Un cristiano

Por su interés, publicamos este artículo remitido a la Redacción del Secretariado de Medios de Comunicación del Arzobispado de Granada.

Juro que hoy he visto a un verdadero cristiano. Ha ocurrido esta mañana, de repente, en el pasillo de un edificio. Se le notaba fatigado: tenía los ojos henchidos por el sueño y el pelo muy blanco sobre el arco de la espalda. No obstante su cansancio físico, me di cuenta, una paz extraterrestre serenaba los rasgos de su rostro, lleno de invisibles escupitajos.

Yo lo conozco. Han sido varios años en los que he tenido el privilegio de estar a su lado, siendo sostenido por sus palabras y ayudado siempre que se lo he pedido. Eso sí: es imperfecto, les advierto. A veces, por ejemplo, tiene muy malas pulgas y emplea con maestría un afilado sarcasmo; y además, que me disculpe, es un poco torpe con el coche. Es humano, está claro, menos mal; pero a su lado he descubierto una entrega sincera a los hombres y a una Iglesia más ancha de lo que uno se piensa, cuya justicia es muy distinta a la de los hombres, que no es otra que la de la guillotina y el cadalso.

Digo verdadero cristiano, sí, porque en él he visto estas semanas la imagen de aquel hebreo que da nombre a su secta. Porque igual que su maestro, el hijo del carpintero, está siendo fustigado por los de Roma y también por los de su propio pueblo; calumniado por algunos que se dicen cristianos, aunque yo sospecho que sólo tienen el nombre porque por sus frutos los conoceréis y porque les gusta dividir, que eso lo hace otro con ropas de eremita y largas pezuñas. Sobre todo porque no responde al mal con el mal, esto es, porque ama a sus enemigos, que no es ternura ni sentimentalismo ni fuerza de los puños, sino don que desciende de lo Alto. Sólo eso y no la cantidad de medallas pastorales y simpatías cosechadas entre el clero es el principal distintivo del que murió en un madero crucificado, en un monte con nombre de hueso, en la ciudad populosa. Ese mismo hombre que no vino a paliar el hambre material ni a tunear este mundo ruinoso cuyo príncipe, dicen los más exagerados (los «ultraconservadores», qué risa), es el mismo que he nombrado antes con ropas de santo y largas pezuñas. Vino, según las Escrituras, a recuperar al hombre que sufre por el pecado (no falta ni yerro ni torpeza, sino Pecado) y a redimensionarlo colmando la vasija de lo humano de un amor sobrehumano cuya máxima expresión es la de su cuerpo desangrado, con los brazos abiertos, frente a sus asesinos. Un amor muy serio, lejos de ternuras occidentales. Este amor concreto, histórico y no abstracto que transforma al que lo acoge lo estoy viendo en la vida de este hombre del que os hablo, manso y mudo frente a los que lo ridiculizan sin descanso.

Hoy he visto a un verdadero cristiano. Se llama Javier Martínez, y es mi arzobispo.

Jesús Montiel López

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