Homilía en la Santa Misa de la Solemnidad del Corpus Christi en la Archidiócesis de Granada, el jueves 11 de junio de 2020.
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo (amada hasta el don de la vida), Santo Pueblo de Dios;
queridos sacerdotes, miembros de las cofradías, miembros especialmente de la Cofradía Sacramental, que nos acompañáis esta mañana;
de nuevo, muy querido señor alcalde, queridas autoridades que nos habéis querido acompañar esta mañana;
queridos hermanos y amigos todos.
Saludo también a los muchos que sé que estáis unidos a través de las ondas de la televisión y que la estáis viviendo:
Todos formamos un único Cuerpo en Cristo, de la misma manera en que la Eucaristía está formada de muchos granos de muchas espigas de diferentes campos y todas forman un solo pan, que, consagrado, se transforma en el Cuerpo de Cristo y se nos da a todos para que también nosotros formemos el Cuerpo de Cristo.
Somos el Cuerpo de Cristo. Yo sé que en nuestro hábito de los últimos ciento y pico años es lo habitual el decir que el Cuerpo de Cristo verdadero es la Eucaristía, el “corpus verum”, y que la Iglesia es el Cuerpo Místico, misterioso. Dejadme recordad, simplemente, porque se puso en duda la verdad de la Eucaristía, la verdad de la Presencia de Cristo, allá en el siglo XIII, y es cuando nace la fiesta del Corpus. Hasta ese momento, el Cuerpo Místico, el Cuerpo misterioso, era la Eucaristía, y la Iglesia era el Cuerpo real de Cristo, el cuerpo tangible, el cuerpo a través del cual nos encontramos con Cristo; porque, para venir a la Eucaristía, hay ya que conocer a Jesucristo, y para conocer a Cristo, la gente no se aproxima a la Eucaristía, se aproxima a nosotros en la calle, en las casas, en los comercios, en los bares, en los lugares de trabajo. En la vida real es donde vivimos nosotros nuestra vida y donde Cristo está presente a través vuestro, sostenidos, alimentados, vivificados por el Espíritu de Dios a través del Sacramento de la Eucaristía.
Mis queridos hermanos y amigos, me gustaría ayudaros a caer en la cuenta. Es verdad que la fiesta del Corpus es una fiesta tradicional (…), más que en ninguna en Granada. En otras partes de Andalucía yo había oído el dicho “no hay nada más grande que el día del Señor en Graná”. Y yo no había tenido la ocasión de experimentarlo. Ahora lo he experimentado muchos años con vosotros, sirviéndole al Señor de manos, de ojos y de palabra para bendecir cuando recorría las calles de nuestra ciudad.
Las dos fiestas grandes de Granada, la Inmaculada y el Corpus, son dos fiestas revolucionarias y no nos damos cuenta de ello. Revolucionarias en el sentido bueno y verdadero y positivo de la palabra, porque las revoluciones modernas, todas han llevado consigo muchas muertes; pero ésta es, como decía un escritor del siglo XX, “la única revolución que cambia el mundo”, a lo que el mundo está llamado a ser y a vivir, y que no lleva consigo muertes mas que cuando nosotros nos alejamos de Dios. Entonces, es cuando nace en nosotros el odio, la división y muchas otras cosas que son de las que está hecho el mundo.
Subrayo sólo dos aspectos. La revolución de la Inmaculada (lo digo de pasada, porque hoy no es la fiesta de la Inmaculada, aunque las dos son muy inseparables) es la celebración de la primacía de la Gracia; que el mundo no es el resultado sólo, ni en primer lugar, de nuestros esfuerzos. Un mundo bello, en el que podamos vivir contentos, en el que podamos vivir unidos y dar gracias, lo hace el Señor; y cuando nos cerramos al Señor, nos convertimos… ¿Sabéis como definía el estado natural de los hombres uno de los padres de la modernidad y uno de los fundadores de lo que se llama la “economía política”? Decía, “el estado natural de los hombres es el estado de guerra de todos contra todos”, y lo decía en el siglo XVII. Es muy fácil verlo hoy como una forma de vida en nuestro mundo, como una especie de crispación, de violencia; de violencia en primer lugar con uno mismo y con los demás como fruto de la violencia que uno tiene siempre en su interior; violencia que nace siempre de la desesperanza, de la acritud con una vida que nunca responde a nuestros deseos… Ahí es donde la Inmaculada nos pone la mirada en el lado auténtico, en el lado bueno.
La vida es bella, la vida se cumple, la vida se puede vivir y se puede vivir con alegría, no porque dejen de pasar cosas difíciles (que no dejan de pasar nunca), sino porque hay algo más grande que nos sostiene en medio de todas las cosas difíciles y esa es la Gracia de Dios, la primacía de la Gracia. Y eso es revolucionario. Decir que para que un mundo bueno, bello y verdadero sea posible; para que una vida humana buena, bella y verdadera es necesaria la gracia, eso es revolucionario. Lo digo también para que nadie os acomplejéis del hecho de tener la fe. Llevamos el tesoro, pero lo llevamos en vasijas de barro. Somos muy pobres todos, pero es verdad que tenemos un diamante entre las manos y ese diamante es el secreto de la alegría y de la esperanza del mundo. Por lo tanto, ¿avergonzarse de ser cristianos? ¿Por qué? Si es la fe cristiana, es la Gracia de Dios la que puede abrir el camino hacia el futuro con una mirada bella y buena.
Pero, ¿dónde está Dios? Y este es uno de los aspectos del Corpus. Pues, uno de los cuasi dogmas del mundo de la modernidad y de la cultura moderna, ya también desde finales del XIII y el XIV, es que Dios está ausente. Que Dios es como el propietario de una finca agrícola que se ha marchado. ¿Y qué pasa con esa finca? Que se deteriora. Y los propietarios ausentes son siempre malos propietarios: no cuidan de la tierra, no cuidan de su propiedad. Y nosotros llevamos muchos siglos concibiendo a Dios como un propietario ausente, que ha creado el mundo como un ingeniero ha creado una máquina muy grande… Cada vez el horizonte nos la hace ver como más grande, y algunos piensan que cuanto más grande es el universo, menos necesaria es la presencia de Dios, o menos necesario es Dios. Es todo lo contrario: cuanto más se aproxima el universo a unas magnitudes que no puede pensar o imaginar nuestra cabeza, hablando en cientos o miles de millones de años luz, más necesaria es la existencia, la verdad de un Dios que pertenece a otro nivel de cosas, y para quien, en un mundo así de grande, no es mas que una mota de polvo en la palma de Su mano.
¿Pero dónde está Dios, entonces? Lo que celebramos en el Corpus es, precisamente, la Presencia de Dios en medio de nosotros. Jesucristo, cuando fue anunciado, fue llamado “Emmanuel”, Dios-con-nosotros. Así se lo expresó el Ángel a la Virgen, recogiendo uno de los nombres de Dios en una profecía de Isaías. Pero las últimas palabras del Evangelio son “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. ¿Y cómo estás, Señor, con nosotros? Estás con nosotros porque la Iglesia ha preservado tu Palabra y tu Palabra ha llegado a nosotros intacta, como salió de los evangelistas, de los apóstoles. No ha habido nada en lo que los hombres hayan puesto tanto cuidado, tanta delicadeza, tanto cariño y esfuerzo como en el que la Palabra de Dios pueda llegar a nosotros. Lo cual, ya en sí mismo, forma parte de ese espíritu revolucionario que caracteriza al cristiano. ¿Por qué? Porque del hombre moderno, si hay una de las descripciones más agudas que se hace del hombre contemporáneo, es que es un hombre sin memoria, que vive la vida como si fuera una sucesión de instantes desconectados. Pero como no tiene pasado y como no tiene esperanza en el futuro, sale siempre de ese instante decepcionado, y necesita siempre otro instante que pueda llenar la ilusión de que eso va a cumplir su vida. Nosotros pertenecemos a una historia y es una historia de amor. La Escritura, que tiene muchas cosas que provienen de una cultura muy lejana a nosotros y que tiene muchas cosas que para nosotros son listas de reyes, o de nombres, o de personas que no nos dicen gran cosa a menos que uno conozca los detalles… Somos hijos de una historia, de una historia bellísima.
Había una película que se llamaba “La historia más grande jamás contada”. Es la historia del amor de Dios por los hombres y la historia de ese amor, porque nosotros le hemos fallado a Dios continuamente y le hemos dado motivos al Señor para que nos abandone y nos deje a nuestra suerte. La historia del Pueblo de Israel es la historia de la infidelidad de Israel a la Alianza y a las promesas del Señor, pero es también la historia de la fidelidad del Señor, que no tira la toalla, que no se cansa del ser humano; que, aunque su Esposa ha sido infiel, le dice “me la llevaré al desierto, le hablaré al corazón y me amará como me amaba en los tiempos de su juventud”, y empezamos la historia de nuevo.
Que el Señor ha empezado la historia de nuevo y la ha cumplido de una manera plena en Su Hijo, en la Encarnación de Su Hijo Jesucristo. Y lo que el Corpus celebra es que esa Encarnación permanece en medio de nosotros por Voluntad del Señor en el Sacramento de la Eucaristía, del que la Tradición cristiana y el Concilio Vaticano II lo recoge: es el centro, la fuente y la plenitud de la vida de la Iglesia. En la Eucaristía está el Señor, el Misterio de Cristo, el Acontecimiento de Cristo y el Amor infinito de Dios para cada uno de nosotros. Y está para acompañarnos en la vida, como viático, como para recordarnos que somos hijos de la historia más grande de amor, que es la historia del Hijo de Dios hecho hombre. Y de la vida de esa Historia y de la permanencia de esa vida en la Historia, de unos hombres que no somos mejores, que eran los israelitas en el tiempo de David, de Salomón o de Acab, o de cualquiera de los reyes de Israel. Y sin embargo, Dios es fiel. Dios no nos abandona. Dios está con nosotros.
Dios nos enseña el camino de la vida y nos alimenta. Ha querido, primero, acercarse a nosotros en la Encarnación, como dice un Padre de la Iglesia, “para que todos los que estaban cerca pudieran verLe, oírLe, tocarLe”. Y se ha quedado en la Eucaristía con una Presencia misteriosa. Pero no más misteriosa que cuando aquel hombre lleno de sudor por los caminos de Galilea anunciaba que se habían cumplido las promesas, que el Reino de Dios estaba cerca. También era muy misterioso percibir en aquel hombre, sudoroso, fatigado y con los pies llenos de polvo que Dios estaba hablando en Él; que Dios estaba ofreciéndose a los hombres en Él. Por lo tanto, el Misterio es el mismo, pero la Presencia misteriosa de Dios en la Eucaristía es la Presencia del amor infinito de Dios, día a día, junto a nosotros, en nuestra vida. En nuestra vida real, en los dramas de la vida matrimonial, en los dramas de la vida de familia, en los conflictos que hay en la familia, en el trabajo, en nuestra propia insatisfacción con nosotros mismos, que es muchas veces una de las fuentes de nuestros sufrimientos más grandes. Que no estamos contentos, ni satisfechos, ni casi somos capaces de querernos a nosotros mismos. Por eso huimos, tratamos de vivir en una evasión permanente de la realidad.
Jesucristo nos permite amar la realidad, porque si algo enseña el Corpus es que el secreto de la vida humana es acoger ese amor de Dios, la Gracia de Dios que acogió la Virgen cuando recibió el mensaje del Ángel y que había recibido ya desde el primer instante de su concepción; acoger esa Gracia de Dios como el principio que ordena, orienta, guía nuestra vida; nuestra vida de pobres pecadores, de hombres frágiles, pequeños, pero hechos para una vida eterna, hechos para participar de la vida divina. Y la Presencia de Cristo en medio de nosotros es como las arras.
Cada vez que celebramos la Eucaristía, el sacerdote recuerda las palabras de Jesús: “Esta es la sangre de la Alianza. Alianza nueva y eterna”. Otro aspecto revolucionario: que un amor pueda ser fiel hasta la eternidad. El amor de Dios es fiel hasta la eternidad y sólo a la luz de ese amor fiel hasta la eternidad se puede entender un amor humano que sea fiel a pesar de todas las dificultades que el amor, y todas las clases de amor, desde la amistad o el compañerismo, hasta el amor esponsal de los esposos, tiene en este mundo y en esta vida. No se aprende a ser esposo y esposa en unos cursillos prematrimoniales de tres días. Se aprende en la Eucaristía, donde uno descubre que Dios a mí y a cada uno de nosotros, hombre y mujer, nos ama con un amor fiel. Infinitamente fiel a pesar de todas mis torpezas y pecados. Infinitamente fiel a pesar de mi olvido de Dios. Yo me puedo olvidar de Dios y Dios sigue teniendo contados los cabellos de mi cabeza, y para Él valgo lo que para un padre cuya paternidad no somos capaces de imaginarnos, porque es infinitamente bueno lo que para un padre es la vida de un hijo.
El Señor nos mira. Y nos mira como somos y nos conoce como somos, y no se escandaliza de nuestra pobreza. Y nos ama. Y nos ama y no dejará de amarnos, porque Dios es el Amor. Y eso significa que el secreto de la realidad, de la realidad entera, de la vida entera, es el amor. Ese es el último punto. No me detengo más ni os canso más, pero ese es el último punto: el secreto de la vida es amar y amar no es un sentimiento de auto exaltación, como muchas veces lo consideramos, donde fácilmente usamos al otro para nuestra felicidad o para nuestro placer o para nuestra alegría y nuestro contento. Eso son los contentos que se van como el agua. No. Amar es un acto que implica nuestra inteligencia, nuestra libertad, nuestro afecto. Es un acto de donación de uno mismo, que sólo hijos libres de Dios son capaces de hacer en plenitud. Tropezando mil veces, apartándose del camino verdadero y del amor otras mil veces todos los días, y si queréis mil veces cada día. Y sin embargo, saber que ese es el camino; que ese es el camino que tiene futuro. Y no sólo futuro inmediato de una sociedad mejor, que lo necesitamos, sino un futuro que desemboca en la vida eterna.
Cuando os digo lo que os estoy diciendo no se me olvida para nada que estamos saliendo de una situación en la que ha habido miles de muertos (y algunos familiares de los que estáis aquí), donde ha habido un sufrimiento enorme, donde hemos sido, por el bien de todos, confinados a una especie de soledad o de casi, casi, aprisionamiento en nuestras propias casas. Pero no me olvido de ello para nada. Al contrario, me parece mucho más relevante. Y la situación de la que estamos saliendo o empezando a salir, nos ha ayudado a comprender esto mejor. Alguien decía, no hace mucho, “es que por primera vez en mi vida −no era de aquí de Granada, sino hablando por teléfono− los balcones se me han convertido en vecinos. Antes sólo eran balcones, sólo eran ventanas cerradas, sólo eran pisos donde vivía gente que no sabía ni quién era, a veces en la misma escalera donde yo vivo. Se me han convertido en vecinos”. Y hemos aprendido, o se nos ha dado la oportunidad de aprender, que todos tenemos necesidad de todos, y que saludar a alguien que no conoces, en una ciudad parece casi una ofensa o una intromisión en la vida privada. Hoy, con mascarillas, donde nos conocemos menos porque a veces no conocemos ni siquiera a quien tenemos bastante cerca o a quien hemos visto muchas veces, saludar a alguien es saludar a un hermano, a un compañero. Esa posibilidad se nos da.
Pensad que el Corpus nos abre a una concepción de la vida cuyo centro es el amor. Cuando el padre de la modernidad al que me he referido antes decía que la vida natural de los hombres es una guerra de todos contra todos, estaba diciendo algo que puede ser muy verdadero, pero eso sucede así cuando el ideal de la vida es la acumulación y la avaricia. Cuando el ideal de la vida descubre uno de nuevo que es el amor, no vamos a cambiar el mundo, la sociedad o nosotros, ni cambiar la economía, ni cambiar los modos de relaciones humanas a nivel del mundo entero, ni hablar; pero ese cambio empieza cuando empiezo a cambiar yo, cuando empiezas a cambiar tú, cuando tú y yo podemos empezar y, como decía un amigo mío hace muchos años, si hay dos personas que viven de la caridad de Jesucristo, allí hay dos metros cuadrados de tierra liberada. Pues, si somos veinte, somos veinte metros cuadrados de tierra liberada. Lo único que puede cambiar el mundo hacia el bien es el movimiento que se genera en un pueblo, y un movimiento donde el amor sea el criterio, y la clave, y la meta última de todo.
Que el Señor nos conceda a todos, a todos los que estamos aquí, cada uno con su vocación y su responsabilidad, en trabajar por eso; trabajar por ese amor de manera que los hombres, aun con la realidad de la muerte, podamos dar gracias todos los días de nuestra vida y podamos vivir contentos sabiendo que incluso el mal más grande no tiene el poder ni de destruir nuestra esperanza, ni de destruir nuestro amor, porque el amor con el que somos amados no puede nadie. ¡Nadie! Y nadie es nadie. Ni siquiera el poder del Enemigo tiene el poder de destruir ese amor. Por lo tanto, nadie tiene el poder de destruir nuestra esperanza ni nuestra alegría.
Que así sea. Comprendamos y que celebremos esto con un deseo muy grande, y el Señor nos ayudará, os lo aseguro.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
S.I Catedral de Granada
11 de junio de 2020
Palabras finales antes de la bendición final en la Santa Misa del Corpus Christi:
En la homilía he hablado del amor como corazón de la fiesta del Corpus, fruto del amor infinito de Dios y siembra de ese amor en nuestras vidas. Yo quiero subrayar, en este momento, al final de esta celebración, cuántos gestos de amor se han vivido, incluso entre personas no practicantes o no creyentes, a lo largo de este tiempo de pandemia.
Señalaba un poco los balcones que se convertían en vecinos, pero puedo señalar la entrega de tantas personas entre médicos, enfermeras,
auxiliares de clínica…, todo el mundo sanitario. También los maestros y profesores que han tenido un plus de trabajo en todo este tiempo, y muchos de ellos lo han hecho con un amor, delicadeza y grandeza de ánimo extraordinarios.
Todos somos conscientes de que el mundo que nos viene, no debemos olvidarnos de lo bueno y bello que hemos vivido en estos días. En estos días ha aparecido lo mejor y lo peor, también en alguno de los casos. Pero el amor del Señor es infinitamente más grande. Entonces, ahora es cuando nos toca en la vida ordinaria, en eso que se llama la “nueva normalidad”, quiera Dios que sea lo más normal posible, pero donde va a haber mucho sufrimiento y muchas personas necesitadas… Es verdad que hay organizaciones como Cáritas y otras más civiles, pienso en el Banco de alimentos u otras. Pero el amor sólo funciona cuando es capilar. Es decir, cuando es la forma de vida de un pueblo. Yo sé de parroquias pequeñas de la diócesis donde todo el mundo ha estado durante todas las semanas haciendo mascarillas y haciendo batas para los hospitales de Motril y de la zona. Y era todo el pueblo. Sé de algún monasterio donde también cuatro ancianas han estado haciendo mascarillas y batas como locas, como si tuvieran cuarenta años cuando pasaban todas de los ochenta. Quiero decir: gestos, son tan innumerables. Yo quiero agradecerlos. Ni un vaso de agua, decía el Señor, quedará sin recompensa. Ha habido muchos vasos de agua, muchas personas que han arriesgado su vida, incluso.
Si descubriéramos la belleza de un modo de vida donde el secreto es darse, os aseguro que este mundo volvería a tener esperanza. Sólo quiero decirlo, porque no quería dejar de dar gracias a todos los que han contribuido de un modo o de otro, a ayudar en este tiempo, que ha sido especialmente difícil para tantas personas. Ni nos olvidamos de los que han fallecido, ni de los que sufren como consecuencia de haber perdido a seres queridos, ni nos olvidamos de todos aquellos que han dado un vaso de agua: una llamada de teléfono, un poner una imagen de los seres queridos en un ipad delante del enfermo… Cualquier gesto de amor es un gesto que cambia el mundo.