sentido, lo deja sin vida. Sigue diciendo el Papa que la alegría «nace de la certeza personal de ser infinitamente amados, más allá de todo» (ibid.).

Hay dos invitaciones que se repiten en los relatos de la resurrección: el «no temáis» y la alegría. Son la consecuencia lógica y necesaria de la resurrección. El amor mata al miedo, el que ama no teme; el que no ama o no es amado, tiene miedo, el temor embarga su vida, huye. Cuántos hombres y mujeres en huida, que tiene miedo, miedo de los demás, miedo de Dios, miedo de sí mismos. La resurrección quita el miedo y llena nuestra vida y la vida del mundo de alegría. La alegría es un don y un fruto del Espíritu Santo. El corazón se llena de alegría al comprobar que las piezas del puzzler en las que muchas veces se convierte nuestra vida tienen encaje; lo que parece inconexo, sin sentido, ahora es una bella imagen que da sentido y belleza a la existencia.

Hemos de reconocer que, muchas veces, el alma humana se llena de un sentimiento de pesimismo destructivo: nada puede cambiar; nada va a cambiar, nos decimos. Esta no es una actitud cristiana: «Si pensamos que las cosas no van a cambiar, recordemos que Jesucristo ha triunfado sobre el pecado y la muerte y está lleno de poder» (EG 275). Jesucristo vive verdaderamente. «Su resurrección no es algo del pasado; entraña una fuerza de vida que ha penetrado el mundo. Donde parece que todo ha muerto, por todas partes vuelven a aparecer brotes de la resurrección» (EG, 276).

Queridos hermanos, la resurrección «es una fuerza imparable». Muchas veces parece que Dios no existiera; si miramos al mundo vemos como sobre él se ciernen sombras de muerte, parece que el mal lo domina todo, que ha vencido el diablo. Pero no es así. Dios ha vencido, el bien ha vencido. Somos criaturas para la vida y no para la muerte; aun en la muerte del mundo actúa la resurrección; en la corrupción de hombre viejo está brotando la vida. Como el sembrador pone la semilla en el surco de la tierra, así la vida del mundo está enterrada en esta tierra para un día dar fruto abundante.

Sólo desde esta convicción podemos ser misioneros. El mundo, la Iglesia, nuestras familias necesitan que seamos misioneros de alegría y esperanza. Cómo vamos a anunciar a Jesucristo sin una fe en su resurrección vivida en profundidad. La Iglesia y el mundo necesitan del testimonio de hombres y mujeres que anuncien el amor de Dios que transforma todo. Pensemos y revisemos nuestra actitud cuando anunciamos a Cristo. ¿Lo hacemos con alegría o con caras largas? ¿Lo proponemos o lo imponemos? ¿Es la fuerza de la certeza de la fe o la tradición? ¿Transmitimos teoría o vida?

La puerta del sepulcro está abierta, y Cristo no está en él. Hemos encontrado los signos de la resurrección que nos hablan, aun sin palabras, que Cristo ha resucitado. Aprendamos a mirar bien para ver las señales que nos dicen, en nuestro hoy, que Cristo ha resucitado. Siempre son signos sencillos, que pueden pasar desapercibidos: una persona, un gesto, una palabra, un silencio, una circunstancia que nos hablan de Cristo, el Señor, Resucitado. Si miramos bien, todo nos habla de la resurrección.

No permitamos, queridos hermanos, que nuestra vida, se convierta en una tumba cerrada. Hay muchas vidas que son verdaderas tumbas cerradas. Una vida cerrada es una vida banal. Corramos la piedra y salgamos al mundo, aprendamos a ver al Señor en el mundo y en los hombres. Una mujer, María Magdalena, nos dio la noticia más hermosa que nunca la humanidad haya escuchado: la certeza de que se puede morir para resucitar.

La resurrección es un hoy eterno que hace realidad ya, aquí y ahora, el destino definitivo del hombre y de la humanidad. El Obispo de Turín, San Máximo, escribía en el siglo IV: «Él es nuestro hoy: el pasado huyó, se escapó; el futuro desconocido no tiene secretos para él. Luz soberana, abraza todo, lo sabe todo, en todo tiempo está presente y lo posee todo». Todo está en Cristo. Todo nos viene de Él, en Él se fundamenta, y a su plenitud caminamos.

Santa María, Madre del Resucitado, nos acompañe siempre dándonos la alegría de su corazón gozoso al ver cómo el Hijo de sus entrañas ha resucitado de entre los muertos, y vive y reina, inmortal y glorioso por los siglos de los siglos. Amén.

+ Ginés García Beltrán

Obispo de Guadix

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