Juan Luis García es un sacerdote de la diócesis de Guadix que ha comenzado una nueva etapa en su vida como capellán castrense. Comenzó en septiembre y, en enero, ya marchó a su primera misión internacional, con la OTAN, en Turquía, que termina en julio. En el periódico Ideal de Granada le han hecho un reportaje sobre su nueva tarea pastoral con los militares y entre el ejército. Reproducimos aquí ese reportaje.
A sus órdenes, mi páter
Ochenta capellanes prestan sus servicios en las Fuerzas Armadas. Juan Luis García, un cura de Guadix desplegado con la OTAN en una base turca, es uno de ellos
Acababa de cumplir 8 años, sus padres estaban separados y no eran creyentes, y la abuela era la única que se preocupaba de hablar al chaval de Jesús. Sólo gracias al empeño de la mujer y a la manga ancha de un cura que pasó por alto que los padres del niño no pisaran la iglesia, pudo hacer la primera comunión. Fue la abuela quien le dijo que ese día, cuando comulgara, cerrara los ojos y pidiera el regalo que quisiera porque el cielo se lo concedería. Así que él rezó para que sus padres se juntaran de nuevo. Era el 26 de mayo de 1985. Cinco años después aquel matrimonio roto volvió a recomponerse y hasta le dieron un hermanito. Dios se hizo de rogar, pero no dejó mal a la buena señora. «Lo más bonito fue que se rehízo la unidad familiar. Que mi madre perdonara a mi padre fue hermoso, pero que sus suegros le acogieran de nuevo sin rencores y con los brazos abiertos, ¡eso sí que fue milagroso!».
Aquel niño se llama Juan Luis García Rodríguez, tiene ahora 42 años, lleva 16 ordenado sacerdote y desde hace cinco meses es el páter (así se conoce coloquialmente a los religiosos que prestan sus servicios en el Ejército) de un contingente español desplegado con la OTAN en la base aérea de Incirlik, cerca de Adana, al sur de Turquía. Más que en las casualidades de la vida, este granadino de Guadix cree firmemente en la causalidad y, como él dice, en la providencia de Dios, «que va haciendo todo para que el ser humano pueda cumplir con lo que Él quiere».
Del mismo modo que a los 8 años se cruzó con aquella promesa de su abuela que cambió el rumbo de su vida (pues a partir de entonces empezó a acariciar la idea de convertirse en cura), fue otra «providencia» la que le llevó a acabar compaginando la sotana con el uniforme.
Juan Luis era el típico párroco de pueblo, con sus clases de Religión en el instituto local, sus catequesis camperas para acercar la figura de Cristo a los jóvenes del Fortnite y el Instagram, con su pastoral de matrimonios y su irreductible corro de viudas y beatas fijado al ADN de las iglesias rurales. Era un cura feliz con vocación de servicio las 24 horas del día a cualquier vecino que le requería para buscar consuelo, reconfortar enfermos u oficiar bodas y funerales. Huéscar y Puebla de Don Fadrique, dos tranquilas localidades del norte de Granada con inviernos glaciales y veranos tórridos, fueron sus destinos antes de convertirse en capellán castrense, uno de los ochenta que hoy forman parte de las Fuerzas Armadas. Nuestro cura, que ni hizo la mili (pidió prórrogas de estudios y luego dejó de ser obligatoria) ni proviene de familia de militares, se cruzó por casualidad con otro páter que acudió a su parroquia a casar a un teniente. «Antes de la misa hablamos un rato y le pregunté en qué consistía su acción sacerdotal pensando que me resultaría bastante anodino. Mi sorpresa fue que conforme hablaba me quedé impresionado por toda la actividad que desarrollaba y por la pasión con la que vivía su sacerdocio entre los militares. Justo por aquellos días –prosigue–, un amigo mío de la época del instituto me llamó para decirme que había ingresado en el Ejército y que le había hablado a su páter de mí. El caso es que nos puso en contacto y un día fui a visitarle a la base aérea de Armilla, en Granada, donde estaba destinado como capellán coronel. Fue la primera vez que conocí el mundo militar y reconozco que ese primer contacto fue tan bueno que salí decidido a pedirle permiso a mi obispo (el de Guadix) para que me dejase ingresar como capellán de las Fuerzas Armadas Españolas».
Con el visto bueno de su jefe, Juan Luis se preparó las oposiciones y el año pasado aprobó los exámenes de ingreso, que incluyen pruebas médicas y psicotécnicas. En septiembre fue destinado a una base de Artillería en Sevilla en la que apenas ha permanecido cuatro meses, los justos para aprender el argot militar y distinguir a un coronel de un comandante mirándole la galleta bordada en la pechera. En enero fue enviado por el Arzobispado Castrense (el que mueve a este ‘ejército’ de sotanas) a Turquía. Sólo recibió una orden: «Gasta zapatilla». O sea, habla con todos los soldados, creyentes o no, y estate disponible siempre.
Seis meses fuera de casa
Las misiones en el extranjero duran seis meses, así que Juan Luis regresará a su cuartel sevillano en julio. Luego, le pueden volver a mandar a cualquiera de los destacamentos internacionales: Líbano, Irak, Malí, el ‘Juan Sebastián Elcano’, la fragata ‘Navarra’ (que lucha contra la piratería en el Índico dentro de la Operación Atalanta) o la fragata ‘Méndez Núñez’, integrada hasta hace unos días en el grupo de combate del portaviones norteamericano ‘Abraham Lincoln’, que navega rumbo a Irán.
Como capellán, el sacerdote accitano tiene el grado asimilado de capitán y en la guerrera luce sus galones con las tres estrellas de seis puntas (rodeadas de un círculo por ser clérigo) junto al emblema del Arzobispado Castrense, una cruz orlada por dos ramas de laurel. En la base turca, que comparten con tropas de otros países, es uno de los oficiales españoles de mayor rango, con lo que cada pocos pasos hay un ‘armario’ con botas cuadrándose ante él, un modesto curita que no mandaba ni entre las palomas que le tenían el campanario de Puebla de Don Fadrique hecho unos zorros. «A sus órdenes, mi capitán» o «A sus órdenes, mi páter» es una frase que escucha con frecuencia. «La primera vez impone, pero luego te vas acostumbrando. Cuando estás dentro descubres que el saludo no se trata de ver quién manda, sino que es un gesto que potencia las virtudes militares, la educación, el respeto y el compañerismo», ilustra el capitán García.
Prácticamente durante toda su jornada viste con el ‘mimeta’, como llama al uniforme, y sólo se enfunda la sotana en la misa diaria que oficia a las siete de la mañana en una pequeña camareta habilitada como oratorio, y en celebraciones de Semana Santa y Navidad. Su día a día junto a los 130 militares de la base incluye gimnasia, maniobras, prácticas de tiro… actividades complicadas para ejercitarlas envuelto en una túnica. «El ‘mimeta’ es más cómodo y fácil de limpiar, pero sobre todo es más seguro porque no se engancha y evita caídas», explica Juan Luis, que se compadece de sus colegas de las fragatas, a los que imagina tratando de manejarse con la sotana en pleno balanceo de un temporal.
Juan Luis recuerda perfectamente el día en que le asignaron su fusil de asalto HK G36 (el que jubiló al Cetme) y su pistola de combate, y le pusieron a disparar a cien metros de distancia contra esas dianas con forma de ‘enemigo’ que la tropa utiliza para entrenarse. «¡Imagínate, me quedé perplejo!». Tanto que se lo comentó a su coronel. La respuesta del superior se le ha quedado grabada: «Claro que sí, páter, tienes que aprender a disparar bien para que, en caso de que tengas que usar las armas, si no para defender tu propia vida sí, al menos, defiendas las de tus compañeros».
En los ejercicios de tiro le han enseñado a disparar a puntos no vitales con idea de herir y no de matar. Y aunque confía en no tener que entrar nunca en el cuerpo a cuerpo, llegado el caso no dudaría en apretar el gatillo. Avisa, eso sí, que es «muy malo», que si apunta a la pierna puede dar a la nada o al corazón, así que ¡todos a tierra, que viene el páter!
Como religioso, confiesa que ha tenido problemas de conciencia que, «gracias a Dios», ha superado, y que esos dilemas morales también asaltan a algunos soldados que acuden a él para buscar unas veces respuestas, otras confort espiritual y otras muchas una palabra de aliento o un hombro en el que apoyarse. «La distancia con España y la familia hace que se pueda agrandar cualquier problema personal y siempre es bueno contar con alguien que te oiga». Cuando la duda es sobre matar al enemigo, él, sin querer hacer de psiquiatra, les habla de la legítima defensa «y de que es un derecho y un deber defenderse si de ti depende la vida de otros. No hace mucho leí que un soldado tuvo que disparar a un niño de seis años que sujetaba una granada y que ese soldado todavía podía ver los ojos de aquel niño. Tiene que ser durísimo, pero si sabes que has salvado muchas vidas, quizás acuses menos el golpe».
– ¿Y dónde queda páter lo de poner la otra mejilla que dice el Evangelio?
Un militar en las ofensas personales debe «poner la otra mejilla» cómo cualquier cristiano pero en lo que se refiere a su trabajo y siempre en la defensa del bien común, puede y a veces debe usar las armas. Por eso cuando unos militares le preguntaron a Jesucristo qué tenían que hacer para salvarse no encontraron en Él (que es una Persona pacífica) una discurso pacifista sino que les dijo: «contentaos con la paga y no hagáis extorsión a nadie».
José Antonio Guerrero
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