Homilía en la Misa funeral por las víctimas de la DANA

Homilía en la Misa funeral por las víctimas de la DANA, celebrada en la S.A.I Catedral el 27 de noviembre de 2024. La Misa fue presidida por el arzobispo Mons. José María Gil Tamayo y concelebrada por un grupo de sacerdotes diocesanos, y contó con la asistencia de distintas autoridades civiles y militares, entre ellas la alcaldesa de Granada.

Queridos sacerdotes concelebrantes y diácono;
queridos seminaristas;
queridas autoridades civiles, autonómicas, provinciales;
queridas autoridades militares y autoridades de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad;
queridas autoridades judiciales y autoridades académicas;
queridos hermanos y hermanas:

Nosotros también podríamos preguntarnos “si hubieras estado aquí, no habría muerto, Señor, tanta gente. Es la pregunta del ser humano ante estos hechos y, sobre todo, de estas dimensiones, que hemos contemplado y que los medios de comunicación nos han traído desde el día que se produjo la DANA hasta ahora, reiteradamente. Y vemos el sufrimiento del calvario de tantas miles y miles de personas, de toda una región próspera, de toda una zona con un gran presente y porvenir de gente trabajadora. Vemos también la provincia de Albacete. Hemos sentido también cercana en las costas de Málaga, Almería, también en nuestra propia costa granadina. Como lo han sentido también en Jerez y, sobre todo, nos llena de dolor esos más de 200 muertos y todavía cinco desaparecidos. Esa fila interminable de destrucción. Nosotros también cuando contemplamos esto, tenemos esa pregunta que siempre el ser humano se hace ante la desgracia, sobre todo cuando no entra en sus previsiones.

Desgraciadamente, la muerte forma parte de la vida humana. Sabemos que un día nos llegará. La sentimos como un golpazo más firme, más doloroso en los seres queridos y lo sentimos también, aunque a veces el acostumbramiento humano nos lleva a verlo como una cosa lejana, cuando contemplamos los noticiarios y vemos los desastres de la guerra, los desastres de las hambrunas; tanto sufrimiento, que, aunque lejano, los percibimos cercanos y nos hemos acostumbrado. Pero cuando nos golpea una tragedia como la que hemos contemplado ya nos damos cuenta de que no es de ficción. De que no está lejana. De que está cerca. Y nosotros también preguntamos: “Si hubieras estado aquí, Señor, ¿por qué, no habría muerto toda esta gente? Pero, en el diálogo de Jesús con Marta se esclarece. Ese Jesús que llora, ese Jesús que llora. Todo un versículo de este pasaje del Evangelio, “Dominus Flevit”. El Señor lloró. Jesús llora.

Jesús llora, porque Lázaro era amigo suyo, era una familia amiga. Cuando iba a Jerusalén, se acercaba a Betania y se quedaba en casa de estos amigos. Y Jesús, como a veces nos parece que pasa con el Señor, parece que se ha ido, parece que no nos responde. Y a nosotros también, como a los apóstoles en el lago que ven que sucumben, que las olas hacen que la barca se ponga a la deriva. ¡Señor, despiértate, que perecemos! Y Jesús les responde ¿por qué teméis, hombres de poca fe?

Y es aquí, queridos hermanos y amigos, donde hemos de encontrar el consuelo y para los creyentes una razón fundamental de fe, que humanamente estas realidades no tienen sentido. Podrán venir los técnicos, podrán venir los que hacen las previsiones, pero nuestro mundo tiene una historia, una historia de catástrofes, una historia cuando la naturaleza reivindica su papel, su grandeza y también su crudeza.

Queridos hermanos, tenemos que echar mano de la fe, pero no por un contento de simples. No para adormecernos, sino para buscar esa confianza en el Señor, que es la que nos ha mostrado la primera Lectura del libro de la Sabiduría, de toda una literatura sapiencial, en que en la Biblia se muestra qué pasa con los justos que sufren. Ellos explicaban que un malvado tuviera un mal, un porvenir desastroso, pero ¿un justo? Así, muchos Salmos se quejan ante Dios y contesta el Libro de la Sabiduría, con una visión que sabe la fe, que trasciende la visión humana, que nos puede llevar a la desesperación, a la desesperanza, al sinsentido.

El hombre, queridos hermanos, no es un ser para la muerte. Como decía un nihilista: el hombre no es un personaje absurdo de una novela idiota, sino que tiene un sentido nuestra vida. Y, sobre todo, tiene un sentido cuando la enfocamos desde el amor, desde el cariño. Y ahí también, queridos hermanos, nosotros como creyentes que le pedimos al Señor por estos hermanos nuestros que han muerto, por sus familias, encontramos también en el mostrarse de tantos y tantos voluntarios, de esa corriente que ha respondido como un tsunami de esperanza, de solidaridad, de cariño. Por tanto, en este momento de profundo dolor en que recordamos a todos estos amigos, conocidos o tantas personas desconocidas, a sus familiares, que han quedado destrozados y a las comunidades que han sido arrasadas… Las imágenes de las casas, destruidas, los vehículos sumergidos y paisajes devastados. En la fértil paciencia. Es un recordatorio sombrío de la fragilidad de nuestra existencia y de la fuerza implacable de la naturaleza. Sin embargo, como os decía, en medio de esta tragedia hemos sido testigos y lo seguimos siendo de un fenómeno que nos llena de esperanza: la solidaridad. La respuesta de los voluntarios, hombres y mujeres que han dejado a un lado sus propias preocupaciones, sus propios trabajos para acudir en ayuda de los afectados, es un ejemplo luminoso de lo que significa ser parte de una comunidad, de una nación.

Los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, nuestras Fuerzas Armadas, los bomberos, Protección Civil, los sanitarios, tantas y tantas personas que personal e institucionalmente están ayudando. Pero, sobre todo, esos voluntarios, esas personas metidas en el barro, esas personas abrazando, esas personas ayudando, esas personas metidas en sus uniformes laborales o de servicio a la patria. Estos actos de generosidad y entrega nos muestran que, aunque la adversidad puede separarnos, y de hecho está ocurriendo, también puede unirnos con un propósito común: el de ayudar al prójimo.

Nuestra gratitud, admiración y reconocimiento a todos los que han prestado y prestan ayuda a los damnificados. Es fácil caer en la tentación de buscar culpables, de polarizar. De enredarnos en debates políticos que en este momento no hacen más que distraernos de lo verdaderamente importante: las víctimas, las consecuencias de la tragedia. La tragedia que hemos vivido no tiene un solo responsable. Es un recordatorio de que como sociedad debemos aprender de nuestros errores y trabajar juntos para construir un futuro más fuerte. En lugar de enfrentarnos, de dividirnos, de considerar a los otros como adversarios, cuando no como enemigos, tiene su costo. En cambio, debemos unirnos en la búsqueda de soluciones, que nos permitan recuperarnos lo antes posible.

Para los creyentes, la oración es el pilar fundamental en estos momentos de crisis. Rezar por las almas de los que han partido, por las familias que sufren y por aquellos que están trabajando incansablemente para ayudar a los afectados. La oración nos conecta con lo divino y nos da fuerza, las fuerzas necesarias para seguir adelante. Las víctimas ya habrán sido juzgadas por el Señor y examinados en amor. Y sabemos y creemos que con misericordia.

Pero, lo que necesitamos, y especialmente los afectados, es esperanza, ayuda. Y nos recuerda todo esto que, aunque la vida puede ser dura, nunca estamos solos. Esta es la gran lección de estos días, de este mes. Dios está con nosotros, “aunque camine por cañadas oscuras -hemos escuchado en el Salmo- nada temo, porque tú vas conmigo”. En cada gesto de amor, en cada acto de solidaridad, vemos lo que más grande hay en el corazón humano, por encima de ideologías. Vemos ese rescoldo del amor de Dios y del amor al prójimo que da razón a la vida.

Hoy, más que nunca necesitamos recordar que la verdadera esencia de nuestra humanidad se manifiesta en la compasión, en su sentido más literal: padecer con los otros y en el apoyo mutuo. La solidaridad no es sólo un acto de beneficencia o de caridad. Es caridad fina. Es un compromiso con el bienestar de los demás. Es la promesa de que, en los momentos más oscuros, y éste ciertamente lo es, nos levantamos juntos, hombro con hombro, para reconstruir lo que se ha perdido.

Queridos hermanos, aprendamos la lección de hacer de la dificultad y fijaros si es grande ésta… Cuantificable también económicamente. Hagamos de todo esto una oportunidad y no estemos entretenidos en rencillas. ¿Qué lección nos da la sociedad civil? Y a medida que avanzamos en el proceso de recuperación, es fundamental que mantengamos viva la llama de la solidaridad. Decían a los medios de comunicación: no os vayáis que nos olvidan. No olvidemos. No sólo debemos ayudar en este momento crítico, sino que debemos comprometernos a seguir apoyando a nuestros hermanos y hermanas en el camino de la recuperación, en la reconstrucción de nuestras comunidades. Esas comunidades de esta región, y de Albacete, no sólo implica reparar edificios y restaurar infraestructuras. También significa sanar los corazones y restaurar la esperanza. Los nervios están a flor de piel, las preguntas, la queja. Y es lógico, no se puede acallar, no se debe acallar.

Queridos hermanos, en este sentido invito a todos a que seamos agentes de este cambio, de pasar de las dificultades a las oportunidades. Aprendamos de quienes nos dan ese ejemplo de solidaridad y de entrega. Cada uno de nosotros puede hacer una diferencia, ya sea a través de donaciones… Y hay que ayudarles. El domingo pasado, en todas las iglesias de España se ha hecho una colecta especial. Aparte de lo que está destinado a la campaña especial de Cáritas España. El voluntariado, simplemente ofreciendo unas palabras de aliento y, sobre todo, a los creyentes, los cristianos rezando. No subestimemos el poder de un gesto amable. A veces, una simple sonrisa puede ser el rayo de luz, el abrazo que alguien necesita en medio de esa oscuridad.

Y hoy, mientras recordamos a estos hermanos nuestros que han perdido la vida, a los desaparecidos, a las familias, a los que han perdido su negocio, su puesto de trabajo, a los niños que deambulan todavía sin poder asistir a colegio seguros, pidamos esa fortaleza. Fortaleza de aquellos que siguen con nosotros y la fortaleza de quienes les ayudan. Que su memoria nos inspire a ser mejores, a ser más solidarios y a trabajar juntos por un futuro en que la compasión y la unidad prevalezcan sobre la división y el conflicto. Y esto lo necesitamos en todos los órdenes en nuestra España.

El que la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, como nos dice la Escritura, llene nuestros corazones y nos guíe en este camino de sanación, de unidad, de concordia, de aunarnos.

Oremos por las almas de los que han partido, por sus familias que sufren y por todos aquellos que están trabajando para ayudar a los afectados.

Que nuestra oración sea un faro de esperanza en medio de esta inmensa tormenta. Hagámosla, como ya ha ocurrido, de solidaridad.

Que la Mare de Déu dels Desemparats, la Madre de Dios de los Desamparados, patrona de Valencia, proteja y cuide a todas las víctimas y a los afectados, a sus familias, por la DANA.

Amén.

+José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada

27 de noviembre de 2024

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