«La verdad del matrimonio se aprende mirando a Cristo»

Homilía de Mons. Javier Martínez, Arzobispo de Granada,  en la Jornada de la Sagrada Familia.

La celebración de la Eucaristía ha tenido lugar  en la S.I Catedral, con el lema «La familia, hogar de la misericordia», en una celebración en la que ha podido ganarse el Jubileo de la Misericordia.

La liturgia de la Iglesia es la maestra de nuestra vida. Y no sólo de la vida cristiana, sino de la vida humana. En la liturgia aprendemos lo que significa la realidad, lo que significa el mundo, lo que significan nuestras vidas, quién es Dios para nosotros, quiénes somos nosotros para Dios, quiénes somos los unos para los otros. Por lo tanto, todo lo que es importante en la vida lo aprendemos en la liturgia. Y los más pequeños gestos en la liturgia tienen un significado. No hay nada que esté hecho por el gusto de hacerlo o por el gusto de hacer cosas que llamen la atención o que sean un poquito extrañas. En absoluto. Todo tiene una razón de ser.

Y así por ejemplo, después del día de Navidad, la liturgia de la Iglesia celebra la muerte del primer mártir. Y dice uno: «Acabamos de decir que el Señor nos ha traído la paz, nos ha traído la vida y los que le siguen desde el principio estuvieron abocados al martirio, es decir, les costó la vida ser discípulos de Jesús». A San Esteban le costó la vida. Pero la Iglesia llama a esa muerte «triunfo». Celebramos el triunfo del primer discípulo de Jesús. Es decir, hasta tal punto ha cambiado el Señor las categorías de nuestro corazón, las categorías de nuestra mente que el dar la vida por Cristo no es perderla, es ganarla, es triunfar. Y no sólo los mártires, sino que incluso los difuntos, en los primeros siglos, gracias a su conocimiento de Cristo, a la muerte la llamaban «el día del nacimiento», el «dies natalis», porque es el día donde uno empieza a vivir de verdad; es el día donde la vida verdadera nos abre las puertas para que podamos entrar en ella y participar del triunfo de Cristo. Por lo tanto, la mirada sobre la muerte ha sido cambiada; ha sido cambiada sobre la muerte, sobre la enfermedad, sobre el dolor. Cuando caemos en la cuenta de esto empezamos a sentirnos más paganos que cristianos, aunque llevamos toda la vida en la Iglesia (y lo digo por mi). Me abre de repente los ojos.

De la misma manera, la celebración de la Sagrada Familia. Siempre, el primer domingo, después de la Navidad, pone también de manifiesto que Cristo, que lo ha transformado todo, que ha cambiado nuestra experiencia de vivir, de mirar, de relacionarnos con nosotros mismos, con las personas, con todas las personas, con el mundo, con la realidad, lo primero que transforma con su Nacimiento es la experiencia humana mas profunda, más decisiva, más radical y a la que los hombres vinculan más la posibilidad de una felicidad en este mundo, y es la realidad del matrimonio y de la familia. Por lo tanto, lo primero que Cristo en Belén, al hacerse hijo de nuestra raza humana mediante la Virgen, y al recibir un nombre de San José, ilumina lo que significa, nos enseña. La Sagrada Familia será siempre una escuela de vida familiar. Y el caso es que no sabemos apenas nada de los detalles de esos años de silencio de Jesús, sólo que vivió en una familia.

¿Dónde aprendemos los cristianos cómo se transforma, cómo Cristo transforma la experiencia del amor esponsal, la experiencia de la paternidad, la experiencia de la filiación, de lo que significa ser hijos, de cómo el ser hijos es una condición para poder llegar a ser esposo y para poder, además, transmitir esa vida a la generación siguiente? En la Eucaristía. Los Padres de la Iglesia llamaban a la Eucaristía «un Belén permanente». Cada Misa es un Belén, cada Misa es una Navidad, en pequeño, hasta la Misa más pobre de un día de diario. Y ahí aprendemos quién es Dios para nosotros: alguien que se entrega para que nosotros vivamos. Ahí aprendemos quiénes somos nosotros para Dios, nuestras pobres vidas de criaturas, que no valen nada –»el más robusto hasta 80″, que pasan volando, que pasan como una sombra en la nebulosa inmensa, o en la galaxia inmensa, de la Historia-, son amadas hasta tal punto por Dios que Dios entrega a su Hijo a la muerte para que nosotros podamos ser hijos de Dios. Y Dios se revela así como el verdadero esposo, como lo había ido anunciando en el Antiguo Testamento, y como a Jesús le gustaba llamarse a Sí mismo. La verdad del matrimonio en ningún lado está expresada, no se aprende en unas reflexiones sobre la dignidad humana, o en unas reflexiones abstractas sobre el amor y cómo estamos hechos para el amor y cómo el amor nos hace más felices… No. Se aprende en la Historia de la Salvación. Y se aprende mirando a Cristo, el Esposo de la Iglesia, que se entrega por Ella para que Ella pueda ser santa e inmaculada en el amor. Pero lo mismo aprendemos también quiénes somos los unos para los otros. Por eso es bueno que el día de la Sagrada Familia lo consideremos cada vez más como una celebración de Iglesia, de toda la Iglesia. Yo sé que esta tradición empezó en Colón (ndr. Plaza de Colón, en Madrid) hace una serie de años y luego, con buen sentido, se celebra en cada Iglesia particular. Pero tenemos que descubrir que es una celebración de toda la Iglesia por una razón muy sencilla: nadie defiende a su familia en solitario. No os engañéis. No dejéis que el mundo os engañe. A mi me es muy difícil, como sacerdote y como pastor, ahora mismo ponerme a hablar con algún grupo de personas adultas y que no salga el tema de la especie de «plaga» que acontece en los matrimonios: la «plaga» de separaciones, la «plaga» de dificultades. Qué aire tan contaminado tiene que haber en el mundo para que algo a lo que los hombres hemos vinculado siempre la experiencia y la posibilidad de una cierta felicidad, y de un cierta fecundidad en la vida, hoy se convierta en algo casi imposible de mantener. Pues, que hemos olvidado a Cristo; que hemos pensado que eso era algo natural. Me lo habéis oído muchos decir muchas veces: la atracción es natural y Dios la puso en nosotros –según decía alguien «para que no se extinguiera la raza humana»-; la atracción es natural, pero entre la atracción y el amor hay un abismo. Y el amor se aprende junto a Cristo y de Cristo. Y la presencia y el acontecimiento de Cristo acontecen en la Eucaristía una y otra vez para renovar en nosotros la posibilidad de un amor y de la profundidad abisal de un amor que no tiene más techo que el amor infinito de Dios. ¿En qué se resume la moral de la Iglesia para los matrimonios, para las familias?: amaos hasta donde os lleguen las fuerzas, quereos hasta donde os lleguen las fuerzas.

Dos observaciones complementarias. En el mundo en el que estamos hay muchos aspectos que dificultan la vida de las familias y la comprensión del matrimonio. Muchos. Uno podría emplear mucho rato tratando de explicar algunos de ellos. Yo no voy a explicar más que uno hoy. El Papa hablaba en la Misa de Nochebuena de la «cultura de la indiferencia» y uno ve el mundo que hemos hecho y es un mundo anónimo, en muchos sentidos. Las personas somos sociedades anónimas en el sentido más real de la palabra: nos cruzamos por la calle sin conocernos, vamos a comprar cosas a los supermercados y apenas es posible tener nada, ninguna relación humana con las chicas que están en el contador o quienes están colocando las cosas. Todo son relaciones humanas superficiales. El modelo de nuestra sociedad, si lo queréis ver plasmado en una parábola, son los aeropuertos, donde hay millones de personas que se cruzan sin ningún tipo de relación, ni siquiera en el avión. «Buenos días», «buenas tardes», «bienvenido»: son lenguajes formales aprendidos en cursos de servicio público o de protocolo, y todos nos mantenemos. Eso genera la cultura de la indiferencia. Sociedades anónimas, sociedades donde el ser humano deja de ser un rostro que yo reconozco, que me interesa su historia, que puedo mirarlo con afecto, que conozco también sus debilidades. Es un m
undo inhumano. Hay que resistirse contra ese tipo de sociedad. Y es verdad –me diréis- en una gran ciudad de cinco millones de habitantes, por ejemplo como Madrid o Barcelona, o como las grandes ciudades de veinte millones de habitantes, que hay en ciudades de América Latina, ¿cómo es posible?; pues habrá que generar pequeños pueblos, pequeñas comunidades, pequeñas realidades donde podamos conocernos, porque si no, no aprendemos a tratarnos unos a otros. Y no podremos aprender en esas pequeñas comunidades se prolonga la Eucaristía. La vida entera –el comer, el beber, el celebrar un cumpleaños, el celebrar una boda, el ser amigos, el pedir ayuda unos a otros- sucede en el seno de esas comunidades. Ahí no es posible la cultura de la indiferencia. Pero esas comunidades sólo se mantienen como prolongación de la Eucaristía, como experiencia de la Eucaristía.

Tenemos, mis queridos hermanos, que luchar contra la cultura de la indiferencia. Y hay muchas maneras de luchar. Una, construyendo esos espacios de verdadera humanidad; que no los podemos construir con nuestras fuerzas; que los hace el Señor como fruto y consecuencia de la experiencia de la Eucaristía si la Eucaristía no es una experiencia pietista, individual, intimista y empobrecida en el fondo. Si la Eucaristía es eso, maestra de la realidad, maestra de la vida verdadera; si aprendemos ahí la vida verdadera, aprenderemos a desear, construir ese tipo de humanidad en toda nuestra vida; que toda nuestra vida sea una prolongación de la gratuidad que nosotros recibimos, de la gratuidad tremenda, enorme, que Cristo pueda ser alimento nuestro; que Dios mismo se haga carne de nuestra carne, y sustancia de nuestro cuerpo y de nuestra humanidad. Eso es algo enorme. Eso es algo tremendo. Las cosas de «las guerras de la galaxia» son juegos de niños sin imaginación ninguna comparado con lo que celebramos cada vez que celebramos la Eucaristía. Sin ninguna clase de imaginación. Pura proyección de nuestra falta de imaginación. Que Dios sea parte nuestra, eso es lo que es como para que a uno le estalle el corazón de alegría y para poder vivir de otra manera. Repito: pidiéndoLe al Señor que nos ayude a crear esos espacios, a recuperar las comunidades humanas, quienes viven en pueblos pequeños que haya lugares donde los niños puedan jugar libremente en la calle. Pero quienes vivimos en ciudades habrá que construir esos espacios y el Señor nos dará la forma de construirlo. Pero luego, en cualquier situación de la vida: vais al Lidl, o al Mercadona, o al Carrefour, o a cualquier otro, y la chica que está allí le notáis que tiene ojeras y le decís «¿cómo te llamas?». A lo mejor, sólo preguntarle «¿cómo te llamas?», «tienes muchas ojeras, estás muy cansada». Una pregunta de ese tipo y mi experiencia es que hace saltar sencillamente los espacios de humanidad que muchas veces no existen y tenemos ocasiones de que existan, el día está lleno de ocasiones de que existan: darle las gracias al conductor del autobús cuando uno sube o cuando uno se baja, buscando siempre cómo hacer aflorar algo que no sea indiferencia, que es el interés por el otro, para que eso se haga como una piel nuestra, como una piel de los cristianos, contra la cultura de la indiferencia, contra la cultura del descarte. Es necesario tratar de mirar siempre al otro a los ojos, interesarse por él, siempre, por todos los hombres, por todos los seres humanos. Todos somos necesitados. Luego, por aquellos que más necesitados están, más.

Último pensamiento. Eso no sucede sin lo que decía la Carta de San Pablo que hemos leído: sin el perdón y la misericordia no hay amor. El Señor entrega su vida por nosotros en el Altar, pero no lo hace para demostrar que es un superhéroe: lo hace porque es la única manera en que nosotros podríamos entender que su amor es más fuerte que la muerte; lo hace perdonándonos. Lo que adoramos en la Navidad y cantamos con villancicos es que el Señor nos ha perdonado, que ha aparecido la gracia y la misericordia de Dios y su amor a todos los hombres. No hay vida familiar, no hay matrimonio, no hay posibilidad de construir esta cultura sin una cultura de la misericordia y del perdón mutuo.

No hace mucho que decía el Santo Padre poco antes del Sínodo de la familia: no tenemos padres perfectos, no nos casamos con la persona perfecta, no tenemos hijos perfectos, nuestras familias nunca son perfectas, es absolutamente imprescindible, aparte del milagro que supone que dos seres tan iguales y a la vez tan distintos como son un hombre y una mujer puedan sencillamente unirse para ser verdaderamente una sola carne, y no me refiero a la unión íntima matrimonial, sino a vivir unidos, eso es un milagro, porque supone tanto para el hombre como para la mujer un triple salto mortal que nadie es capaz de dar sin la ayuda de la gracia. Por lo tanto, no hay manera de evitar eso. ¿Y eso qué significa? Que si no entra esa perspectiva de la gracia, de la Navidad, de la Redención de Cristo, de la misericordia, del perdón, la vida se convierte en una fuente de reproches. Eso es lo que decía el Papa. Cuando empezamos en el seno de una familia a contar derechos y deberes, ¡qué mal! Estamos al nivel del estado moderno. Horroroso: empezamos a hacer cuentas, cuánto me debes, cuánto te debo, qué es lo que he hecho por ti, qué es lo que tú haces por mi. Horroroso. Ahí se muere, se empantana el amor y la vida se hace insoportable. Le damos la razón a Sartre cuando decía: «¿El infierno? El infierno son los otros». Claro, en cuanto uno empieza a exigir al otro que me haga feliz; cuando sólo Dios tiene el poder de hacerme feliz, porque sólo Dios sabe perdonarme hasta el fondo, hasta la raíz. Pero somos discípulos del Señor. Vivimos de Su Vida. Dios mío, tenemos que aprender a perdonar, tenemos que aprender a lo que decía San Pablo «perdonándoos unos a otros y que el amor sea el ceñidor de todo».

La cultura del perdón. Sin perdón no hay familia. Sin perdón no hay sociedad, sin misericordia que perdona. Y el Señor fue la única condición que nos puso para ser hijos suyos. En el Padrenuestro, nosotros no pedimos mas que una cosa: Señor, sálvanos y perdónanos. Pero perdónanos como nosotros perdonamos. Si nosotros no perdonamos, no podemos presentarnos ante Dios a pedirLe perdón. Así de simple. Al Señor no le asustan nuestros pecados, no le asustan nuestras miserias; si queréis, tampoco le asusta que a veces seamos incapaces de perdonar, entonces hay que pedirLe «Señor, ayúdame a que cambie mi corazón y a que aprenda a perdonar. Dame las fuerzas, dame el deseo de perdonar. Así de pobre soy, así de pecador soy, pero cámbiame Tú el corazón». Y sólo esa súplica empieza a generar la tierra donde puede nacer un amor más grande, más puro, más verdadero, más parecido al de Dios.

Vamos a darLe gracias a Dios de nuevo, porque Él ha venido a nosotros y ha iluminado el matrimonio y la familia con la Encarnación de Su Hijo, y ha iluminado la profundidad de ese amor en la Encarnación de Su Hijo. Y vamos a pedirLe que, al mismo tiempo, Él nos enseñe a perdonar como somos perdonados, y Él nos enseñe a mirar a todo ser humano sin indiferencia como alguien llamado a ser hermano mío, miembro de mi Casa y de mi familia. Más aún: miembro de mi propio cuerpo. Enséñanos, Señor, esa novedad tuya que hace que en este mundo podamos vivir un comienzo, un pregusto, un anticipo de tu Cielo, de nuestro Cielo, porque tu Cielo es nuestro hogar y nuestra casa.

Vamos a proclamar la fe.

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

27 de diciembre de 2015

S.A.I Catedral de Granada

I Domingo de Navidad y Jornada de la Sagrada Familia

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