Quiera Dios que seamos tierra fértil a la medida de Su Gracia y Misericordia

Homilía en la Santa Misa del XV Domingo del Tiempo Ordinario, el 12 de julio de 2020.

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo (muy amada, hasta el don de Su propia y de Su propia sangre), Pueblo Santo de Dios, al que todos nos gloriamos de pertenecer;

querido sacerdote (hoy tengo el lujo de tener dos diáconos y eso no se da todos los días);
queridos amigos.

 

Las Lecturas de hoy pueden llamarnos la atención por muchas cosas, pero yo quiero subrayar sobre todo una, y espero que esa una ilumine los demás aspectos.

Voy a empezar por una de las frases de San Pablo: “Los sufrimientos de esta vida no son nada en comparación con la gloria que nos aguarda”. Los sufrimientos de esta vida, las fatigas de esta vida son muchas y podemos decir, cuando estamos saliendo o trabajando por salir de la situación que hemos vivido en los últimos meses, de los dolores que hemos sufrido en los últimos meses, a veces dolores agudísimos, y en la imposibilidad de cuidar o de acompañar a nuestros seres queridos, sin la posibilidad de hacer un duelo como los seres humanos tenemos necesidad de hacer, pueden ser muy agudos…. Pero, hasta este sufrimiento, hasta el más grande de todos, no es nada en comparación con la gloria que nos aguarda. Con la gloria, en la esperanza de que Jesucristo es el Hijo de Dios y, por lo tanto, el mal, la muerte y todas las fuerzas del mal y de la muerte y del pecado, no pueden tener dominio sobre el amor infinito de Dios, esperamos para nuestros seres queridos, de los que no nos hemos separado de una manera ni total ni definitiva, nunca, porque la muerte no tiene poder sobre el Cuerpo de Cristo, y nosotros somos ese Cuerpo. Nuestra comunión es la comunión de las células o, si queréis, de los miembros de un cuerpo. La frase no es mía, es de San Pablo. Y aunque no nos conozcamos apenas (yo no me sé vuestros nombres, algunos de vosotros seguro no sois de aquí), y sin embargo pertenecemos todos al mismo Cuerpo de Cristo.

La certeza, la esperanza de veinticuatro quilates que el Espíritu Santo ha puesto en nuestros corazones porque somos cristianos, porque hemos tenido la gracia inmerecida de conocer al Señor, nos hace posible una alegría inmensa, hasta en medio del dolor más grande. “Dichosos vosotros -decía el Señor- porque veis lo que muchos profetas y reyes desearon ver y no vieron, y oír lo que muchos profetas y reyes desearon oír, y no oyeron”. “Dichosos vosotros”, ese es el mensaje. “Dichosos vosotros”. ¿Por qué? Sabéis que el Reino de Dios está aquí en medio de nosotros. Sabéis que ha salido el sembrador a sembrar. ¿Quién es el sembrador? Jesucristo, el Hijo de Dios, que no consideró algo digno de ser retenido su dignidad infinita de ser igual al Padre, de ser igual a Dios, y tomó la condición de esclavo para caminar con nosotros en el camino de la vida. Más aún, para sembrarse en nosotros. El sembrador es Cristo y el campo somos nosotros. ¿Recordáis esa palabra que Jesús dijo, cerca ya de su muerte: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no da fruto, pero cuando muere da mucho fruto”? El grano de trigo, el Hijo de Dios, se ha sembrado en nuestra humanidad y se ha sembrado de una vez para siempre, de tal manera que está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Todos los días, hasta el fin del mundo. Los días grises y los días azules, bellos. Las mañanas frescas, de sol y con los cantos de los pájaros, y los días que parece que la vida entera es una tonelada de hormigón encima de nuestra cabeza.

Tú, Señor, no nos abandonas. Y no sólo Te sembraste una vez, bajo Poncio Pilato, y diste Tu vida por nosotros, sino que Te sigues ofreciendo y Te sigues dando, en esta misma Eucaristía. Te siembras en nosotros cuando Te recibimos. Te haces uno con nuestra carne, realmente, porque las especies sacramentales se disuelven en nuestro cuerpo, por así decir, pero como ese cuerpo es el Cuerpo de Dios, somos nosotros los que nos enriquecemos con Tu vida. Somos nosotros los que nos hacemos Tú. No eres Tú que te haces nosotros. Tú te haces nosotros para que nosotros podamos ser Tú, para que nosotros podamos ser la espiga que nace del grano de trigo que se entrega por la vida de esa espiga. Por tu vida, por tu alegría, por la mía, por la de todos. Dichosos vosotros, porque veis lo que muchos profetas y reyes desearon ver, y no vieron, y oír… Hemos oído, hemos sabido del anuncio del Reino y hemos creído en él. Yo sé que cuando escuchamos la parábola del sembrador hay muchas cosas ahí que explicar. Una, eso de que les habla en parábolas como para que no entiendan. No, no es así. A los que están fuera todo se les vuelven enigmas. La palabra que se traduce en griego “parábola” en arameo significa “cosas muy complejas”. Todo se le vuelven misterios, todo se les vuelven enigmas, se podría decir, porque es verdad que escuchan y no entienden, porque el Enemigo les roba su palabra, porque son el camino duro donde la semilla cae pero no fructifica. Pero nosotros no somos. Nosotros hemos escuchado, nosotros hemos oído.

Vosotros estáis aquí porque sabéis que el Señor puede colmar las ansias, los anhelos de vuestros corazones. Estáis aquí porque tenéis la esperanza en el Señor. Podemos ser el segundo, el tercero o el cuarto tipo de tierra. Podemos ser la tierra que cae en tierra pedregosa y que no tiene raíces muy profundas, y es verdad. Es decir, uno ve que en los días de la pandemia casi todo el mundo rezaba y, a lo mejor, en la medida en que pasa, se nos olvida rezar y volvemos a las rutinas de nuestra vida superficial. Puede ser. También puede ser que los afanes del mundo nos preocupen tanto… Y es legítimo: cuando una persona ve que se queda sin trabajo, cuando una persona ve que el negocio en el que a lo mejor ha invertido toda su energía y la de su familia, se viene abajo y no sabe cómo levantarlo, y no sabe lo que va a pasar y vive en la incertidumbre, esos afanes ocupan mucha de nuestra energía y mucho de nuestro corazón. Pero ahí es donde la certeza de que el Señor no abandona. La certeza de volver a recibirTe, Señor, de dejarTe que te siembres de nuevo en nuestra tierra y que esa semilla tuya fructifique en nuestras vidas, en una vida de alabanza, de gratitud, de acción de gracias.

El sentido de las Lecturas de hoy lo daba todo la Primera Lectura. “Igual que la lluvia cae sobre la tierra y no deja nunca de dar semilla al sembrador y pan al que come, así mi Gracia viene sobre nosotros”. Nosotros somos la tierra, a veces muy dura, a veces endurecida por la misma vida, por las heridas que nos ha hecho la vida o que nos hemos hecho unos a los otros y de las que a veces ni siquiera somos conscientes. Y sin embargo, tu agua, Señor, ablanda nuestro corazón. Y tu agua viene sencillamente para que nuestras vidas fructifiquen; que fructifiquen en la misericordia; que fructifiquen en el amor; que fructifiquen en el perdón; que fructifiquen en la alegría de saber que nunca estamos solos, que nunca nadie está solo, porque Tú estás siempre con nosotros. Porque ese amor que te ha venido, que te ha hecho volverte esclavo, adquirir la condición de esclavo, pasar por uno de tantos y entregar tu vida hasta la muerte y una muerte de cruz, te ha unido a nosotros para siempre, en una alianza nueva y eterna, que nosotros podemos romper y podemos darle la espalda, pero nosotros, quienes estamos aquí hoy sabemos, como saben todos los que tienen una milésima de grano de fe saben que Dios no nos dará la espalda a nosotros. Y “a nosotros” es “a ninguno de nosotros”.

Y con la esperanza de que no sea el Enemigo el que venza, ni siquiera en la tierra, ni siquiera en el camino; con la esperanza de que el agua que viene al camino también hace barrizales en el camino y los caminos que no se transitan mucho y que no se pisotean, también terminan produciendo, siendo tierras fértiles. Siempre, siempre.

Señor, no nos abandones jamás. Sabemos que Tú no nos abandonas, pero que no pensemos jamás que nos has abandonado. Que no pensemos jamás que estamos solos. Que no pensemos jamás que te desentiendes de nosotros. Que recibamos tu semilla, que la acojamos con alegría y quiera Dios que seamos la tierra que siempre produce al 30, al 60 o al ciento por uno, a la medida de nuestra pequeñez, pero también a la medida de tu gracia sin límites, a la medida de tu misericordia y de tu amor sin límites.

Que así sea para todos nosotros, para nuestros amigos, para nuestras familias. Que así sea, ojalá, para todo el mundo.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

12 de julio de 2020
S.I Catedral de Granada

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