“No aplaudamos a los santos: hay que abrirles el corazón”

Homilía en la Eucaristía del XXIX Domingo del Tiempo Ordinario y Jornada Mundial de las Misiones (DOMUND), en la que se celebró el inicio del Año Jubilar Teresiano en Granada y el 75 aniversario de las Estaciones de Penitencia de la Cofradía del Cristo del Consuelo y María Santísima del Sacromonte.

Queridísima Iglesia de Dios, pueblo santo,

Esposa de Nuestro Señor Jesucristo,

muy queridos sacerdotes concelebrantes,

queridos Hermanos de las Cofradías,

saludo especialmente a todos los miembros de la Orden Carmelitana y algunos otros religiosos que nos acompañan,

queridos amigos todos:

Este domingo se acumulan las realidades por las que dar gracias y por las que pedir al Señor. Y también el Evangelio es un Evangelio tal vez de los más provocadores y más explicativo del ministerio de Jesús de todo el «corpus» de los cuatro evangelios.

Decía alguien estudioso de los Evangelios, de los más famosos del siglo XX, que los Evangelios son una historia de la Pasión con un prólogo muy largo, porque lo que había que explicar en aquel comienzo de la Iglesia en el mundo judío era por qué el Hijo de Dios había podido ser condenado a muerte. Eso era lo que era escándalo para los judíos, y locura para los gentiles, y eso era lo que era necesario, por así decir, explicar. Y entonces, de la tradición que oralmente los discípulos habían transmitido acerca de las palabras y de los hechos de Jesús, o si queréis, de los hechos y de las palabras de Jesús, están, por así decir, seleccionados aquellos, y son los que han permanecido para nosotros, que más explican por qué Jesús fue condenado a muerte.

De hecho, en el mundo antiguo, no era de la divinidad de Jesús de lo que se dudaba. Más bien, en los dos primeros siglos de lo que había tentación de dudar era de su humanidad y, por lo tanto, que Dios hubiera podido morir, y morir por nosotros; era un hecho tan escandaloso, tan increíble, que era necesario aportar todas las fuentes posibles.

Hago el elenco de las cosas que hoy celebramos, que ya se ha hecho también en la monición de entrada, y no puede decir más que unas pocas palabras y unas pocas frases sobre cada uno. El primero, el más importante para la vida de la Iglesia desde el punto de vista de la Iglesia Universal, sin duda ninguna, pero también para nosotros, puesto que todos nosotros nacemos, crecemos y vivimos en una familia. Y todos nosotros, todos los seres humanos, básicamente, vinculan su imagen de lo que es que la vida humana se cumpla, de lo que es la felicidad humana, de lo que es, y así ha sido a lo largo de la historia también, con todas las variaciones y todas las culturas, está vinculado al hecho del amor esponsal y del matrimonio. Por tanto, la conclusión del Sínodo de la familia hoy es algo que tiene que ver, profundamente, con la vida de todos nosotros. Es obvio que no voy a abordar aquí de una manera significativa lo que trata el Sínodo, pero también es obvio que el tema de la familia y del matrimonio no sólo es un tema de trascendencia, y de trascendencia existencial enorme para cada uno de nosotros, para todos los seres humanos, y de una trascendencia social inmensa.

¿Por qué? Porque es obvio que, por ejemplo, esta vieja Europa, que fue cristiana, hoy se está muriendo, precisamente como consecuencia de su enorme confusión (entre otras causas) acerca de lo que significa vivir como ser humano, acerca de lo que significa la vida humana y los fines y las metas de la vida humana, a causa de la censura y del silencio absolutos sobre esas metas y sobre esos fines de la vida humana que hacen imposible en el fondo, a la larga, todo razonamiento moral con capacidad de convicción. Por lo tanto, Europa se muere a causa de su propia autodestrucción, porque en esa destrucción de lo humano, el punto primero, o el punto último, si queréis, que se destruye, pero ciertamente el punto decisivo, es, justamente, la concepción del matrimonio y de la familia, la existencia misma del matrimonio y de la familia.

Tengo que decir con dolor, con un dolor muy grande, que, en este sentido, en España, ahora mismo, somos la única sociedad en que el matrimonio ha dejado de existir, en el sistema jurídico y legal español. No ha sucedido antes. Jamás en la historia, jamás, ninguna cultura de la que tengamos noticia; siempre el matrimonio ha sido una realidad protegida, hubiera la concepción del matrimonio que hubiera. Sólo en esta sociedad post-ilustrada el matrimonio ha sido percibido -casi desde el principio, desde los primeros economistas políticos ingleses del siglo XVIII o de finales del XVII-, la familia y el matrimonio eran el gran obstáculo al desarrollo de la economía. Dios mío, qué falsedad tan grande, cuando todos -es decir, el pueblo que abre los ojos, el pueblo que no tiene su visión distorsionada por un filtro ideológico, normalmente multiplicado al máximo por los medios de comunicación social- sabemos que si la crisis no ha causado muchísimos más destrozos de los que ha causado, se debe, precisamente, al sostenimiento que las familias están dando a las personas que no tienen trabajo, a las personas que no tienen posibilidad de encontrarlo, al sostén humano que la familia significa para el hombre, que de no ser por una familia viviría en una absoluta desesperación; y es en la desesperación donde crecen los totalitarismos, también es necesario decirlo. Todos los totalitarismos que han nacido en el mundo moderno y en el mundo contemporáneo han nacido en situaciones de desesperación de un pueblo.

Por lo tanto, Dios mío, tenemos que reaprender lo que significa el matrimonio y tenemos que reaprender lo que significa la familia. La concepción humana más difundida, la que puede considerarse como base -por eso os he dicho que no es un tema que se pueda desarrollar adecuadamente en el marco de una homilía-, la concepción de base del hombre moderno y de las relaciones humanas en el mundo moderno es la concepción del contrato social, donde dos hombres, dos seres humanos, absolutamente iguales, sin más diferenciación de ningún tipo, números, números reducidos a cifras y a una masa, seres humanos, iguales e idénticos, autónomos y libres, deciden libremente asociarse de la manera que ellos consideren oportuno. Esa imagen del contrato social, ese sustrato del contrato social que está como sustrato de todos los sistemas políticos e ideológicos que han nacido en el siglo XIX y en el siglo XX, porque, inevitablemente, pone la relación de hombre y mujer, la relación esponsal de hombre y mujer, esa relación única, que es la relación esponsal de hombre y mujer, en las claves del «yo te doy tanto y tú me das tanto» y el balance tiene que estar equilibrado a final de mes, o a final de año, o después de un tiempo, y si no está equilibrado, todos somos libres de romper el contrato social en cualquier momento de ese contrato, y no hay otra obligación moral mas que la de que el contrato esté equilibrado siempre, que el balance resulte siempre en un equilibrio por ambas partes. Eso es incompatible con la experiencia humana del matrimonio.

El matrimonio es un cheque en blanco; mejor dicho, dos cheques en blanco. Porque no es la mujer la que da un cheque en blanco al hombre, nunca. No hay matrimonio, aunque eso suceda mucho en la práctica. Sólo hay matrimonio cuando los dos, libremente, se dan un cheque en blanco para toda la vida.

Y eso (y es lo que quería deciros acerca de la familia) ¿dónde se puede aprender? Se aprende, mejor que en ningún otro sitio -habría muchos sitios donde se podría aprender, pero, desgraciadamente, cada vez es más difícil que se aprenda en ellos, incluso en los sistemas educativos o en los sitios que se siguen llamando por rutina sistemas educativos-, en la Eucaristía, mis queridos hermanos. Ahí es donde aprendemos lo que significa un matrimonio, porque ahí es donde aprendemos qué es lo que hace el esposo por la esposa: «Tomad, comed, este es mi cuerpo, esta es mi sangre derramada
por vosotros». El lenguaje de la Eucaristía es un lenguaje esponsal.

Cada Misa es una boda. Los cristianos nos hemos olvidado de ello. Y vivimos, o vamos a Misa por quien cumple, por cumplir una obligación, porque tenemos alguna necesidad y tenemos que pedirle al Señor por algo, como un acto de piedad, pero cada Misa es la celebración de una boda, y la esposa es la Iglesia, vosotros, a quienes os he nombrado antes que a nadie, antes que a los sacerdotes, antes que a nada: la esposa es la Iglesia, y cada uno de los que formamos la Iglesia, que tenemos la experiencia de que Cristo se da hasta la muerte para que nosotros vivamos. A la luz de eso se entiende que el matrimonio pueda ser un cheque en blanco mutuo. ¿Por qué? Porque la vida, a la luz de Cristo, es un cheque en blanco que Dios nos ha dado a cada uno de nosotros, una promesa, una alianza nueva y eterna de amor para siempre, que el Señor no romperá jamás aunque nosotros la rompamos.

Celebramos, al mismo tiempo, el V Centenario, la apertura del V Centenario de santa Teresa de Jesús. Dios mío, quienes hayáis visto algunas de las series o algunas de las películas en televisión sobre la Reina Isabel, habréis visto el tipo de corrupción que durante el Renacimiento vivía la realidad de la Iglesia; y era real, no trato yo de… no soy para nada un defensor del gremio como gremio. La Iglesia ha sido pecadora y ha habido momentos en la vida de la Iglesia especialmente dramáticos y especialmente olvidadizos de lo que significaba ser cristiano y uno de los peores de nuestra historia ha sido justamente el comienzo de la modernidad. El comienzo de la modernidad se escribe en Italia «El Príncipe», de Maquiavelo: el primer tratado del totalitarismo moderno. En esa misma época nace el capitalismo, que muy pronto será vinculado al Estado y a las Administraciones del Estado y controlará de alguna manera nuestras vidas, la vida de las personas, de las familias, de los pueblos.

Y en esa misma época la Iglesia vivió una corrupción que alcanzó a los Papas, a nadie se nos oculta. En ese momento, Dios suscitó a un puñado de hombres, y los suscitó en nuestro país fundamentalmente, que poniendo en juego todas sus energías, toda su humanidad, hicieron todo lo que estaba en su mano para recuperar la frescura, la originalidad, la verdad profunda de la fe cristiana. Menciono sólo los nombres más conocidos que acompañaron en la vida de santa Teresa, y yo suelo decir cuando hablo de ellos que los santos vienen a puñados siempre, porque donde hay un gran santo, justo inmediatamente alrededor surgen constelaciones de santos, vienen en racimos. En aquel momento, España se llenó de un racimo de santos de primera magnitud para la vida de la Iglesia. Pensad, junto a santa Teresa no sólo la imagen de san Juan de la Cruz, que también pasó por aquí, y vivió la persecución por parte de la propia Iglesia, de sus propios hermanos carmelitas, que lo encarcelaron por promover la reforma; en Granada también predicó san Juan de Ávila, también Doctor de la Iglesia y también una de las figuras grandes de la evangelización en aquel primer momento, pero pensad en san Ignacio de Loyola, en san Francisco Javier, en san Juan de Dios, personalidades muy diferentes todos, extraordinariamente ricas en su humanidad, con contrastes muy diversos. El teólogo Urs Von Balthasar hablaba del temperamento radical de san Juan de la Cruz y de que gracias a la amistad con santa Teresa, santa Teresa supo mantenerle los pies en la tierra lo suficiente para que no terminase siendo un iluminado o cualquier otra cosa, y su vida permaneciese en el seno de la comunión de la Iglesia orientada absolutamente hacia Dios.

Damos gracias por estos santos y aquí quiero deciros dos cosas. Primero, la reforma de todos ellos y eso si leéis -y os invito a que leáis fragmentos o trozos o versiones más adaptadas al lenguaje del siglo XX de sus obras, de las obras de santa Teresa-, os encontraréis con poner a Dios en el centro (dejarse de toda la parafernalia de aquella vida en la que los consagrados a Dios, pues llegaban a tener criados y criadas, los monjes, las monjas, en apartamentos o en celdas, que, en realidad, terminaban siendo pequeños refugios de las pequeñas pasiones humanas), poner en el centro a Dios y dejar caer todo lo que no es Dios, y volver a recordar que nuestra relación con Dios es una relación de amor, es una relación esponsal, y que nuestra vida y nuestra felicidad está vinculada a la acogida de ese amor de Dios y a la respuesta de ese amor de Dios, volver a recordar la primacía del primer mandamiento: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu ser».

Dios mío, eso no está en nuestra mano. En la oración de la Misa de hoy y en las oraciones de las cuatro últimas venimos pidiendo a la Iglesia: ‘Señor, concédenos tu gracia para que podamos hacer tu voluntad, para que podamos cumplir tus mandamientos’. Por lo tanto, hay que pedir ayuda al Señor para poder amarLe, hay que pedir la gracia del Señor para que nos brote del corazón el amor. Soy cristiano por la gracia de Dios y no doy un paso en mi vida si no es por la gracia de Dios.

Damos gracias por estos santos; damos gracias por santa Teresa de una manera especial. Para nosotros son de alguna manera los santos del Siglo de Oro español, son fundacionales de la Iglesia. Yo lo comento muchas veces: he sido profesor de Historia de la Iglesia Antigua y os aseguro en la memoria del pueblo cristiano, para nosotros, los primeros siglos de la Iglesia, incluso la Iglesia del siglo VIII, del siglo X, o la Iglesia de otra generación de santos muy grande, al comienzo del Sacro Imperio Romano-germánico, en la dinastía de los Otones, todo eso es prehistoria, todo eso no tiene influencia, apenas tiene influencia. Nuestro cristianismo es un cristianismo moderno, es un cristianismo barroco (…) somos una Iglesia extraordinariamente moderna, con todas las ambigüedades, las cosas maravillosas y las dificultades de una Iglesia cuya memoria histórica empieza en 1492, como Iglesia, como memoria del pueblo cristiano, y cuya memoria histórica está vinculada a esos santos: san Ignacio de Loyola, santa Teresa de Jesús, san Juan de Dios, san Juan de Ávila.

Qué curioso que todos hayan tenido que ver con nuestras tierras. Y ese es el segundo pensamiento que yo quería decir en relación con los santos, y cito sencillamente un pasaje de Bernanos escrito muy poquito después de la Guerra Civil. Decía: «Dios mío, no aplaudáis a los santos, escuchadlos y seguidlos». Es decir, acoged su enseñanza y su palabra en vuestro corazón y seguidlos. Y dice: «Si Europa hubiese escuchado a san Francisco de Asís en lugar de aplaudirlo, Europa se hubiese evitado el Cisma de Avignon, la Reforma Protestante, las llamadas ‘guerras de religión’ y muy posiblemente dos guerras mundiales». No lo digo yo, lo dice un pensador que escribía eso en el año 1940.

No aplaudamos a los santos: hay que abrirles el corazón; como no aplaudamos a Cristo o a la Virgen, escuchémosles, abrámosles, abramos las puertas de nuestras vidas, de nuestras familias, de nuestros matrimonios, de nuestros lugares de trabajo, de la vida social, política… a Cristo, es la única esperanza para este mundo que se muere a chorros. Y es el único tipo de indignación con este mundo que se muere a chorros que no conduce a nuestra propia muerte, a la muerte de todos, a una muerte más rápida, más veloz, más llena de resentimiento, a un vacío más grande y a un vértigo más espantoso.

Miramos a la cruz y escuchamos el Evangelio de hoy a la luz de esta cruz. Os decía al principio que el Evangelio de hoy es uno de los que explican por qué Jesús fue condenado a muerte, de los que ayudan a explicar; había muchas causas, y varias a la vez, pero la pregunta que le hacen a Jesús es todo menos ingenua. En el mundo judío en el que Jesús vivía, la cuestión de pagar el tributo era una cuestión que podía costarle cualquiera de las dos cosas que podía haber respondido Jesús: «sí, hay que pag
ar el tributo», le podía haber costado la vida inmediatamente; «no, no hay que pagar el tributo», inmediatamente hubiera sido denunciado al César y, sencillamente, le hubiera costado la vida también inmediatamente. Y Jesús dice algo que parece un enigma; es un enigma, porque, además, de hecho, se puede interpretar de muchas maneras: «Dadle al César lo que es del César y a Dios lo que de Dios».

Dorothy Day, una periodista neoyorquina, también de la primera mitad del siglo XX, en proceso de beatificación, comentaba este pasaje diciendo: ‘El asunto es que cuando a Dios se le da lo que a Dios le pertenece, al César no le queda nada’. Y es verdad. Esa es nuestra fe.

Acabamos de leer un Salmo donde dice: ‘Del Señor es la tierra y cuanto la llena, aclamad al Señor todas las naciones, el Señor gobierna todos los pueblos. Dios es el único soberano de las vidas de los hombres’. Y tal vez no está de más recordarlo en un momento en el que los Estados y las administraciones públicas tienden a un intervencionismo cada vez mayor en más ámbitos de la vida humana, desde la educación hasta la familia, hasta la conciencia de qué significa ser hombre o qué significa ser mujer, y cómo tienen que ser las relaciones entre hombre y mujer, o cómo tienen que ser todas las relaciones humanas. Dios mío, ¿quién le ha dado al Estado autorización para entrar en esos mundos? Hay una tendencia, aunque sea con guante blanco, aunque sea con una fachada democrática, al totalitarismo en nuestras sociedades modernas que es como para hacer temblar. El Evangelio nos recuerda que el único Señor de nuestras vidas es Dios, que al único que le debemos todo lo que somos es a Dios, y que esa dignidad de los hijos de Dios ni está en venta, ni está de rebajas, en ningún sentido, ni ante nadie, ni ante ningún poder del mundo. Los poderes legítimos merecen todo el respeto que merecen siempre las autoridades legítimas, pero la conciencia de lo que somos, el valor de nuestras vidas, el valor de la vida del ser humano más pequeño, el hijo concebido y no nacido, por ejemplo, sólo Dios dispone de ella, nadie más. ¿Está claro? Y de eso, nosotros tenemos que ser testigos y defensores. Sin hacer cálculos ni políticas, ni de ningún otro tipo, porque no es moral decir ‘¿a cuántos puedo matar?’, ‘¿a cuántos me trae cuenta matar?’, ‘¿mato a unos poquitos menos en esta opción que en esta otra?’ No. Nosotros no transigimos con la muerte de un ser humano, inocente -y el más inocente de todos, porque ni tiene sindicatos, ni vota-, es el niño concebido y no nacido. Y eso no significa, para nada, que no hay que tener una misericordia y un amor y afecto inmenso a la mujer que se ha visto en esa desgracia. No tiene nada que ver una cuestión con la otra. Todo el afecto que podamos darle, y como comunidad cristiana más que a nadie, porque ¿cuántas veces ha sido dejada sola ante esa terrible decisión?, y no sabía que pudiese tomar otra siquiera, o no le cabía la posibilidad de tomarla. Por lo tanto, amor, ¿a quién ha tenido esa desgracia?: sin límites, pero el principio no está en cuestión, ni vamos a admitir que se ponga en cuestión, como cristianos, ni podemos admitir que se ponga en cuestión, como cristianos.

Eso, lo del César, le costó a Jesús la cruz. Tomar esta posición nos puede costar, sin duda, ser perseguidos o ser criticados. Es un honor para un cristiano estar más cerca del misterio redentor del hombre, del amor infinito a la vida humana que Cristo significa, cada vez que lo sacamos por las calles, cada vez que celebramos la Semana Santa: es un honor y es una gracia poder estar cerca de ese sacrificio que Él ofrece y que nos recordamos cada Misa, si no estamos distraídos: «Esta es mi sangre derramada por todos vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados».

Dios mío, que seamos un pueblo cristiano digno de los santos que nos han precedido, y dignos, sobre todo, del Dios que nos ha redimido en la cruz. Que así sea. Así lo pido yo para todos vosotros, así lo pido yo para nuestra Iglesia, así lo pido yo para mí mismo.

+ Mons. Javier Martínez

Arzobispo de Granada

Santa Iglesia Catedral de Granada

19 de octubre de 2014

XXIX Domingo del Tiempo Ordinario y DOMUND

Escuchar homilía


**Al término de la Eucaristía:

(…) He sido muy largo, me he dejado una, y es el hecho de que hoy es el día del DOMUND. Todos lo habéis oído, seguramente, por anuncios, de diversos lugares. Dios mío, y no hace falta recordar el valor de nuestros misioneros en todo el mundo, cuando tenemos tan cerca y tan a mano toda la tragedia del ébola, en la parte más deprimida y más destruida de África, que es el África occidental. Sed generosos. Todas las iglesias del mundo hoy colaboran a este esfuerzo de extender la Buena Noticia y la alegría de Jesucristo a todos los hombres.

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