El llanto de Cristo: una rareza teológica en el himno del Cristo de la Fe de Diezma

Diócesis de Guadix
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La diócesis de Guadix es una sede episcopal sufragánea de la archidiócesis de Granada, erigida en 1492 y, según la tradición, procedente de la diócesis de Acci, fundada por San Torcuato en el siglo I. Su sede es la catedral de Guadix.

Hace pocos días hemos celebrado en Diezma las Fiestas del Santo Cristo de la Fe. Puede que sea porque es mi primer año en el pueblo, pero hay un elemento que me ha llamado la atención desde que el primer día de quinario los fieles de la parroquia cantaron el himno del Cristo de la Fe.

Me refiero a los versos que escribo en mayúsculas, y que constituyen el estribillo:

Santo Cristo de la Fe,

patrono de este lugar,

que es el amor de mi alma

desde que yo supe amar.

CUANDO YO PEQUÉ

MIS CULPAS LLORÓ.

SU LLANTO SERÁ EL PRECIO

CON QUE ME SALVE YO.

Santo Cristo de la Fe,

échanos tu bendición,

que todo el pueblo de Diezma

te lleva en el corazón.

Cuando yo pequé…

El elemento llamativo es que el texto del estribillo llama precio de la salvación al llanto de Jesús, dotando a sus lágrimas de un valor redentor o salvífico. Y esto, hasta donde yo sé, es una rareza teológica.

En la tradición de la Iglesia la teología del rescate se ha centrado habitualmente no en el llanto o en las lágrimas, sino en otros elementos de la Pasión y Muerte del Redentor, principalmente su cuerpo inmolado y su sangre derramada. Hay muchos textos del Nuevo Testamento y de la Tradición de la Iglesia que lo justifican o lo recogen:

«Esto es mi CUERPO, que se entrega por vosotros» (1 Cor 11, 24; Lc 22, 19)

«Bebed todos; porque esta es mi SANGRE de la alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados» (Mt 26, 28)

«En Él, por su SANGRE, tenemos la redención, el perdón de los pecados» (Ef 1, 7)

Cuerpo y sangre tienen en expresiones como éstas un claro valor metonímico («la parte por el todo») como símbolos del sacrificio total de Cristo, que es su proexistencia activa en favor de los hermanos que Dios Padre recibió como ofrenda agradable; ofrenda que culmina en la entrega amorosa hasta el extremo durante la Pasión y la Muerte. Además, la fe de la Iglesia reconoce en estos elementos, Cuerpo y Sangre de Cristo, un valor sacramental, y no sólo metonímico.

La religiosidad popular, además de a estos signos privilegiados de la Pasión, suele atender también a otros, también con valor metonímico pero carentes de entidad sacramental, y que aparecen, solos o en conjunto, en muchas manifestaciones del arte religioso de todos los tiempos: las heridas o llagas, los flagelos, las caídas, los clavos, la corona de espinas, la lanza, etc… que tantas veces vemos representados en lienzos, retablos, y cálices. Recordemos aquel conocidísimo canto popular que nunca falta en los Via Crucis de nuestras comunidades: «Por los tres CLAVOS que te clavaron, por los AZOTES tan inhumanos, perdónale, Señor […] por tus profundas LLAGAS tan crueles, por tus HERIDAS y por tus hieles, perdónale, Señor». El fundamento bíblico es también claro, no sólo a partir de los relatos evangélicos de la Pasión, sino también a partir de la profecía de Isaías, que en los llamados Cánticos del Siervo de Yahvé establece anticipadamente el valor redentor del sufrimiento del Jesús por el mecanismo de la tipología (especialmente Is 50, 4-7; 52, 13-53, 12).

Sin embargo, el llanto o las lágrimas, también como símbolos o resúmenes de la Pasión total de Cristo (yendo desde el texto del himno a su contexto natural e inmediato), son elementos muy poco frecuentes tanto en la devoción popular como en la tradición eclesiástica. Una rápida búsqueda en Internet nos revela una advocación en Córdoba, el Santísimo Cristo de las Lágrimas, y otra en Sevilla, Nuestro Padre Jesús de las Lágrimas; lo cual es claramente minoritario frente a otras advocaciones cristológicas y marianas (en el caso de la Virgen María, las advocaciones relacionadas con las lágrimas o el llanto sí son ciertamente frecuentes, y como elemento iconográfico nunca faltan las lágrimas en las mejillas de las Vírgenes Dolorosas o de las Titulares de las hermandades penitenciales).

El fundamento bíblico del llanto de Cristo se puede rastrear a partir de la carta a los Hebreos:

«Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con LÁGRIMAS, presentó oraciones y súplicas al que podía SALVARLO de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial» (Heb 5, 7)

Pero incluso el gran biblista Albert Vanhoye, especialista en la carta a los Hebreos, parece ignorar en su exégesis las lágrimas de este versículo, quizá pasándolas por alto como una simple redundancia estilística, centrándose sin embargo en los gritos, en ese «grito poderoso» (traducción literal del texto griego) que Vanhoye relaciona con el fuerte grito del Calvario del evangelio de Marcos: «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado» (Mc 15, 34). En cualquier caso, el carácter metonímico de estos elementos queda claramente defendido por Vanhoye: «Así, pues, la intención [del autor de la carta a los Hebreos] no es, por lo visto, recordar un episodio concreto de la pasión de Cristo, sino más bien evocar toda ella en su conjunto» (cf. Albert Vanhoye, «Sacertotes antiguos, sacerdote nuevo según el Nuevo Testamento», Salamanca 2002, p. 136-138).

Curiosamente el texto mismo del himno hace notar en cierto modo el carácter singular de esta referencia a las lágrimas del Señor: el estribillo, con una extraña combinación de versos de seis y siete sílabas que recuerda vagamente la seguidilla gitana, rompe la regularidad métrica de las cuartetas de las dos estrofas, cuyo texto es, por cierto, mucho más convencional a nivel de contenido. Por su parte, la música también destaca esta poco frecuente soteriología de las lágrimas: mientras que las dos estrofas se desarrollan en la escueta gama musical de un intervalo de quinta justa (con semifrases en intervalos de cuarta) que procede por grados conjuntos, el estribillo se inicia con un salto de sexta mayor y se extiende después a lo largo de una escala ascendente que alcanza la octava hasta en dos ocasiones, la primera en la palabra «lloró».

Por todo lo expuesto creo que se trata de un elemento de gran singularidad, y que se conserva desde tiempo inmemorial en el canto de los fieles del pueblo de Diezma.

Pablo Rodríguez Cantos,

Administrador parroquial de Diezma

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