“Que el Señor nos conceda servir al Dios vivo”

Homilía en la Misa del sábado de la XXXI semana del Tiempo Ordinario, el 7 de noviembre de 2020.

Mis queridos hermanos, y me dirijo a los que estáis aquí y a los que os unís a nosotros mediante la retransmisión de la televisión diocesana:

El comienzo del Evangelio de hoy no se entiende nada si no se hace referencia a la parábola de ayer, del administrador infiel. Y desconectado de ella, suena muy mal, suena muy raro. “Ganaos amigos con el dinero de iniquidad (“con el dinero injusto”, podría traducirse exactamente igual el texto original), para que cuando os falte, os reciban en las moradas eternas”.

Es el comentario que hace Jesús a la parábola de ayer, donde el que había ganado un dinero injusto lo arregla para que le reciban en otras casas mostrando su conversión y su honestidad, aunque fuera en el último momento. Y desconectado de esa parábola, la frase queda como colgada y uno dice “¿qué querrá decir aquí el Señor?”.

Sin embargo, el Evangelio pone de manifiesto una cosa que yo creo que es central en el Evangelio. Y para iluminar ese pensamiento que –repito- me parece central en el Evangelio, voy a recurrir a una frase del Concilio Vaticano II que Juan Pablo II citó cientos y cientos y cientos de veces. Es el texto que san Juan Pablo II ha citado más veces a lo largo de su ministerio, sobre todo en los diez o quince primeros años de su ministerio. Es una frase de la Gaudium et Spes, de la Exhortación apostólica. La Exhortación en el mundo contemporáneo no pretende ser un texto dogmático, pero hay un pasaje en el número 22, donde el Concilio decía “Jesucristo, el Verbo de Dios encarnado, al revelarnos al Padre y a Su designio de amor, revela también el hombre al hombre mismo y le descubre la sublimidad de su vocación”. El Papa llegó a decir que este era el texto clave de todo el Concilio y el que ayudaba a interpretar el Concilio entero.

Es decir, que Jesucristo nos revela a Dios, nos habla de Dios, pero nos habla también del vínculo que existe entre Dios y el ser humano. De esa manera, al revelar a Dios, revela también quiénes somos nosotros, para qué somos, cuál es la razón de ser y el sentido último de nuestra vida; la sublimidad de nuestra vocación, que es Dios mismo. Se suele decir que el Evangelio habla de las cosas de Dios y no de las cosas humanas. Bueno, pero al hablar de las cosas de Dios, descubre también lo más profundo del corazón humano, descubre el sentido de nuestra vida. Yo he oído, a lo largo de mi vida sacerdotal tantas veces, “no, el Evangelio no habla de economía, el Evangelio no habla de política”. ¡En un sentido es verdad! Tampoco habla de familia. En un sentido es verdad. Pero ilumina todas estas realidades, que son estas realidades humanas, iluminando su fondo último.

El pasaje que más ilumina el Evangelio de hoy está en otro lugar del Evangelio, donde dice “donde está tu tesoro –está también hablando del dinero–, está también tu corazón”. Ahí descubre que el corazón humano es una realidad hecha. Es como un carro y, si no hay buey o burro que tira del carro, el carro no se mueve. Pero, como nuestro corazón no puede estarse quieto, pues o el motor que nos conduce nos lleva a casa o nos lleva a otras cosas. El corazón está hecho para servir, no es como el corazón o como el “animus” de los animales que funcionan más o menos mecánicamente con sus instintos y tienen un margen de libertad pequeñísimo. Nuestro corazón puede orientarse de mil maneras, pero siempre servirá a algo. Es decir, o tenemos al Dios Trino como horizonte de nuestro corazón y la Comunión de vida que es Dios –el Dios verdadero, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo–, o si no nuestro corazón servirá a algún ídolo. Ese ídolo puede ser el afecto de los demás. Ese ídolo puede ser el más peligroso de todos, según dice el Evangelio en su conjunto, que es el dinero, porque es el que más esclaviza y ata al hombre; y junto al dinero, el poder. El poeta inglés Eliot decía: “Hemos sustituido a Dios y lo hemos sustituido por tres ídolos: el dinero, la lujuria y poder”, que son como los tres ídolos del mundo contemporáneo.

Aquí dice el Señor: “No se puede servir a dos señores”. ¡Pues, claro! Si sirve uno a uno, traiciona al otro, sobre todo si esos dos señores son incompatibles. Entonces, nuestro corazón está hecho para un señor, y siempre tendrá un señor, y será ese señor, si es el Dios verdadero. Nosotros gozaremos de la libertad de los hijos de Dios. Si no es el Dios verdadero, estaremos sirviendo a algún ídolo. A lo mejor, ese ídolo es nuestro propio “yo”. Nos servimos a nosotros mismos y, a lo mejor, utilizamos a los demás para servirnos a nosotros mismos, pero eso deja siempre un poso de amargura, de insatisfacción, porque estamos hechos para Dios, no estamos hechos para los ídolos. Por eso, los ídolos -dice la Escritura de muchas maneras- devoran al hombre. Cuando nuestro corazón sirve a ídolos, somos nosotros los que perdemos. Cuando servimos a Dios, nosotros crecemos, nosotros somos ensalzados, como la Virgen. El Señor se fija en la pequeñez de su sierva y nos ensalza. Si servimos a los ídolos, los ídolos nos terminan devorando. Devoran nuestra alegría, devoran nuestra libertad, nos devoran a nosotros mismos al final. No me detengo a comentar la Carta a los Filipenses, que es una declaración de gratitud de San Pablo, de una ayuda que ha recibido de los filipenses, estando en la comunidad de Filipo, estando en la cárcel. Pero sí que pongo de manifiesto que esa gratitud es posible porque San Pablo había reconocido también que todo lo tenía por basura al lado de Cristo y del seguimiento de Cristo, y eso le permite ser libre. Dice: “Me da lo mismo, estoy hecho a vivir en hambre y en abundancia, estoy hecho a vivir con necesidad y sin ella, a esta suelto o a estar en la cárcel”, como que “me da lo mismo todo, y sin embargo eso me permite agradeceros el don que me habéis hecho. No porque yo lo necesitara, que, teniendo al Señor no necesito nada, sino porque se apunta en vuestra cuenta”, es decir, “que el regalo que me habéis hecho se apunta en vuestra cuenta y eso es lo que yo quiero, que tengáis muchos intereses en vuestra cuenta”. Eso refleja esa libertad gloriosa de los hijos de Dios de la que tantas veces nos habla la Escritura y trato de resaltar.

Que el Señor nos conceda servir al Dios vivo, que nos libera de los ídolos que siguen, permanentemente, queriendo adueñarse de nuestro corazón -los ídolos no se rinden–, para que podamos gozar de la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

7 de noviembre de 2020

Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)

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