Mirar al ser humano con algo del corazón del Señor y la Virgen

Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía celebrada en la Basílica de Nuestra Señora de las Angustias, tras la Ofrenda Floral a la Patrona de Granada, para dar gracias a Dios por el día vivido juntos en torno a Nuestra Madre.

Queridísima Iglesia del Señor;
muy queridos D. Blas y D. Francisco;
querido Hermano Mayor;
queridos representantes y miembros de una parte o de otra de la Hermanad;
queridos hermanos y amigos, que os unís a esta celebración:

Yo no puedo dejar de dar gracias un año más por la preciosa tarde que el Señor nos ha permitido ver con nuestros ojos. Decía Jesús una vez a sus discípulos: “Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. Porque muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis y no lo vieron”.

Qué alegría. Qué gratitud tan grande por ver a un pueblo cristiano expresando sencillamente su fe, su esperanza, su amor a la Virgen; su necesidad de salvación y de protección, y al mismo tiempo suplicando a la Virgen por sus muchas necesidades. Es probablemente el espectáculo más bello que hay sobre la tierra. Hay fuegos artificiales muy grandes, hay maravillas técnicas y obras del hombre que impresionan mucho (como decía alguien de América: en América todo es más grande que el hombre). Lo bello de esta tarde es justamente lo que los hombres no somos capaces de hacer, que es un pueblo de hermanos. Un pueblo donde todos nos sentimos familia, donde todos nos sentimos hijos de Dios y hermanos unos de los otros; donde hay una inmediatez y un respeto increíble, bellísimo, que no es producto de los cálculos de los hombres, ni de los esquemas de los hombres, ni de la organización humana (la organización da más organización, esa es la lógica de lo que se llama normalmente burocracia”). Justamente, lo que no hay esta tarde es eso, no hay burocracia. Hay un pueblo. Eso es lo que los hombres no somos capaces de hacer, sólo Dios es capaz de hacer. Y es un verdadero criterio de credibilidad, es decir, algo que hace razonable la fe, porque vemos que los frutos de esa fe son algo bello (lo bello es siempre verdadero y es siempre bueno). Y es algo que desborda totalmente las capacidades de los hombres y las medidas de los hombres.

Por eso no puede uno mas que dar gracias. Te doy gracias, Señor. Las doy todos los días, porque me das ese testimonio de la fe que me hace a mi avergonzarme de mi mediocridad o de la fragilidad de mi fe, de mis pecados, de todo. Porque veo la obra de Dios hecha carne de ese pueblo que viene a venerar a la Virgen, a suplicarLe y a darLe gracias. Os lo confieso: me avergüenzo de no ser digno de un pueblo tan bello. Ofreces la vida, ofreces lo que tienes, ofreces tu pequeñez y tus miserias. Las ofreces por la vida de ese pueblo: Señor, cuida este pueblo; Madre de la Iglesia, Madre del Señor, cuida a este pueblo, que tu Hijo y Tú habéis cuidado de una manera tan preciosa y que se expresa públicamente en un momento donde la gente con frecuencia siente vergüenza de manifestarse como cristiano. Y sin embargo, todos tenemos necesidad de esa expresión pública porque a todos nos fortalece en la fe el verla; todos tenemos necesidad de que el cuerpo de Cristo se haga visible, de que la humanidad y la carne y el pueblo de Dios pueda ser percibido como una realidad, no sólo espiritual, no sólo como valores o algo así, sino como una realidad humana nacida del costado de Cristo. Y con el ruido de las motos y la alegría de las madres que traen a su bebé por primera vez, y con los caballos y los bailes tradicionales. Hombres y mujeres de nuestro tiempo que se saben hijos de Dios y que saben, que esperan la salvación del Hijo de Dios y de la intercesión de su Madre, que es también nuestra Madre desde la Pasión.

Ese es el primero y el más grande de los sentimientos. Habría muchos más. No voy a señalar mas que otro, que no es un sentimiento, es una súplica. Lo hemos pedido en la oración de la Misa de hoy: que asociándonos a la Pasión de Cristo, junto con María, podamos merecer la gracia de la resurrección.

Pero cuando nos asociamos hoy a la Pasión de Cristo –pensaba yo al recitar la oración- no nos asociamos a algo que pasó hace dos mil años y que no tiene que ver con nosotros. Nos asociamos a la madre que me decía “¿puedo encomendarle una intención familiar muy grave para que pida usted por ella?”; o a la persona, al padre de una chica relativamente joven, que me decía “la van a operar la semana que viene. ¿Puede usted bendecirla?”; a la súplica que vosotros, los que estabais recogiendo las flores, habéis podido ver en tantos ojos que se dirigían a la imagen de la Virgen de las Angustias con una súplica de esas de las que el Señor hubiera elogiado en el Evangelio cuando le dijo a la cananea “mujer, qué grande es tu fe”. Eso, que lo hemos visto de una manera cercana, es la pasión de Cristo hoy: las víctimas de los atentados, las víctimas de las luchas de poder y de los intereses políticos de todo lo que mueven las guerras que hay en el mundo; intereses políticos y económicos a los que se sacrifica la paz, la felicidad, la vida de tantos millones de hombres y mujeres. Esa es la pasión de Cristo hoy.

Que nos podamos asociar a la Pasión de Cristo con la Virgen significa poder mirar al ser humano con algo del corazón del Señor, con algo del corazón de María. No se trata de que nos echemos cada uno los dolores y los sufrimientos del mundo, sólo las espaldas de Cristo son capaces de afrontar y de abrazar el universo entero. Pero seguro que tenemos cerca personas, que, de una manera o de otra, ancianos, chicos jóvenes sufriendo, despistados o heridos en su juventud ya, que podamos acercarnos a esa Pasión de Cristo con unos ojos de afecto.

Yo le pedía ayer al Señor –me lo sugería la liturgia de ayer y me lo sugiere la liturgia de hoy- al pedir que nos asociemos a la pasión de Cristo: Señor, no se trata de que nosotros resolvamos el mundo, pero sí que se trata de que podamos donde estemos ser una presencia buena para aquellos que nos rodean; una presencia buena, una presencia llena de afecto, una presencia llena de misericordia, una presencia capaz de aliviar el dolor. A lo mejor no podemos curar a un enfermo, pero siempre podemos quererle, darle un abrazo, hacerle una caricia, decir una palabra amable y buena, expresar con cariño, que a veces es lo que uno más necesita en la vida, más que la salud. La salud sirve de muy poco si la vida no está sumergida, bañada en amor. Al revés, puede servir de hacer la vida muy miserable por dentro.

Señor, que asociándonos a la Pasión de Cristo –de Cristo que vive hoy, que sufre hoy en los hombres, en nuestros prójimos- podamos merecer resucitar gloriosamente; resucitar con tu Hijo y participar de su Gloria y de tu Gloria en el Reino de los Cielos. Que así sea para todos nosotros.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

15 de septiembre de 2017
Basílica de Nuestra Señora de las Angustias

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