Homilía del arzobispo de Granada, Mons. José María Gil Tamayo, en la Eucaristía celebrada en la S.A.I Catedral en el II Domingo de Navidad, el 5 de enero de 2025.
Queridos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos y hermanas, que a pesar del frío de esta mañana, de este segundo domingo de Navidad, os deis cita en nuestra Catedral.
Acabamos de escuchar la Palabra de Dios que ilumina el acontecimiento que celebramos. Esta primera parte de la Eucaristía, la Palabra, es como el alimento, es como la luz que nos enciende el sentido de la celebración.
Lo mismo que el Prefacio, después, litúrgicamente nos resumirá precisamente el misterio que celebramos, que no es otro que el misterio de Cristo. El misterio de Cristo desplegado a lo largo del año litúrgico. Y en este tiempo de Navidad hay como unos elementos que se repiten en esa presentación del misterio de Cristo. Primero, la Encarnación, que es el hecho más relevante. Esa encarnación que abre precisamente el misterio del Dios encarnado en medio de nosotros, el Verbo que se ha hecho carne. Y que llega a sumir nuestra naturaleza al misterio pascual de su pasión, muerte y resurrección.
En la Semana Santa, en el triduo pascual y después en toda la Pascua. Para invitarnos a una vida nueva, que es esa vida del cristiano, que es el tiempo ordinario de la Iglesia, esperando la parusía del Señor. Y esto que se repite cada año no supone una especie de un eterno retorno, sino lo contrario. Es estamos ya en un tiempo que se ha iniciado en plenitud y que para cada uno de nosotros, al final de nuestra historia, llegará a su consumación.
Pero sobre todo al final de la historia, cuando Cristo se muestre vencedor del pecado y de la muerte absolutamente, en su manifestación gloriosa al final de los tiempos, donde seremos juzgados en el amor. Y en este tiempo de Navidad vuelve a insistirnos la Palabra de Dios precisamente en el misterio de la Encarnación del Verbo, del Hijo de Dios. De la Segunda Persona de la Trinidad Beatísima que se nos ha mostrado en la realidad de nuestra carne, haciéndose igual a nosotros excepto en el pecado.
En la primera lectura hemos escuchado, tomando el capítulo 24, 25 del libro de Eclesiastico, nos muestra ya en la literatura sapiencial judía esa, ese darle rasgos personales a la sabiduría. Ciertamente, todavía en el Antiguo Testamento no se vislumbra ese sentido personal de manera plena, como lo vemos ya mostrarse, como nos dice la carta a los Hebreos, cuando llegado en la plenitud de los tiempos. En que ya Dios no nos habla por los profetas, no nos hace su revelación por intermediarios en el Antiguo Testamento, sino que es su misma Palabra la que se hace carne.
Por eso a nosotros también como al apóstol Felipe, el Señor nos dirá: Felipe, tanto tiempo con vosotros y aún no me conocéis. El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. Cuando Felipe le dice: Muéstranos al Padre y nos basta. Esa visión de Dios, que dice San Agustín, que es la plenitud de la felicidad y el cielo, ese ver a quien nos ve y lo ve todo.
Precisamente, esta Palabra de Dios ya es vislumbrada en la sabiduría, manifestada en la ley de Moisés, que es el orgullo del pueblo de Israel y que se asienta. Nos pone a Jerusalén como el centro. Qué pueblo tiene una ley como la tiene el pueblo de Israel. Es el orgullo del pueblo de Israel. Pero esa sabiduría es creada, esa sabiduría es llegar a un conocimiento del comportamiento moral que el pecado había obnubilado, había oscurecido y que Dios, en su misericordia, revela al pueblo escogido como mediación para las naciones.
Pero llegada la plenitud de los tiempos, se nos muestra en su Hijo Jesucristo. Y es ese prólogo maravilloso del Evangelio de Juan, el mismo que se proclama el día de Navidad y que nos hace esa lectura teológica del nacimiento de Jesús. El Verbo se ha hecho carne. Dios hecho hombre. El que ha hecho el mundo, se ha hecho uno de nosotros.
Vino otro a su casa, lo hemos escuchado y los suyos no lo recibieron. Es el misterio de la presencia de Dios que se conjuga con la obstinación del hombre que lo niega. Pero Dios es el que ha vencido y nos ha ganado con su humildad y con su sencillez, con su pobreza, para ensalzar al hombre y para hacer al hombre nada más y nada menos que Hijo de Dios.
Por eso, el evangelista nos dice, a los que le reciben les da poder para ser hijos de Dios, los cuales no han nacido de la carne ni sangre, sino que de Dios son nacidos. Y San Juan, en su primera carta, el mismo autor del cuarto Evangelio nos dirá: Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos.
Y dice él: Pues lo somos, y aún no se ha manifestado lo que seremos, pues solo cuando le veamos tal cual es, entonces se manifestará. La visión de Dios, que en la Navidad también se nos presenta como iluminación para nuestra fe. Que camina, que peregrina hacia ese encuentro definitivo del Señor. Es un tiempo de gozo, es un tiempo de alegría, es un tiempo de tomar conciencia de que Dios está en medio de nosotros y que el hombre ha sido ensalzado a esta manera maravillosa, en este maravilloso intercambio que nos salva, hasta adquirir la condición de hijo e hija de Dios.
Eso tiene consigo una manera de vivir. Renunciemos ya a la vida sin religión, hemos escuchado de parte del apóstol, esta Navidad. Y hemos escuchado otro himno que nos trae la Palabra de Dios este domingo, el comienzo con el gran himno cristológico de la Carta a los Efesios. Donde San Pablo nos habla, bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en la persona de Cristo, nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales.
Cristo es nuestra bendición. Cristo es la verdadera sabiduría, porque es el Hijo de Dios hecho hombre. Cristo inaugura la ley de la gracia que ya supera absolutamente a la ley de tablas. Es la ley nueva, la ley del Amor. Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos. Es más, el autor del cuarto Evangelio, precisamente también su primera carta, nos define a Dios como amor y nos dice: Nosotros hemos conocido el amor de Dios y hemos creído en Él.
Es el primer credo cristiano, queridos amigos. Yes el motivo de la alegría, de la felicidad, de la esperanza cristiana, que Dios es amor y nos ha llamado a ser, nos dice la Sagrada Escritura, partícipes de su naturaleza. Y eso es lo que está empapando todas las oraciones de la Navidad. Participar de la naturaleza divina de aquel que se ha dignado a compartir con el hombre, la nuestra.
Queridos amigos, este es el motivo de la felicidad de la Navidad. Este es el mayor regalo de Dios para cada uno de nosotros. De tal manera que esto nos cuesta entenderlo. Por eso el apóstol Pablo, al final del texto que hemos escuchado, nos dice: El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, nos dé espíritu de revelación para conocerlo e ilumine los ojos de nuestro entendimiento. Para que comprendamos cuál es la esperanza a la que nos llama, cuál es la gloria que nos espera.
Luego, este es nuestro itinerario. Pero es un itinerario de santidad. Nos dice, también San Pablo, en el himno que hemos escuchado, que Dios nos eligió en la persona de Cristo antes de la constitución del mundo, para que seamos santos e irreprochables, en su presencia por el amor. Luego, ahí tenemos ya la esencia cristiana transformados en Cristo, elevados a la dignidad de hijos de Dios, para que vivamos como tales.
Y para que veamos a los demás como hermanos nuestros, en los que se refleja también el rostro de Jesús.
Vamos a pedirle a la Virgen que nosotros, al acercarnos al misterio del nacimiento del Señor, no nos quedemos en lo exterior. No nos quedemos en lo sentimental y mucho menos en el azúcar de un sentimentalismo estéril que pasa pasado mañana. Sino que realmente vayamos a lo central y vivamos la alegría que nos ha traído el nacimiento de nuestro Señor Jesucristo.
Ya que le pedíamos a Dios en Adviento, celebrarlo con alegría desbordante y con piedad sincera. Y al mismo tiempo con una certeza en esta fe que nos salva. Como María, nosotros así también seremos benditos, porque hemos creído lo que se nos ha dicho de parte del Señor.
Así sea.
+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada
5 de enero de 2025
S.A.I Catedral de Granada