«Llénanos de tu Presencia para ser capaces de amar la vida»

Homilía del Arzobispo de Granada en la vigilia y Eucaristía por la vida naciente, el 27 de noviembre, a la que asistieron miles de personas en la Catedral. La Eucaristía concluyó con el rezo del Magnificat.

Queridísimos hermanos y amigos, queridos sacerdotes que habéis venido para uniros a esta celebración.

Pienso que el Santo Padre ha querido inaugurar esta tarde una tradición, que será una costumbre a partir de este momento en la Iglesia, una tradición que consiste en unir a la celebración del comienzo del Adviento –la primera del año litúrgico, que ya de por sí es preciosa porque nos reunimos en familia y se inicia un nuevo ciclo de la memoria de nuestra Redención- una oración de todas las iglesias del mundo por la vida naciente. Es obvio que la oración por la vida naciente tiene en nuestro mundo una urgencia particular, por la sencilla razón de que el aborto es la mayor causa de víctimas, y de víctimas inocentes, que hay en nuestra tierra en este momento. Pero el Papa también ha querido hacerlo para poner de relieve algunas cosas que creo que nos ayudarán a comprender el sentido profundo de esta oración.

En primer lugar, el hecho de la dignidad de la vida humana, del valor sagrado de toda vida humana, de la condición humana como una vocación especialísima de Dios para cada hombre, como un amor especialísimo. Decía Juan Pablo II –y ha repetido aquí en España Benedicto XIV- que el ser humano es la única criatura que Dios ha amado por sí misma, todas las cosas que existen han sido creadas en función del hombre, pero sólo al hombre Dios lo ha establecido y lo establece como un “tú”, alguien a quien mira a la cara y se reconoce a sí mismo, alguien con quien establece una relación cuya analogía más cercana es la de un padre o una madre que ve a sus hijos. Lo pone ante sí como a alguien con quien quiere compartir los tesoros de la vida, compartir el amor, alegrarse y gozar con él. ¡Así nos ha creado el Señor!

Muchas veces, digamos, que el derecho a la vida es algo que forma parte del derecho natural, y es cierto, pero nuestra verdadera naturaleza y vocación sólo se ilumina a la luz de Cristo, y de hecho, sólo en ambientes donde la cultura está entretejida con la sabia de la vida que brota de la Pascua, de la vida cristiana, se ama la vida suficientemente, tanto como para que incluso en medio de toda clase de dificultades sea un motivo de acción de gracias y el comunicarla una expresión misma de la gratitud con la que uno vive ante el amor de Dios.

Juan Pablo II, en aquella primera Encíclica, en un pasaje especial e iluminador, dijo: el profundo estupor ante la dignidad de la persona humana se llama Evangelio, se llama también cristianismo. El nacimiento de Cristo, la alegría con la que celebramos la Navidad, es algo más grande que la rutina de una fiesta, o un motivo de agradecimiento al Señor porque somos más buenos o nos portamos mejor. El nacimiento de Cristo tiene que ver con nosotros mismos, con lo que somos, desvela e ilumina lo que somos. Desvela en primer lugar nuestra vocación a la eternidad, es decir, que no hemos sido creados como los animales, que viven y mueren sin que quede su memoria, sino para participar en la vida inmortal de Dios, aún pasando por la muerte. Hemos sido creados para la vida eterna, para un amor sin fin, y eso nos convierte en protagonistas de la historia de un modo que jamás ha existido fuera de la tradición juedo-cristiana.

Hay historiadores que dicen que lo que llamamos historia sólo empieza a existir en el Antiguo Testamento en torno al reinado de David, con la historia de los últimos Jueces y de los Reyes de Israel. Son los primeros libros de historia, por así decir, los primeros donde se cuenta la historia como una historia humana, con protagonistas y pasiones, y eso sólo es posible que surja sobre la certeza de una alianza de un Dios que es fiel, aunque probablemente en ese momento los israelitas no tenían todavía conciencia de que era el único Dios verdadero, pero sabían que era fiel y que su fidelidad permanece para siempre, y esa conciencia proporcionaba el suelo a nuestra dignidad humana, a nuestra condición de hombres. Pero cuando el Hijo de Dios asume nuestra carne, cuando se une a nosotros con un amor indescriptible, inefable, inimaginable para la mente humana, hasta hacerse uno con nosotros, dignifica nuestra alma y nuestro cuerpo, dignifica nuestra condición de tal manera que se inicia en la historia algo completamente nuevo. Esa novedad, explotará, por así decir, la mañana de Pascua, porque el Hijo de Dios participó de todo lo humano excepto del pecado. Pero participó en las consecuencias del pecado y así se sometió a una muerte, y una muerte de cruz. Fue su amor a nosotros lo que le llevó a encarnarse, y fue su encarnación la que lo llevó a la cruz.

Pero el amor no podía dejarse vencer por el mal de los hombres, por las pasiones, por la pequeñez y la mezquindad de la historia, y su amor ha triunfado sobre la muerte rasgando de una vez por todas el velo del santuario que ocultaba el lugar de la Gloria de Dios, de tal manera que el lugar de la Gloria de Dios somos nosotros ahora. ¡Ha entrado en el cielo llevando nuestra carne! ¡El cielo ha quedado rasgado para siempre y se ha desbordado sobre la tierra! Cada celebración de la eucaristía es un desbordarse, cada bautismo y cada confirmación. Y esa luz que ilumina nuestro destino no elimina nada de nuestro drama. Nos permite comprender quiénes somos y vivir el drama de la vida con una conciencia nueva, la conciencia de poder gozar de la libertad gloriosa de los hijos de Dios, con la certeza de la resurrección. Como dice San Pablo a los efesios, nos ha sentado con Él a la derecha de Dios. La conciencia de que la tierra ya no es sólo el lugar de la muerte, sino también de la certeza de la vida eterna, de la fe, la esperanza y la caridad, de una vida nueva hecha de amor. Tal vez nos parezca una cosa inmediata, pero el amor a la vida que nos define como cristianos brota de la Encarnación, del amor infinito de Dios por la criatura humana, por mí, por cada uno de nosotros, y sólo puede expresarse en nosotros como gratitud desbordante.

Cuando se espera poco de la vida o cuando no se espera nada, ¡qué difícil es tener hijos aunque se deseen, qué difícil incluso desearlos! Si la vida es sólo lo que la vida puede dar -cuando constantemente se nos enseña que los bienes de este mundo son escasos, que hay que luchar por ellos, que la regla suprema es que el pez grande se come al chico para sobrevivir- , como se nos enseña todos los días del año a todas horas de mil maneras, ¡qué terrible! Y si añadimos la conciencia de que estamos en crisis, de que los bienes son más escasos, Dios mío, eso sólo engendra la desesperanza. Cristo ha bañado la existencia humana de amor, y su gracia hace brotar a borbotones en nosotros la alegría de vivir. La gratitud por la vida es la que hace posible amarla en todas sus formas, y desear comunicarla. Uno es partícipe entonces del Dios creador de un modo misterioso, porque el hijo de vuestras entrañas no es alg
uien destinado a morir y a ser olvidado, es alguien destinado a vivir para siempre participando de la comunión del Dios trino, del amor infinito e inmortal de Dios.

Creo que hay que comprender que nuestro afecto a la vida y al ser humano desde el momento de su concepción hasta su muerte natural tiene que ver con la profesión de fe en Cristo. Repito, eso no es negar que sea un algo natural. Es evidente que cualquier madre que pierde a su hijo en su seno sufre, y sufre inmensamente, y eso refleja algo. Pero no nos podemos engañar. Fuera de la tradición cristiana el aborto ha sido una práctica asumida en muchísimas culturas. Algunos de los antiguos textos testimonian como signo de la novedad de la vida cristiana el hecho de que los antiguos cristianos no abortaban o no mataban a los niños que nacían enfermos, cosa que sucedía por ejemplo en el Imperio Romano. Un filósofo como Séneca daba al padre la patria potestad para matar a un hijo que nacía enfermo o deforme.

El acoger la vida sin condiciones es fruto de la Redención de Cristo, de la experiencia de la vida que Cristo nos revela. Es verdad, como decía el Concilio y Juan Pablo II tantas veces, que el Hijo de Dios encarnado revela el hombre al mismo hombre, es decir, descubre la sublimidad de su vocación, nos revela lo que es propia y plenamente humano. Nosotros sabemos que el amor a la vida es lo plenamente humano, pero también sabemos que si nosotros tenemos esa conciencia clara la tenemos por gracia. Subrayo esto para que no nos convirtamos en jueces de un mundo al que a veces exigimos que piense como si fuera cristiano. El mundo es mundo, y no nos tiene que escandalizar. El único escándalo legítimo es que nosotros seamos tan pobres cristianos, que seamos tan poco convincentes para expresar o vivir nuestra experiencia de la fe, tan poco deseosos de trasmitirla en cualquier circunstancia de la vida, eso puede producirnos escándalo, pero no porque el mundo sea mundo. ¿Acaso aspiramos a ser reconocidos por el mundo cuando Nuestro Señor fue llamado demonio, Belcebú? Jesucristo dijo: si al dueño de la casa le han llamado Belcebú, ¡cuánto más a los siervos de esa casa! ¡A sus criados! El mundo os odiará como a mí, nos dice. ¿Por qué vamos a escandalizarnos? De lo único que tenemos que escandalizarnos es de que seguramente nuestras vidas no trasparentan a Cristo lo suficiente. Hay que pedirle al Señor humildemente que nos permita ser su cuerpo y que podamos reflejar su belleza y su rostro, sin negarlo.

Tenemos que tener muy claro que es malo definir la fe cristiana por aquello con lo que estamos en contra. Somos cristianos porque estamos a favor de la vida porque conocemos la vida eterna, la única razón consistente y sólida. Sé que estoy hecha para ella, igual que un niño, igual que el embrión más pequeño. En el amor de Dios cabemos todos. Por eso el amor y el gozo pueden ser eternos. Es el amor que hemos conocido, el que nació una noche en Belén, el que triunfó sobre la muerte en la Pascua y el que ha derramado sobre nosotros su espíritu y nos permite vivir como hijos de Dios. Tenemos que tener muy claro que estamos a favor de la vida, desde su concepción hasta la muerte natural. Igualmente claro tenemos que tener que una mujer que ha abortado tiene que poder experimentar el abrazo de Cristo.

El estar a favor de la vida no nos convierte en jueces para echar sufrimiento a quien tiene una de las heridas más grandes que se pueden tener en este mundo. ¡Puro abrazo y pura misericordia! Porque así anunciaba Cristo el Reino de Dios. ¡No nos convirtamos en fariseos! Sabemos que el aborto es un crimen, por supuesto, pero ante una mujer que ha abortado hay que arrodillarse. Necesita experimentar la misericordia de Dios sin límites, y no la verdad lanzada como un arma arrojadiza contra el pecador, porque si somos así, ¿qué misericordia podemos esperar nosotros? Si no tenemos ese pecado tenemos otros miles. Necesitamos la misericordia y la gracia.

Un último pensamiento en esta vigilia en la que sobre todo oramos con la oración del Adviento: ¡Ven Señor Jesús! ¡Llena nuestras vidas de tu Presencia, del amor, para que seamos capaces de amar la vida! A las madres y familias que deciden abrirse a la vida, dejadme deciros una cosa. En un mundo rural, por ejemplo, de otros tiempos, una madre que tenía varios hijos, esos hijos eran cuidados por el pueblo entero. Si la mujer estaba enferma el pueblo entero era, por decirlo de algún modo, una extensión de esa familia. En el mundo atomizado de nuestras ciudades, donde una familia tiene que vivir a veces en ciento veinte o setenta metros cuadrados, la mujer que decide estar abierta a la vida significa moverse veinticuatro horas al día en ese espacio, esa mujer necesita el apoyo, la compañía de la comunidad cristiana de una forma especial. Siempre es un milagro estar abierto a la vida. Pero en este mundo, a menos que recuperemos la humanidad visible de la comunidad cristiana, a menos que haya una comunidad donde se pueda vivir algo parecido a lo que vivían las mujeres de esos pueblos, no sería justo ni propio de un pueblo de hijos de Dios pedirle a las familias que estén abiertas a la vida y luego no acompañarlas para que puedan dar gracias por su apertura.

Tomarse en serio la apertura a la vida significa tomarse en serio lo que significa ser una comunidad cristiana, ser miembros de la Iglesia, del Cuerpo de Cristo, inmediatamente rompe el individualismo en el que somos educados.

Vamos a orar al Señor que viene diciéndole “¡Ven Señor Jesús!”, vamos a pedirle que su venida ilumine nuestras vidas, para que haya paz en nuestros corazones, para que nos sepamos salvados y redimidos por Cristo, para que tengamos la experiencia precisa y humana de su amor, y para que ese amor se viva en la comunidad cristiana, una comunidad en la que se es consciente de la necesidad de los unos de los otros, de que Dios nos quiere unidos, juntos, cercanos los unos a los otros, como un pueblo, como un cuerpo visible también a los ojos del mundo, visible por la misericordia sin límites de su amor.

Es curioso que el Santo Padre, en Barcelona, haya puesto como los dos buques insignia de la evangelización no la palabra ni el discurso, sino el amor y la belleza, no la belleza de las obras que hacemos los hombres, ni siquiera la de los cuadros. Hoy, por primera vez en más de siete años, los cuadros de la Virgen de Alonso Cano están en el lugar que les corresponde. ¡Bendito sea Dios! ¡Qué alegría tan grande! Precisamente la jornada de hoy ha sido anunciada en toda España con la foto de una pintura de la visitación, del abrazo entre María e Isabel. La verdadera belleza, la belleza última es la belleza de una vida marcada por la fe, la caridad y la esperanza, por la primacía de la caridad. Las tres permanecen para siempre, pero la más grande, la que llena las otras dos de vida es el amor.

Que podamos ser testigos de la belleza de ese amor en medio del mundo es la única forma insustituible de la evangelización. La caridad es un lenguaje universal que todo el mundo entiende. Es lo que puede hacer que cuando la gente mire al pueblo cristiano se sienta atraído por su belleza. Sois vosotros, querid
os hermanos, son vuestras familias, vuestros hijos, la heredad que ha bendecido el Señor en medio de un mundo oscuro y enfermo de desamor.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

Al final de la Eucaristía, Mons. Javier Martínez, añadió:

Demos gracias a Dios por habernos reunido para celebrar este comienzo del año litúrgico y esta vigilia de oración por la vida naciente.

Quiero dar gracias especialmente a las familias abiertas a la vida, sabiendo lo que significa de cara al mundo en este momento vuestro sacrificio y fortaleza. ¡Benditos seáis! Sólo como fruto de una gracia se explica esta apertura. Benditos seáis, padres y madres. Benditos sean aquellos que trabajan especialmente por sostener, acompañar y ayudar a familias con dificultades. Hago referencia a Red Madre y a otras iniciativas que ayudan a las madres que tienen dificultades o que están en peligro de abortar.

Le pido al Señor que suscite también entre nosotros algunos modos y caminos de ayudar a las mujeres que han abortado, consciente del gran sufrimiento que tienen, no porque se lo arroje la Iglesia, sino porque significa un dolor terrible para esa madre perder a su hijo.

Le pido al Señor que suscite personas para ayudarlas, porque están cerca de nosotros, son nuestras hermanas, tantas veces solas con su sufrimiento para el resto de su vida. Necesitan la compañía de la Iglesia, sentir el amor de Jesucristo y su misericordia infinita. Necesitan saber que sus hijos las han perdonado, poder vivir con la certeza de que Cristo también ha muerto por ellas y que también ellas han sido creadas para ser un sagrario del Señor.

Os deseo a todos que tengáis un Adviento lleno del deseo de Cristo.

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