Homilía en la Eucaristía del Domingo de Resurrección, en la S.I Catedral, el 4 de abril de 2021.
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, amada con ese amor inefable que el Señor ha revelado en estos días, y revela en estos días del Misterio Pascual, Pueblo Santo de Dios;
saludo especialmente a los niños que a lo mejor son los que entienden mejor todo lo que significa la liturgia de hoy, porque tienen esa complicidad profunda de su corazón con el Misterio que todavía los mayores no hemos conseguido estropear en ellos:
muy queridos hermanos sacerdotes;
queridos todos:
Todos sabemos que la Pascua es un nuevo comienzo y, sin embargo, al mismo tiempo, es verdad que todos venimos a ella a pesar de haber celebrado el Jueves Santo y el Viernes Santo, y el día del gran silencio del Sábado. Todos venimos a ella por una parte con un deseo muy grande de la vida eterna, del amor infinito de Dios, de la verdad inagotable y de su inefable gloria o belleza. Pero, al mismo tiempo, todos llevamos a nuestras espaldas los sacos de nuestra vida cotidiana, que no dejan de estar presentes.
Las heridas que arrastramos de nuestra historia o de nuestra vida, la preocupación por esa operación que está por venir o por esos exámenes que están a las puertas y que generan tanta ansiedad o tanta preocupación. El dolor de alguien muy querido y que se lo ha llevado el virus y nos cuesta comprender que es el Señor quien lo ha acogido; las múltiples historias con las que el Enemigo permite que nos flagelemos, que nos aflijamos, que nos preocupan y que quisiéramos como cargar todas en las espaldas del Señor (y las cargamos), pero aun así nos siguen pesando a nosotros en nuestra pequeñez.
Sabiendo que somos así… Y el Señor sabe que somos así, y el Señor sabe que nuestras preocupaciones siguen con nosotros y que hasta dos días antes, el mismo día de Viernes Santo, Pedro le negó en la madrugada, cuando su Señor estaba siendo condenado -y que Pedro quería al Señor no ofrece duda-, cuando el Señor se vuelva a encontrar con él y le pregunte “Pedro, ¿me quieres?”, él dirá, “Señor, tú lo sabes todo, sabes que te quiero”. Y eso mismo podemos decirLe cada uno de nosotros al Señor. Pero dejadme afirmar con toda la fuerza que, con todo eso que somos, con todo lo que somos, sin censurar nada de lo que somos, de nuestras pequeñeces muy grandes y de nuestras pequeñeces muy pequeñas, pero que nos agobian lo mismo, o que nos hacen sufrir lo mismo; con todo lo que somos, ¡Cristo ha resucitado! Y la victoria de Cristo sobre la muerte, sobre el mal, ya había vencido en la cruz y, en realidad, sobre la muerte también, pero se manifestó para nosotros en la mañana de Pascua. Una mañana como esta mañana de hoy. Una mañana de primavera, fresca, limpia.
La Resurrección de Jesucristo significa verdaderamente una nueva Creación, significa que todo lo hace nuevo. Sin eliminar nuestra humanidad, que el Señor no la elimina. Es más, si pidiéramos que la eliminase o si él accediese a esa petición de eliminarla y convertirnos en maniquíes de plástico, pero no seríamos las criaturas por las que el Señor ha derramado Su sangre. No seríamos Hijos de Adán, redimidos por Cristo.
Yo quisiera subrayar esta mañana sólo el hecho que Cristo ha resucitado y que esa victoria suya sobre el mal y sobre la muerte significa una nueva Creación. Una nueva Creación para nosotros y para el mundo entero. Todo comienza de nuevo. Y todo comienza de nuevo porque hay un amor que es eterno y que se renueva constantemente. Repito, sin destruir nada de nuestra pobreza. El abrazo del Señor nos cambia. Es en esta vida y un gesto verdadero de amor. Pienso en qué necesita más un agonizante que una caricia de alguien y esa caricia le hace sonreír, le hace afrontar la muerte sintiéndose acompañado. Algo así nos pasa a todos en nuestra vida. Un gesto de amor verdadero nos recupera y el Señor nos da ese gesto de amor que es su amor hasta la muerte y su triunfo sobre la muerte, para que nosotros podamos experimentar Su abrazo y experimentar la alegría de esa nueva Creación, la alegría de esa nueva primavera, de ese brotar de todas las cosas de nuevo, renovadas no por nuestros méritos, no por el esfuerzo que hemos hecho, no por lo bien que nos hemos preparado. Sólo por Tu amor sin límites por nosotros y por todas las cosas. Por nosotros y por todos los hombres.
Mis queridos hermanos, dejadme decirlo: lo que celebramos no es una interpretación. Lo que celebramos no es una creencia, no es una manera de pensar: es un Acontecimiento. Un Acontecimiento que ha sucedido, ha sucedido verdaderamente. Con cuánta intuición los cristianos de Oriente, cuando se felicitan la Pascua, dicen: “Jesucristo ha resucitado”. Y la respuesta es “verdaderamente ha resucitado”. Ha resucitado verdaderamente, ha vencido a la muerte de verdad. Y me diréis: “Nosotros no lo hemos visto”. Y tampoco las mujeres, cuando llegaron al sepulcro. Cristo ya estaba vivo. Y tampoco los apóstoles lo vieron vivo, pero no lo vieron resucitar, porque la Resurrección sucede en la Historia y en el borde de la historia.
Le pasa a la Resurrección lo mismo que a la Creación. Nadie ha visto la Creación. Vemos sus efectos, vemos sus obras, vemos la belleza de un rostro humano, vemos la belleza de unos montes, de un valle hermoso. Vemos la belleza de un gesto de amor verdadero, de amistad verdadera, de entrega, de perdón, de misericordia. Percibimos esa belleza y nos conmueve. Los físicos y científicos pueden hurgar hasta minutos después de la Creación, pero nadie puede ver la Creación. Y sin embargo, es obvio, que nadie nos damos la vida a nosotros mismos, que nadie nos damos el ser a nosotros mismos. Que el mundo entero no se da el ser a sí mismo.
De la misma manera, la Resurrección, porque son dos acontecimientos que son el uno como el otro, porque es una nueva Creación, verdaderamente. Nadie ha visto la Resurrección, pero hemos visto los frutos. Vemos los frutos. Vemos los frutos de santidad. Vemos cómo cambia el corazón de los discípulos y de ser unos cobardes huidizos, miedosos, vemos cómo el Espíritu Santo transforma. Vemos los frutos de humanidad que produce la Resurrección del Señor. Ojalá esos frutos fueran más potentes en nosotros, más significativos, más claros, más transparentes, para que el mundo pudiera conocer el acontecimiento grande que es la única fuente de esperanza que tenemos los hombres. El único nombre -dirán los Hechos los Apóstoles- que se nos ha dado bajo el cielo para que podamos salvarnos: Jesucristo, Tú, Señor. Tú eres nuestra única esperanza. La esperanza de un mundo verdaderamente humano. La esperanza de un mundo según tus designios. La Resurrección del Señor no es una interpretación hecha por la Iglesia o por los discípulos de su vida. Es un hecho que nadie esperaba. Es un hecho que ni siquiera en sus categorías culturales podría entrar de ninguna manera. Y es el único hecho que explica el nacimiento de la Iglesia que los Hechos de los Apóstoles nos van a contar a lo largo de estos 50 días de Pascua. Y es el único hecho que explica gestos de perdón, el abandono del miedo a la muerte, la novedad de vida en la que vive un pueblo.
Muchos de nosotros hemos tenido el regalo inmenso de conocer familias que no se daban cuenta casi de que eran cristianas, pero donde el amor y la entrega por los demás era un hecho cotidiano de cada día, repetido cien veces a lo largo del día como una cosa natural, espontánea. Donde había sufrimientos sin duda y limitaciones. Y sin embargo, había algo que nos parecía que era normal, humano, natural. Y que hoy, que falta en la vida de nuestras familias más y en nuestra sociedad, la presencia de Cristo vivo, nos damos cuenta de que no era natural. Era el fruto de esa Presencia de Cristo en nuestra humanidad.
Mis queridos hermanos, lo que anunciamos lo repito y lo repetiría mil veces y lo discutiría con quien fuera necesario. No es una interpretación de las palabras de Jesús o de la vida de Jesús, o de la persona de Jesús. Es un Acontecimiento y es un Acontecimiento único en la historia, pero que ilumina la historia entera desde el principio. Ilumina la Creación y desde el principio hasta el final de los siglos. Y lo abraza todo. Y abrazo sobre todo, toda nuestra humanidad, con todas las miserias, con todo su mal, con todo su pecado, porque el amor de Dios es tan grande que no se avergüenza de amarnos, a pesar de nuestras llagas. Jamás Dios se avergüenza de nosotros, porque, en Jesucristo, cuando nos mira, no puede más que ver el Rostro de Su Hijo, al que ama con todo su Ser. Y no puede dejar de mirarnos con ternura, con misericordia, con una mano tendida para que nos apoyemos en Él y no en nosotros.
Celebramos la nueva Creación, celebramos este Hecho. Adorábamos el Viernes la Cruz. Habría que adorar exactamente igual el sepulcro vacío, la Presencia viva de Cristo en medio de nosotros. Y aunque nosotros no la adoráramos, la Resurrección seguiría siendo un Hecho que ha cambiado la Creación. Lo harían, igual que en la entrada de Jerusalén. “Si estos niños se callan -dijo Jesús-, gritarán las piedras”. Pues, lo mismo pasa con la Resurrección. Aunque pueda parecer que nuestra fe y nuestra adoración y nuestra vida sea insignificante ante el peso de las mil noticias que saturan la vida del mundo y los mil hechos aparentemente importantes que saturan esas noticias, la novedad de la Resurrección, la luz de la Pascua, no depende de nosotros. Y en estos días se dirán muchas veces, casi lo vamos a decir: “El Cielo y la tierra proclaman la majestad de tu Gloria”. ¡Claro que la proclaman! Todo proclama la Resurrección, porque todo proclama al Dios verdadero, que se despoja de Sí mismo para que su Creación viva. Y tal vez no lo hacemos nosotros, pero lo hace la Creación misma, lo hacen las plantas, lo hacen las estrellas, lo hace la tierra.
Si es que nosotros nos callamos porque, no lo olvidéis, si Cristo no hubiera resucitado, la Creación sería toda ella trágica y la vida humana sería trágica. Como no resistimos vivir en la tragedia, tratamos de distraernos con cosas que nos distraigan. Pero si Cristo no ha resucitado, todo resulta terriblemente trágico. Sin embargo, la Resurrección de Cristo ilumina el rostro. Nos unge con un óleo de alegría. Nos abre a la conciencia de que no hemos nacido para el sepulcro. Hemos nacido para la eternidad. Hemos nacido para Dios y Dios no se olvida de nosotros. Dios no se va a olvidar de nosotros. No puede olvidarse de nosotros, porque no puede mirarnos sin ver en nosotros el Rostro de Su Hijo, los dolores de Su Hijo, el amor de Su Hijo por ti, por ti, por mi, por cada uno de nosotros; por el más miserable de los hombres, por el más pobres de todos, a quien Cristo no ha dejado jamás de amar y desearía llevar sobre sus hombros y acariciarla con su cuello, como a la oveja perdida.
Ese es nuestro Dios. Ese es el Dios que merece el don de nuestra vida; que merece la alegría triunfadora de todas las miserias y de todos los miedos y de todas las angustias. Esa es la vida que triunfa de la muerte. Esa es nuestra certeza. Nuestra certeza no es simplemente que, si nos portamos bien, Dios al final nos dará un premiecito, y si nos portamos mal, Dios al final nos castigará. Eso es lo que han pensado los hombres paganos en todas las religiones de la historia, en todas. Sin excepción. Lo que nosotros cantamos es que el amor de Dios ha triunfado sobre el mal del mundo, triunfa sobre nuestro mal, que, aunque yo no tengo Señor otra cosa que presentarte y que ofrecerte que mis pobres pecados, que mis pobres mezquindades, que mis limitaciones, Tu amor no se avergüenza de mí y me recoge y me lleva y me transporta a la vida eterna, hasta tal punto que San Pablo dice: “Ya estamos sentados a la derecha de Dios, junto a Cristo”, en el Cielo.
El Cielo empieza aquí para quien conoce que Cristo ha resucitado. Y es que nos hemos convertido de repente en hombres de plástico, que ya no tienen defectos, que son maravillosos, que no tienen nada que reprocharse, ni nada por lo que pedirse perdón unos a otros o por lo que pedir perdón a Dios. ¡No! Pero el Cielo empieza aquí, porque Cristo está con nosotros, porque Cristo está en nosotros. Y ojalá esté de tal manera que los hombres puedan reconocerlo, que puedan ver a Cristo en nosotros, que puedan ver a Dios y el amor de Dios en nuestro amor, de unos por otros y en nuestro amor al mundo.
Cantamos el Aleluya y lo cantamos con toda el alma. Cantamos y Le pedimos al Señor que haga rebosar nuestra mente, nuestro corazón, nuestra libertad, nuestro afecto, las obras de nuestras manos. Que todo esté transformado por la alegría de Cristo que ha resucitado. Sí, que verdaderamente ha resucitado y no porque lo hayamos nosotros conseguido, sino porque así se revela Él como el Dios verdadero, y se revela Él como el destino, la meta, el horizonte de nuestra vida. Hemos nacido para Dios y lo sabemos porque Cristo ha resucitado.
Mis queridos hermanos, podría estar horas diciéndoos lo mismo y no os diría nada nuevo. Os diría una y otra vez lo mismo. Vamos a profesar la fe gozosos y que este Acontecimiento, que la certeza de este Acontecimiento inunde verdaderamente, como un verdadero diluvio, nuestras vidas, nuestro ser. Para que florezcan esas vidas, para Gloria de Dios y para bien de los hombres. Para que los hombres puedan conocer a Dios. Que no nos tienen más que a nosotros, para conocer la verdad de la Resurrección. No nos tienen más que a nosotros, para conocer la misericordia y el amor de Dios. No nos tienen más que a nosotros, que somos el Cuerpo de Cristo, para conocer que es posible vivir con alegría todos los días de la vida, suceda lo que suceda. Y aunque a veces no tengamos a veces ni fuerzas ni ganas de esa alegría, pero Cristo está y está contigo, y está en ti, y no va a dejar de estar nunca, todos los días hasta el fin del mundo
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
4 de abril de 2021
S.I Catedral de Granada