“Necesitamos la fe, la esperanza y el amor”

Homilía en la Misa funeral por el descanso eterno del obispo castrense D. Juan del Río, el 3 de febrero de 2021.

Queridos Teniente General, Coronel, representantes también de las Fuerzas de Seguridad del Estado:

El Señor ha querido llevarse de entre nosotros a D. Juan del Río y, como se ha llevado, y se lleva todos los días, a muchísimas personas en este tiempo de especial dificultad para todos. Yo pienso que, de alguna manera singular, también especialmente para vosotros, por las circunstancias de vuestro modo de vida, por vuestra vocación.

Muy pronto, al comienzo de la pandemia, tuve noticia de una familia de vuestro entorno que había sufrido la muerte de una madre en otro lugar de España al que no había podido asistir ni acompañar. De alguna manera, la muerte de D. Juan ha sido también significativa. Nadie hemos podido acompañarle y, en eso, tengamos la misión que tengamos en la vida, todos los hombres ante la muerte somos iguales. Y ante Dios también somos iguales.

Los funerales, o una Misa en sufragio por su alma, no es un lugar de hacer panegíricos. Hace ya 34 años que soy obispo y conozco a D. Juan desde los primeros días de mi episcopado, cuando él era todavía un Delegado de Pastoral Universitaria en Sevilla, y hacíamos algunos cursos en verano para la formación de jóvenes juntos, en los que participó y yo también con él. Por otra parte, es de los obispos de mi generación, por así decir, de los poquitos que quedan en mi generación, porque ya los obispos que vienen son de generaciones más jóvenes. (…) un hombre entregado a su misión, con una humanidad muy grande, con una preocupación muy grande, porque el anuncio de la fe y de la esperanza cristiana pudiese llegar a todas partes a través de los medios de comunicación a los que él siempre ha tenido un aprecio y un gusto especial por ellos. Y hoy pedimos por su alma con la certeza confiada que tenemos acerca de todos nuestros difuntos; de que la Misericordia de Dios es lo que nos aguarda al otro lado de la muerte. Ese es el tesoro de nuestra fe, realmente. Y no sólo en función de nuestras buenas obras, que, sin duda, el Señor ha prometido recompensar al ciento por uno, porque Dios no se deja ganar por nadie en generosidad, sino que en todas las Eucaristías pedimos por los que han muerto en la esperanza de la Resurrección, es decir, las personas bautizadas, creyentes, que participan en este mundo de la vida que Jesucristo nos ha hecho posible y por todos los que han muerto en Tu Misericordia. Eso significa que nadie, nadie, está excluido de la Misericordia de Dios.

Lo que nos distingue a los cristianos no es que seamos mejores que los que no lo son. Sólo nos distingue el hecho de que hemos conocido a Jesucristo y sabemos que Dios es Amor, una Misericordia infinita y sin límites. A mí me parece que este tiempo en el que el Señor nos ha puesto para vivir es un tiempo especialmente necesario para recordar ese tesoro que es la fe, que no son unas creencias o una lista de principios morales. Benedicto XVI lo decía muchas veces: es una adhesión a un Acontecimiento, al Acontecimiento de Cristo que ha cambiado la condición del mundo, no porque, de Jesucristo para ahora, los hombres seamos mejores, que seguimos siendo más o menos lo mismo… Aunque, también tengo que decirlo y es honesto con la historia de la Iglesia. La historia de la Iglesia está llena de nombres de santos. También en el mundo no cristiano hay héroes y hombres de Dios y figuras que rebosan la Presencia de Dios, pero la historia de la Iglesia, en la que hay pecados de todas clases, hay, sin embargo, una multitud incontable de santos: misioneros, padres de familia, madres de familia, niños, chicos, jóvenes, de los que se puede decir lo que decía la Carta a los Hebreos: “Hombres y mujeres de los que no es digno el mundo”.

Yo quisiera, en este tiempo donde tantas cosas nos distraen (los mismos hechos de los terremotos) de las verdaderas preguntas…: ¿quién soy yo?, ¿cuál es mi destino?, ¿qué es lo que puedo esperar de la vida?, ¿para qué estoy en este mundo?, ¿qué es lo que me aguarda después de la muerte?, ¿quién da sentido a todas las fatigas, luchas, virtudes y cualidades que implica la vida humana? Quienes somos cristianos sabemos que Dios es Amor y ese Dios Se nos ha revelado, y no sólo como una idea, sino que se nos ha dado como un don que atraviesa la historia y llega hasta nosotros, y permanece hasta nosotros todos los días hasta el fin del mundo en Jesucristo. A Jesucristo encomendamos el alma y la persona de D. Juan, todos los fallecidos de las Fuerzas Armadas, de las Fuerzas Aéreas, de las Fuerzas de Seguridad del Estado y a nuestros familiares.

Yo sólo quiero dar un testimonio. Vosotros los curas decís muchas veces que la fe es un misterio, pero a mí me parece que es mucho más misterioso tener que vivir sin fe. Yo pensaba en estos meses muchas veces: en la fe hay cosas que tienen su justificación en costumbres de la historia o en experiencias históricas concretas, pero la fe nunca es fruto de un razonamiento, fruto de algo que se pueda demostrar, como yo no puedo demostrar que mi madre me quiere. Me sigue queriendo desde la inmediatez y la cercanía del Señor. Eso no se puede demostrar nunca, pero uno tiene la certeza de que es verdad, cuando es verdad. Y esa certeza no necesita de argumentos. Es una experiencia que uno tiene y uno sabe que nadie me la podría arrancar. Algo parecido pasa con la fe. Es verdad que hay cosas de la fe que no las entiendo como las puede entender una máquina, como puedo entender un ordenador o un observatorio astronómico. El corazón humano, el misterio de nuestro destino, la respuesta a la pregunta “¿quién soy yo?”, nos abre a un mundo donde los cálculos técnicos y las teorías… Nosotros somos conscientes de que somos criaturas mortales, somos conscientes de que distinguimos el bien y el mal. Y puede haber algún filósofo que haya dicho que estamos situados más allá del bien y del mal. Todos nos pasamos la vida tratando de demostrar que hacemos las cosas lo mejor posible: a nuestros jefes, a nuestros cónyuges, a nuestros hijos. ¿Por qué no somos capaces de vivir más allá del bien y del mal? Y si uno se pone a pensar, dices: ¿cómo se explica que un mundo tan bello y al mismo tiempo tan misterioso, y tan complejo, haya nacido de una explosión de la nada? Eso es un misterio mucho más difícil de creer que todos los misterios que hay en el Credo. Necesitamos la fe.

El canto de la Virgen del Pilar, que yo he oído muchos años, es un canto de fe y de esperanza. Es una oración. Y esa oración, al final, es la fe lo que lo justifica. ¿Qué sentido tendría la lealtad si no hubiera nada? Si la vida no fuera más que una serie de juegos de poder. Que el poder puede mucho y se corrompe lo sabemos, pero todo eso no justifica vuestra lealtad, algo que tiene que ser más grande que los intereses y los grupos de este mundo. Los sacrificios, los riesgos que corréis. Un novelista muy grande, Dostoievski, dijo: “Si Dios no existe, todo está permitido. Pero, si todo está permitido, si no hay ni bien ni mal, la vida humana se hace imposible. Si no, por qué tiene que hacer uno bien las cosas, ¿por el temor al castigo?, ¿porque teme uno al castigo? ¿Y por qué tiene que haber castigo? ¿Qué más da todo? ¿Qué más da vivir? Y no somos capaces de vivir y no somos capaces de vivir diciendo “qué más da vivir”.

Por eso, al pedirLe por el alma de D. Juan, todos nuestros seres fallecidos o aquellos hospitalizados en estos momentos y por todos nuestros difuntos, también los que han muerto en acto de servicio, que a ellos les recompense con la Misericordia infinita de Dios a todos. El Cielo no sería el Cielo si a mí me faltase alguno de mis amigos. Y por lo tanto, Dios, que quiere mucho más a mis amigos de lo que yo pueda quererlos, no va a permitir que falten. Que a ellos les haya regalado la gracia de Su Misericordia y que a nosotros nos conceda el don de la fe; que multiplique la esperanza. Que no quita el miedo, porque ni la esperanza ni la fe son una droga o un opio o un calmante. Al revés, la fe nos estimula justamente a dar la vida y a tener unos motivos para dar la vida y, por lo tanto, eso no lo hacen los calmantes.

En este tiempo nuestro, tenemos especial necesidad de la fe. La fe no se comunica haciendo sermones como yo (por mi vocación y misión tengo que hacer ahora). La fe se comunica en los gestos, en la seriedad con que uno se toma a las personas. En el afecto con que uno trata a las personas que el Señor te pone en el camino de la vida. El Papa lleva dos años, desde que hizo la Declaración aquella en Abu Dabi, insistiendo en la necesidad de que, quienes somos cristianos, tenemos que ser creadores y fomentadores de la fraternidad humana. Y yo creo que, habiendo leído sus textos y tratando de entender un poco los resquicios de por qué insiste tanto en eso, es porque no hay alternativa: o trabajamos y fomentamos a esa fraternidad, a tratarnos verdaderamente como hermanos, o la alternativa es una especie de guerra de todos contra todos, que hace la vida invivible. Se hace tan fatigoso vivir en una lucha constante con todo, hasta con la misma realidad.

Sólo si hay un amor infinitamente más grande. Pero Señor, necesitamos, como aquel centurión: “Señor, yo creo, pero aumenta nuestra fe”. Sostennos en esa fe, en esa esperanza, en medio de ese mundo que no necesita nada tanto como la fe. Necesitamos la fe, la esperanza y el amor. Los tres dones que el Señor, al quedarse con nosotros, nos hace posible vivir. También lo decía San Juan Pablo II: “El hombre puede construir un mundo de espaldas a Dios, pero un mundo de espaldas a Dios se volverá necesariamente contra el hombre”. Y yo creo que eso, en pequeñito, o en más grande, lo vemos todos los días.

Por eso, Señor, acoge a nuestros hermanos en Tu Misericordia y aumenta nuestra fe.

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

3 de febrero de 2021

Iglesia parroquial Sagrario-Catedral

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