Comentario al Evangelio del II domingo de Cuaresma

De la Pastoral Bíblica de la Archidiócesis de Granada, para el domingo 25 de febrero de 2024.

PRIMERA LECTURA: Gn 22,1-2.9a.15-18

En la primera lectura del Génesis, el relato que nos propone hoy la liturgia es, sin duda, uno de los episodios más duros e incomprensibles de la historia de la salvación: el mandato del Señor a Abraham de ofrecer a su hijo Isaac, el hijo de la promesa, en sacrificio. Es posible que detrás de este texto encontremos la praxis de las religiones de otros pueblos de ofrecer sacrificios humanos a los dioses, aunque la revelación bíblica siempre se desmarcará de esas prácticas (Lv 18,21; 20,2-5). Constatamos que con este hecho Dios pone de nuevo a prueba a Abraham. Es llamado a salir de su tierra, al igual que al inicio de su vocación (Gn 4,1-4), e ir al lugar que Él le indicará. En la primera llamada el Señor le pide que abandone su pasado, ahora le pide que renuncie a su futuro: “Toma a tu hijo único, al que amas, a Isaac, y vete a la tierra de Moria y ofrécemelo allí en holocausto en uno de los montes que yo te indicaré” (Gn 22,2). La petición del Señor resulta cruel para el lector: ¿cómo ofrecer un hijo en sacrificio? Sin embargo, no sólo está en juego la cuestión afectiva de un hijo, sino también la promesa de la descendencia. La narración llega al culmen de la tensión cuando Isaac interroga a su padre: “Aquí está el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?” (v. 7). A Abraham se le conmueven las entrañas ante la pregunta de su hijo y con el corazón partido poniendo en manos de Dios aquello que no comprende sólo es capaz de decir: “Dios proveerá” (v. 8). La respuesta está marcada por la impotencia, aunque también por la convicción profunda de que está en las manos de Dios. Abraham renuncia a la lógica humana, y prueba que su fe es auténtica, ya que se apoya únicamente en Dios.

Tras la realización del viaje y la superación de la prueba, Yahvé renueva la promesa de la bendición con un juramento (22,15-18). Así lo canta el Benedictus recogido en el evangelio de Lucas que se proclama cada mañana en Laudes en la Liturgia de las horas: “… recordando su santa alianza y el juramento que juró a nuestro padre Abraham” (Lc 1, 72-73).

SEGUNDA LECTURA: Rm 8,31b-34

El tema central de esta carta, considerada la obra maestra del apóstol de los gentiles, es la salvación ofrecida gratuitamente a todos, judíos y gentiles, por la fe en Cristo, único salvador. Nuestro texto pertenece al cuerpo de la carta en que el apóstol presenta la naturaleza de esa justificación-salvación (5-8), y en él explica en qué consiste el don recibido por la fe: ahora hemos sido salvados en esperanza, en el futuro seremos plenamente salvados. En Dios no hay improvisación. Todo responde a un plan, trazado antes de la creación del mundo y pensado para nuestro bien (8,28-30): hemos sido hechos hijos de Dios en Cristo. Si Dios está a favor nuestro, nada puede abortar su plan (8,31-34). Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros? (8,31b).

EVANGELIO: Mc 9,1-9

La escena del evangelio se sitúa en el camino. El primer y desconcertante anuncio que Jesús ha hecho de su muerte y resurrección (8,31) provoca una reacción de rechazo en Pedro que llevará al Maestro a llamarlo Satanás. En este contexto incómodo, Jesús toma a los tres discípulos más allegados: Pedro, Santiago y Juan, que han sido llamados al inicio del evangelio (1, 16-20) y serán testigos de su sufrimiento en Getsemaní (14,33), y los conduce a un monte

En el monte algo misterioso ocurre. Jesús se transfigura, su rostro resplandece como el sol y sus vestidos se vuelven blancos luminosos. El Maestro aparece así sumergido en la esfera divina cuya simbología viene dada por la luz. El rostro brillante, evocación al rostro transfigurado de Moisés tras contemplar a Dios cara a cara (Ex 34,29-35) y los vestidos blancos luminosos constituye lo propio de los justos que pertenecen a ella (Dn 7,9; Mt 13,43). En medio de esa fascinante escena que deslumbra a los discípulos, dos grandes figuras del Antiguo Testamento aparecen conversando con él, dialogando y sosteniendo su misión: Moisés, mediador entre la revelación de Dios y su pueblo y Elías, símbolo de la profecía por excelencia.

En ese contexto se hace presente la nube, símbolo del Dios itinerante que acompaña a su pueblo como asistencia y protección durante el camino por el desierto (Ex 16,10; Ex 40,35), de la que irrumpe una voz: “Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo” (9, 7). En medio de esa experiencia numinosa, la voz recuerda la identidad y la misión de Jesús ya anunciada en su bautismo (1,11) y exhorta a escucharlo, a abrirse al mensaje que trae, pues es el verdadero profeta que habla de parte de Dios (Dt 18, 17). Con ello, el Padre invita a Pedro, Santiago y Juan a que realicen su camino de discipulado, que no es otro que el de la escucha de la Palabra de Jesús para llevar a cabo su mensaje.

Tras la extraordinaria experiencia, el silencio se hace presente y los discípulos no ven a nadie más que a Jesús con ellos. El momento extraordinario da paso al tiempo ordinario. Jesús les manda callar hasta que llegue la plenitud de la Resurrección de Jesús, lo que se ha denominado en el evangelio de Marcos, el secreto mesiánico.

ACTUALIZACIÓN: ¡ESCUCHADLO!

La escucha es el centro de la espiritualidad bíblica. Para un judío escuchar no consiste en percibir los sonidos a través del oído para que el nervio auditivo los lleve al cerebro y los haga inteligibles. La escucha a la Palabra de Dios implicaba llevar a cabo lo escuchado, obedecer la palabra pronunciada por el Señor.

Con estas palabras que proclama la voz desde la nube, símbolo de la presencia de Dios que acompaña al pueblo por el desierto (Nm 9,15-23), el Padre está reconociendo en Jesús al profeta del libro del Deuteronomio, en cuyos labios ha puesto sus palabras, de forma que toda palabra que sale de Él es palabra de Dios Padre: “Les suscitaré un profeta como tú de entre sus hermanos; y pondré mis palabras en su boca; él les hablará cuanto yo le ordene. Si alguno no escucha las palabras que hablará en mi nombre, yo le pediré cuentas” (Dt 18, 18). Jesús es acreditado por el Padre. Escuchar sus palabras, será escuchar Palabra de Dios. Al igual que en el Antiguo Testamento escuchar implicaba obedecer la Palabra de Yahvé, ahora se nos invita a llevar a cabo las palabras de Jesús. Eso será construir la casa de nuestra vida sobre roca: El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca (Mt 7,24). Nada podrá destruirla.

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