Homilía en la Solemnidad de San Cecilio, patrón de la ciudad y de la Archidiócesis, en la Abadía del Sacromonte, con la participación de las autoridades civiles y militares de la ciudad y el pueblo cristiano.
Queridísima Iglesia del Señor, pueblo santo de Dios, Esposa de Nuestro Señor Jesucristo;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
seminaristas;
Junta Directiva y miembros de la Hermandad;
Excelentísimo Sr. Alcalde;
Excelentísimo ayuntamiento;
Autoridades civiles y militares que nos acompañáis en esta mañana;
Queridos hermanos y amigos todos:
El género (no se si decir literario), el contenido del mensaje cristiano, el más fundamental siempre, no tiene la forma ni de un discurso moral, ni de una lección magistral de ninguna clase; tiene una forma esencialmente de testimonio. Los Evangelios son, ante todo, un testimonio, de los evangelistas y de la Iglesia, cuya tradición ellos recogen. San Juan lo dice expresamente: «De lo que hemos visto damos testimonio y nuestro testimonio es verdadero».
La Carta de San Pablo que acabamos de leer es un perfecto ejemplo de cómo las mismas cartas del Nuevo Testamento son, ante todo, testimonios de lo que ha acontecido en su vida. San Pablo hace referencia incluso a esa vida suya en algún momento: antes perseguidor de la Iglesia, después cómo el encuentro con Cristo cambió el corazón y el alma de aquel fariseo, hijo de fariseos y bien educado en las tradiciones rabínicas y en la ley judía, para hacerle un heraldo de Cristo justamente dando testimonio de quién había sido Cristo en su vida.
A mí, en este día de San Cecilio, y justo cuando recordamos, como tantas veces lo hemos hecho ya, los orígenes de nuestra tradición cristiana sabiendo que muchas de las cosas que rodean la figura de San Cecilio, en la medida en que están vinculadas a los Libros Plúmbeos, hay que leerlas con el modo de decir las cosas que tienen los textos orientales y, por lo tanto, hay que entenderlos propiamente y no como si fueran documentos, reportajes gráficos o reportajes históricos que hay que leer al pie de la letra, sino entenderlos, y yo creo que su mensaje es bien sencillo y bien bello, y este lugar. Pero la memoria de San Cecilio, al menos el nombre, es mucho más antigua que los Libros Plúmbeos y podemos, en todo caso, recordar los orígenes de nuestra tradición cristiana y lo que esa tradición significa, y la belleza que esa tradición tiene y la gratitud por tenerla. Y ahí yo quiero daros, sencillamente, mi testimonio.
Yo he nacido en una familia cristiana, sencilla, normal, mis padres eran emigrantes del norte de España que con muy pocos años (17 tenía mi madre cuando se fue a vivir a Madrid y a servir, como se decía entonces; hoy se dice a limpiar casas o a cuidar ancianos, en fin, de alguna otra manera), ella se fue a servir. Y en esa familia humilde, creyente, pero en la que tampoco eran especialmente beatos, en el sentido que estaban a todas horas en… (o lo que la gente llama beatos, entendedme), yo empecé a asistir, a ir con más cercanía a la parroquia del barrio donde vivíamos, en Argüelles, porque supe que en aquella parroquia había un futbolín y al lado de mi casa había otro futbolín pero estaba en una taberna y a mí no me dejaban entrar, y aquello costaba mucho; era un sacadineros lo del futbolín y mi familia era humilde. Y tampoco los taberneros, que eran amigos de mis padres, me dejaban entrar allí. Total que cuando supe que en la parroquia había un futbolín yo me fui a la parroquia a jugar con otros chicos allí al futbolín por la tarde. Allí conocí a un buen sacerdote, que nos enseñó, nos abrió el camino de desde ayudar en misa hasta pasarlo bien en una excursión, hasta aprender cantos y, desde luego, jugar al futbolín (hacíamos unos campeonatos fantásticos de futbolín y de pin pon). Y un día volví a mi casa diciendo ‘yo quiero ser como D. Esteban’. Y en el Seminario donde yo me formé (…). Alguna vez lo he expresado yo. Estudiando literatura a los 17 o 18 años, o así, tuve la ocasión de leer «La Regenta» y muchas veces he dado, en privado y en público, gracias a Dios por haber conocido una Iglesia que no era como la de «La Regenta», es decir, por haber crecido en una Iglesia oxigenada, donde la vida se vive a la luz del día y se vive de una manera transparente, fresca, con mucha alegría, donde uno no se avergüenza jamás de lo que es, porque lo que es no es nunca mérito de los esfuerzos ni de los trabajos de uno, sino una gracia de Dios preciosa que ha recibido y de la que deseas que los demás participen porque quieres que participen de tu propia alegría, de la novedad de vida que tú has encontrado.
En aquel Seminario en el que yo viví no teníamos las puertas cerradas a nada. Yo recuerdo perfectamente los cursos de cine en los que veíamos el cine de Bergman y el de Pasolini, además de ver el de John Ford (…), y otros directores de distinto tipo. Por ejemplo, hacíamos obras de teatro y nosotros estrenamos en España (y lo puedo decir aunque fuera una celebración relativamente privada, porque venía gente e incluso venía en aquella época que estaba empezando Televisión Española; venía Televisión Española a grabar aquellas obras de teatro que hacíamos en el Seminario, desde poner autos, algún auto medieval y algún auto sacramental de Calderón, como «La Hidalga del Valle», por ejemplo, hasta haber estrenado realmente en España «Madre Coraje» de Bertolt Brecht o (…) o «La Alondra» de Anouilh).
Yo en aquel Seminario leí a Unamuno, leí a Sartre, leí a Camus; se me enseñaba sencillamente que la fe cristiana cuando uno se había encontrado con Jesucristo podía afrontar cualquier realidad del mundo, no para discutir con ella ideológicamente, sino para acoger lo que de verdad hay en cualquier posición humana, y con afecto y con amor poder si las personas quieren, iluminarla desde Jesucristo. A mí se me enseñó que la libertad era un bien sagrado, intocable, que el Evangelio se extendía por la belleza de la vida de quienes lo vivían y, sencillamente, por el atractivo que esa forma de vida tenía para los hombres, no a base de comer el coco a nadie, no a base de perseguir a las personas y tratar de hacer prosélitos a toda costa, no a base de achuchar. Y también se me enseñaba que la verdad era lo más importante. Nunca se me forzó –yo creo que, por mi forma de ser, si alguien me hubiera como impulsado a ser sacerdote, seguramente, por espíritu de contradicción o por mi sangre asturiana, a lo mejor hoy no lo sería-, sino que siempre me dijeron ‘lo que Dios quiere para ti es lo que va a cumplir tu corazón, tus anhelos más profundos, tus esperanzas más profundas, lo que te hará más feliz, y eso lo tienes que ver tu delante de Dios, sólo procura no engañarte, porque la mentira siempre es un camino que nos empequeñece y nos destruye, y la verdad es un camino que engrandece a los hombres’.
Dios mío, he dado muchas gracias porque mi experiencia de la Iglesia fuera ésa, a lo largo de mi vida, desde el comienzo de mi adolescencia. Y aún hoy yo deseo con toda mi alma. Yo creo que lo que el Concilio intentó; lo que Juan Pablo II mostró de una manera desbordante en su ministerio con sus cualidades personales; lo que Benedicto XVI ha enseñado con una forma de ser absolutamente diferente y ha enseñado en unos escritos que nos sostienen en esa conciencia; y lo que el Papa Francisco está promoviendo ahora mismo como reforma de la Iglesia, como reforma de la Curia, tiende a eso, que es a lo que nos invita también la fiesta de hoy. Recordar los orígenes de nuestra tradición cristiana es recordar el centro de esa tradición y tenemos que dejar caer muchas escamas y sin ninguna nostalgia de pasados (de pasados, además, no siemp
re claros y, a veces, bastante oscuros y bastante decadentes). Volver al centro de nuestra fe.
¿Cuál es ese centro? Lo que dice una lectura que sale en la noche de Nochebuena: «Ha aparecido la Gracia de Dios y su amor a los hombres». Y la experiencia de esa Gracia, la comunión entre nosotros, que cuando la acogemos crea esa Gracia, es lo que nosotros podemos ofrecer al mundo. Y ofrecerlo con humildad, con sencillez, pero sin ningún tipo de complejos, porque no estamos ni imponiendo nada ni ofreciendo nada de lo que tengamos que avergonzarnos, sino ofreciendo aquel don que hace posible que la humanidad, en lo que tiene de humana y en lo que tiene de más auténtico, pueda florecer.
Recojo unas palabras que he recogido otras veces de la primera intervención pública de Benedicto XVI, cuando decía: «Jesucristo no nos quita nada. Jesucristo cuando lo acogemos en la vida nos permite ser nosotros mismos en plenitud».
Mis queridos hermanos, a lo largo de la historia de la Iglesia ha habido momentos en los que la Iglesia ha hecho resplandecer preciosamente esa verdad en la multitud de sus santos y ha habido momentos de decadencias terribles. Sospecho que muchos de vosotros, imagino que muchos de vosotros habéis seguido la serie «Isabel», y uno ve aquella Iglesia paganizada y alejada sencillamente del corazón de su fe, que provocó la reforma del Concilio de Trento, reforma a la que está ligada la historia de esta Casa y la construcción de esta Casa, cuyo motivo más profundo a mí me parece que detrás, repito, de todas las leyendas y todas las historias de los Libros Plúmbeos, se trataba de curar las heridas entre dos pueblo que habían vivido llenos de odio y matándose, como eran los moriscos y los colonizadores castellanos, y el Sacromonte trató de establecer un puente y de ser un lugar de estudio, que está muy vinculado. La obra San Alfonso María de Ligorio recuerda la vida del fundador del Sacromonte y la pone al lado de los grandes santos de la España del siglo XVII, justo al lado de los esfuerzos evangelizadores de San Juan de Ávila, de los reformadores como Teresa de Jesús o como Juan de la Cruz, y como tantos otros.
Pero en este contexto de Andalucía, San Juan de Ávila y el origen del Sacromonte están muy cerca el uno del otro, y están muy cerca también como conciencia de que es necesario volver a educar en cuál es la esencia de la fe, e incluso el Sacromonte trataba de promover una música litúrgica y una celebración de la liturgia más sobria que el Barroco, que estaba en ese momento empezando a florecer y que, a veces, hacía difícil a los fieles entender ni siquiera los cantos que se cantaban, por la multiplicidad de las voces o por los preciosismos y los virtuosismos a los que entregaban los cantantes en aquel momento y que formaban parte de aquella paganización del mundo cristiano.
Yo creo que desde el Concilio Vaticano II (…) el esfuerzo claramente del Papa Francisco es reformar la Iglesia. ¿Reformarla, cómo? Volviendo. La Iglesia no se reforma adaptándola, adaptando la fe o adaptando las costumbres de la Iglesia a las costumbres del mundo. No, no se reforma mundanizándose. Se reforma volviendo a la esencia del acontecimiento cristiano: la Gracia de Dios, que abre nuestro corazón a la verdad y al amor; una cultura de la verdad y del amor. Así es como definía muchas veces San Juan Pablo II la tarea que la Iglesia tenía que hacer, y yo creo que en nuestra Diócesis, también con lo que hemos estado viviendo y estamos viviendo, es para nosotros, ante todo, una llamada a los orígenes, una llamada al centro de nuestra experiencia cristiana, una llamada a la conversión y a la purificación. Necesitamos reformar nuestras vidas. Necesitamos que no hayan demasiados oropeles que distraigan de lo que es el anuncio de Jesucristo. Y el anuncio de Jesucristo es nuestra vida.
La vida de todo ser humano es sagrada a los ojos de Dios. Y de todo ser humano, todo a lo largo de su vida, desde el instante de su concepción hasta su muerte natural. Y es sagrado a los ojos de Dios porque el Hijo de Dios ha derramado su Sangre por nosotros. Y entonces, la actitud de un cristiano es, fundamentalmente, como fruto de la Gracia, y sin separarlo de esa Gracia un amor a lo humano, a todo lo humano, a todo lo constitutivamente humano. Uno de los nombres que Jesús tenía en la Iglesia antigua era «amigos de los hombres». Lo hemos olvidado. Después, eso se ha secularizado: la palabra «filantropía», que es lo que significaba. Pero Jesús era llamado por los cristianos de los primeros siglos el «amigo de los hombres». A mí me parece una expresión preciosa para expresar lo que es el fruto de la vida cristiana, especialmente de los más débiles, de los más necesitados, de los enfermos, no de los estatus sociales y en la misma vida de la Iglesia, no la búsqueda de puestos, sino, sencillamente, la búsqueda de «el que quiera ser el primero entre vosotros que se haga el último de todos, que se haga el servidor de todos»: ésa es la grandeza cristiana. Y ésa es la misión de quienes somos sacerdotes: servir, servir, servir a la alegría que brota de la Gracia; cuando los hombres, cuando el corazón del hombre se encuentra con la Gracia brota una vida nueva llena de verdad, llena de amor y de misericordia por la condición humana, repito, por todo lo humano, desde la familia, los intercambios comerciales, la vida económica, la misma vida de la «polis», hecha de afecto de cooperación hacia un bien que sea bien de todos, que es lo que ha llamado la tradición cristiana «bien común». Pero también de todos los hombres, de los amigos y de los enemigos. Justo porque el cristianismo no es una ideología se puede amar, también. Nos lo dijo el Señor: ‘Si sólo amáis a los que os aman, qué mérito tenéis’. También a los enemigos, y a veces no es fácil, desde luego no es fácil. Y a veces no es fácil encontrar la respuesta, pero tampoco importa la respuesta; importa simplemente que nosotros estemos edificados sobre la verdad y sobre el amor.
Mis queridos hermanos, yo, en este día de San Cecilio, le pido al Señor, para mí y para toda la Iglesia de Granada, que podamos acercarnos a esa verdad de Cristo; y esa verdad es de tal manera condición de una humanidad floreciente, de una humanidad buena, que vale la pena hasta dar la vida por ella, hasta dar la vida por esa Gracia. Una palabra del Salmo dice «Tu Gracia vale más que la vida». San Pablo, en la lectura de hoy, nos recordaba «Yo quería daros no sólo el Evangelio, sino hasta mi vida misma».
Puedo deciros que en mi relación con el pueblo que el Señor me ha confiado esa actitud está grabada a fuego en mi corazón. Yo quisiera daros el Evangelio, claro que sí, a todos, y que llegara a donde más posible y si tuviera que dar mi vida, os la daría también, con gusto, con un afecto grande, con un amor que es el que ha salvado mi vida y que es la única salvación en la que el mundo puede poner su esperanza.
Termino simplemente diciendo que en el momento del encuentro con el Papa Francisco yo le pedí la bendición para toda la Diócesis de Granada y para su pastor. Me la dio y os la transmito hoy gozosísimamente.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
1 de febrero de 2015
Solemnidad de San Cecilio
Abadía del Sacromonte
Al inicio de la celebración eucarística, Mons. Javier Martínez se dirigió al pueblo cristiano y les anunció la Bendición Papal que dio al final de la Santa Misa, con Indulgencia Plenaria para quienes lo deseasen con las condiciones habituales.
Todos los Obispos de todas las diócesis del mundo tienen concedido por el Santo Padre la posibilidad de hacer la Bendición Papal en tres ocasiones cada año, y a partir d
e este año (normalmente, se hacían en la Catedral) haremos dos en la Catedral y una la haremos el día de San Cecilio. ¿Qué significa esto? Que la celebración de San Cecilio, el día de su fiesta, es como una fiesta, como una celebración jubilar, en el sentido de que todas aquellas personas que lo deseen con las condiciones habituales (que son confesarse en torno al día de la fiesta de hoy, recibir el perdón de los pecados, recibir la Comunión y rezar un Padrenuestro por las intenciones del Santo Padre -que son las necesidades de la Iglesia y del mundo, no son otras-), con esas tres condiciones uno puede recibir, no el perdón de los pecados, que se administra y concede en el Sacramento de la Penitencia, pero sí esa especie de fortaleza que nos da la santidad que siempre hay en la Iglesia. Aunque muchas veces no salga a la luz o no tenga la resonancia, pero todos los meses hay mártires cristianos, todos los días hay muchas personas que dan su vida por amor a algún enfermo o a sus familiares o a la unidad de los hombres o a la Gloria de Dios, y que la ofrecen desde los hospitales, desde tantos sitios, desde la vida de los hogares. El pueblo cristiano está lleno de santidad. Y, por así decir, es el depositario de esa santidad o el administrador, más bien, de esa santidad es el Santo Padre, pues nos la distribuye, nos la devuelve para que la fortaleza que tiene esa santidad que existe en el pueblo cristiano podamos hacer frente mejor a las dificultades de la vida y a las dificultades que nos crean en la vida nuestros pecados o el pecado de los hombres.
Con esa disposición, vamos a comenzar el acto penitencial y luego, al final de la Eucaristía, yo impartiré la Bendición Papal.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
1 de febrero de 2015
Solemnidad de San Cecilio
Abadía del Sacromonte