Vivir en la alegría y gratitud siempre, porque tenemos al Señor

Homilía del Arzobispo de Granada en el III Domingo de Adviento, en la S.I Catedral.

Queridísima Iglesia del Señor, Pueblo Santo de Dios, Esposa amada de Jesucristo;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos hermanos y amigos todos;
saludo especialmente hoy a mi coro favorito, la Schola Pueri Cantores de Granada, triunfadora en el mundo entero (cada vez sois más y eso está muy bien). Me alegro mucho de estar con vosotros, siempre, ya lo sabéis:

Si hay algún motivo –los pedagogos dirían trasversal- que cruza de parte a parte la liturgia de hoy, es el motivo de la alegría. De hecho, en la tradición latina se le llama a este domingo con un nombre latino, domingo gaudete, porque en la antífona de entrada, en el primer canto que se hacía al comienzo de la liturgia, retomaba las palabras de la primera lectura: «Vivid siembre alegres en el Señor, alegraos». Pero en la misma oración de la misa le hemos pedido al Señor poder celebrar las fiestas que se acercan, la Navidad que está en las puertas, con una alegría desbordante. Y la alegría aparecía, de una manera o de otra, en las dos primeras lecturas y en el Salmo: «Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador», hemos cantado con la Virgen.

¿Cuál es en nuestra experiencia humana el motivo de la alegría? Quiero decir de una alegría que no sea fabricada, que no sea un montaje, que no tenga que ser una construcción, sino que sea una alegría que brota de lo más íntimo del ser; que no tiene que olvidarse de que existe el alzhéimer, de que existe el pecado y el mal, de que existe la traición y la mentira, de que existe la vejez y la muerte, de que nuestras vidas son limitadas y de que somos no sólo seres limitados, sino pobres pecadores. ¿Dónde es posible una alegría que no tenga necesidad de olvidarse de nada de eso? ¿De dónde nace? Pues, en nuestra experiencia humana, por limitada que sea esa experiencia, nace siempre del hecho de reconocer un amor: cuando somos amados, cuando nos damos cuenta de que somos amados y no de una manera utilitaria, instrumental, manipuladora, sino que el amor es, somos objeto de un regalo nunca merecido, porque el amor nunca es merecido, nunca es un derecho, siempre es una gracia. Es, entonces, cuando en nuestro corazón brota una alegría. Yo diría la única alegría que es realmente pura, pura en su raíz, pura en su desarrollo, pura en su florecer y en sus frutos. Pues ése es el motivo por el que la Iglesia nos invita a estar alegres, porque Dios es amor. Eso parece una proposición muy abstracta, pero no. Es que la historia, los textos que se leen en la liturgia domingo tras domingo, día tras día, los textos de la Escritura, lo que son para nosotros las Santas Escrituras, es una historia de amor, desde la elección de Abraham, desde los comienzos de la historia de esa familia cuyo origen estaba en la Alta Mesopotamia, (…) grandes emigrantes, grandes nómadas, de rebaños de cabras y de ovejas que iban buscando pastos que llegaban hasta el Sinaí, a veces en tiempos de hambruna en la zona de Palestina, pues hasta Egipto como nos cuenta la misma Escritura. Desde la historia de esa familia hay una historia de amor, una historia de una fidelidad de Dios.

El pueblo ha roto la alianza que Dios constituyó con ese pueblo precisamente en el Sinaí: «Yo seré tu Dios y tú serás mi pueblo». Esa fórmula que para nosotros dice poco y que nosotros cuando hablamos de alianza entendemos muchas posibles cosas era una fórmula esponsal, era una fórmula matrimonial, era la fórmula con el que en el mundo judío y el mundo semita de alrededor se casaba la gente: «Tú serás mi esposa y yo seré tu esposo», o al revés: «Tú serás mi esposo y yo seré tu esposa». Y ésa es la fórmula que usa Dios con su pueblo. Y el pueblo ha sido a lo largo de la historia una esposa infiel muchas veces. Los profetas nos dan testimonios y los Libros de los Reyes, es decir, podemos ver, profundamente infiel. Y sin embargo, Dios permanece una y otra vez, renueva esa alianza y una y otra vez promete una alianza nueva y eterna, una alianza que cambiará nuestro corazón de piedra en un corazón de carne, una alianza de la que nacerá una vida nueva: «Yo mismo vendré a pastorear a mi pueblo». Tantas maneras, dice el Señor. A veces se harta y dice: «Ya no te voy a llamar más pueblo mío», y después de eso dice: «No soy capaz. Te llevaré al desierto, te seduciré, te hablaré al corazón y tú ya nunca me llamarás Baal mío, sino que me dirás Dios mío y yo te diré pueblo mío». Dios renueva esa alianza porque Dios es fiel.

Lo que nos recuerda cada trocito de texto (no son textos que leemos para aprender un poco cómo ser mejores o cómo tener más cualidades o cómo hacer unos propósitos) es un fragmento de una historia de amor, historia de amor que culmina en un acontecimiento: el acontecimiento de Cristo, que visto en su conjunto incluye la Encarnación, la Pasión y muerte, la Resurrección y el don del Espíritu Santo. En ese acontecimiento se introduce definitivamente el amor de Dios en la historia, se siembra por así decir la vida divina en nuestra humanidad pecadora. Y nunca más dejará de estar entre nosotros. El Emmanuel, el Dios-con-nosotros, es justamente Jesucristo. Sus últimas palabras del Evangelio son «Yo estoy con vosotros todos los días, yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo».

Nosotros nos preparamos a celebrar un año más ese acontecimiento, que es la Encarnación y las consecuencias de la Encarnación, que al final es la unión de nuestra humanidad con la vida divina, o, si queréis, el don de la vida divina sosteniendo nuestra pobre condición mortal y pecadora. Y lo empezamos a celebrar en la Navidad, que es una fiesta de bodas. Me lo habéis oído decir, quienes venís todos los domingos, muchas veces: cada Eucaristía es una fiesta de bodas porque cada Eucaristía hace memoria del acontecimiento de Cristo en su totalidad, hace memoria de la Encarnación, hace memoria de la Pasión y de la muerte, y hace memoria, hace actual y contemporáneo, el don del Espíritu Santo comunicándonos en la comunión, que significa justamente eso, comunión pero entre Dios y su criatura, comunión entre Dios y nuestra humanidad. «La Encarnación sigue teniendo lugar», ésa es una frase de San Juan Pablo II: la Encarnación se prolonga de manera misteriosa pero se prolonga una manera verdadera en la vida de la Iglesia. Y en algunas liturgias orientales incluso el gesto de la invocación al Espíritu Santo trata de recordar el aletear del Espíritu Santo al que alude el pasaje de la Anunciación en el Evangelio, con un paño que el sacerdote agita sobre el pan y el vino que van a ser consagrados.

Mis queridos hermanos, a nosotros no nos pasa como a aquellos a los que se dirigía Juan el Bautista. Decía: «En medio de vosotros hay uno que no conocéis». No. Nosotros lo conocemos, nosotros tenemos la experiencia de la redención de Cristo, nosotros sabemos que Dios está con nosotros. Nosotros conocemos al Emmanuel, conocemos a Jesús, hemos recibido el don de su vida divina, somos hijos de Dios, partícipes de la vida de Dios. Somos hermanos, somos miembros del Cuerpo de Cristo y miembros los unos de los otros, unidos por unos lazos misteriosos, que es lo que proclamamos cada vez que rezamos el Credo en la comunión de los santos, cuando hablamos de la comunión de los santos, cuando decimos «Creo en la comunión de los santos». Y los santos no es la comunión de aquellas personas que están llenas de virtudes y que no tienen defectos. Los santos son aquellos que forman parte del pueblo en el que Dios está, el único santo, en el que la santidad de Dios está y estará para siempre. Nunca jamás dejará de estar.

Si conocemos podemos alegrarnos y podemos vivir en la alegría. Yo diría que la alegría es uno de los primeros frutos; la alegría y la gratitud son los dos primeros frutos de
l acontecimiento de Cristo, de la experiencia del encuentro con Cristo, de la acogida de Cristo en nuestras vidas. Podemos vivir en la alegría siempre y podemos vivir en la gratitud siempre. Porque tenemos al Señor.

De aquí a unos momentos muchos de nosotros vamos a recibir al Señor de una manera misteriosa, pero con la misma realidad con que lo recibió la Virgen. Y el Señor se unirá a nosotros y vivirá en nosotros y nos hará templos suyos. Vivimos sostenidos por ese amor infinito. ¿Cómo no vamos a vivir en la alegría? ¿Cómo no podríamos estar siempre, cómo no podría cumplirse lo que dijo el Señor: «Yo he venido para que mi alegría esté en vosotros y para que vuestra alegría llegue a plenitud»? La única alegría pura, porque somos objeto de un amor sin condiciones, de un amor sin límites, de un amor que no es como el nuestro, frágil, débil, medio en claroscuro. No. De un amor que es todo luz porque Dios, que es amor, no ha tiniebla alguna. Si somos objeto de ese amor cómo no vamos a estar nunca… en ninguna circunstancia, no sólo cuando nos van las cosas bien humanamente, no sólo cuando aprobamos todas las evaluaciones y sacamos adelante todas las materias, también cuando una asignatura se nos queda colgada o cuando se nos ha quedado un año colgado porque estamos en mitad de la edad del pavo total y no nos enterábamos nada ni de las matemáticas, ni de las sociales, ni de nada de nada. También cuando una enfermedad nos hiere y nos ataca o ataca a un ser querido, también cuando las circunstancias no son fáciles o cuando experimentamos la vejez o la proximidad de la muerte. Un cristiano puede vivir siembre alegre en Cristo, es decir, cuando su vida está edificada sobre la roca que es Cristo. Y en nuestra casa caen tormentas, claro que sí, y vienen lluvias y torrenteras, y todo lo que sea, y aquella casa no se cae porque está edificada sobre roca.

Tenemos, pues, el don de la alegría y una alegría de la que no dispone ningún poder del mundo, ninguna realidad del mundo. Una alegría que es puro don de Dios y que podemos disfrutar desde lo más íntimo de nuestras entrañas. Y sin embargo, le pedimos al Señor «Ven, Señor Jesús». ¿Por qué? Pues porque somos conscientes de que hay muchas zonas de nuestra vida, de nuestro pensamiento, de nuestro corazón, de nuestro deseo, que no han sido todavía iluminadas por Cristo y algunos, como yo mismo, seguro que llevamos toda la vida en la Iglesia y hemos crecido, por así decir, en el ambiente de esa luz, pero hay zonas de la vida que las tiene uno (a veces ni siquiera tapadas conscientemente); sino nos damos cuenta en un momento dado que nos hemos distraído, que hemos apartado nuestra mirada del Señor, que hemos puesto nuestra felicidad en cosas que no son capaces darla, en realidades que no pueden llenar y satisfacer plenamente nuestro corazón, y la Iglesia nos invita: «Volved a mirar al Señor, que el Señor viene, que viene siempre, que está a las puertas, que lo tenemos al lado, que nadie es tan cómplice de vuestro anhelo de ser feliz, de nuestro anhelo de ser feliz como el Señor». Eso es lo que significa «Ven, Señor Jesús».

Yo anhelo ser feliz. Yo anhelo vivir en eso que los semitas del mundo antiguo llamaban la paz, que no es simplemente la paz como ausencia de conflictos, sino la paz como plenitud de gozo, de confianza en el futuro, de confianza en la vida, de confianza en la fidelidad eterna e inmortal de Dios. Señor, todos anhelamos esa paz y Tú vienes a nosotros como cómplice nuestro en nuestro deseo de paz. Por eso es tan humano decir «Ven, Señor Jesús». Por eso es tan profundamente humano. Y aunque conozcamos a quien está en medio de nosotros y le conocemos, le conocemos por la educación que hemos recibido, por la experiencia que tenemos de Él, le conocemos por la vida de la Iglesia y la santidad de la Iglesia que el Señor nos permite experimentar cada día. Claro que Te conocemos, Señor, pero porque Te conocemos queremos más de Ti, tenemos mas sed de Ti; cuanto más te conocemos, más sed de Ti. Más certeza de que Tú eres el bien de nuestras vidas, el tesoro de nuestro corazón, la alegría de nuestra humanidad y también la única posibilidad de una humanidad floreciente, floreciente, de una humanidad de hermanos, de una humanidad donde nos miremos unos a otros con ese afecto y ese respeto y ese cariño que es como un reflejo de la mirada de Dios sobre cada ser humano, sobre cada uno de nosotros.

Pedirle al Señor «Ven, Señor Jesús» es suplicarle que eso suceda una vez más o que suceda de manera más plena en medio de nosotros y que porque sucede de nuevo podamos celebrar, no sólo el día de Navidad sino todos los días del año, con una alegría desbordante. Que así sea para vosotros. Así lo pido yo al Señor para mí. Que así sea, Dios lo quisiera, para todos los hombres.

Nos ponemos de pie para profesar la fe.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

14 de diciembre de 2014
S.I Catedral

Escuchar homilía

Antes de la bendición final, Mons. Javier Martínez añadió:

Que tengáis un domingo lleno de la alegría de Cristo que viene y del deseo de su venida y que podáis (muchos ya no nos veremos a lo mejor antes de Navidad) celebrar la fiesta de la Navidad y la vida entera con una alegría desbordante.

Podéis ir en paz.

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