Homilía en la Eucaristía celebrada en la Solemnidad de la Virgen de las Angustias, el 15 de septiembre en la Santa Iglesia Catedral, en el XXIV Domingo del Tiempo Ordinario.
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa de Nuestro Señor Jesucristo, mis queridos sacerdotes concelebrantes:
Celebramos hoy la fiesta, que en la ciudad de Granada es Solemnidad -para toda la Iglesia es la Virgen de los Dolores-, en nuestra particular Iglesia, en la Iglesia de Granada, la Virgen de las Angustias.
Muchos me habéis oído decir muchas veces que cada vez que miramos a la Virgen, en realidad la Virgen ilumina nuestra vocación y nuestro destino, porque en ella se refleja de una manera anticipada todo el fruto de la redención de Cristo. Por lo tanto, todo aquello que a nosotros nos es dado a vivir, todo aquello que Dios espera y que Dios da, porque sobre todo lo que uno ve en la Virgen es lo que el Señor le concede vivir, pues la gracia que transforma la vida de esta mujer, probablemente casi una adolescente, ha recibido del Señor hasta ser la mujer más ensalzada de la historia humana.
En Ella vemos como en un espejo (…) nuestro destino, nuestra vocación, nuestro camino. Es verdad que el Evangelio no satisface la curiosidad de tantos detalles como nos gustaría saber de la madre de Jesús, pero todo lo que nos dice es justamente lo esencial de su vida y lo esencial de la nuestra. Nos dice que nuestra vida está siempre precedida por la gracia, siempre. Tiremos a donde tiremos, todo lo atrás que pudiéramos llegar en nuestra reflexión, en nuestra consideración, y siempre nos encontraríamos una gracia que nos precede, porque nos precede al hecho mismo de ser llamados a la vida, de haber recibido el don de la vida. La gracia en Ella: eso es lo que proclama el Dogma de la Inmaculada, la gracia en Ella ha precedido a todos sus méritos y a todas sus obras, como nos precede a nosotros.
Luego, nos dice que en la fe consiste la dicha. Eso es lo que le dice su prima Isabel: «Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá», y eso también es verdad en nosotros. En la fe accedemos a una vida nueva, en el acoger a Cristo en nuestra vida, porque lo que Él hace es ofrecerle a Cristo cuando Ella dice que sí, y lo acoge en su vida, se convierte en la madre del Señor.
Cuando nosotros acogemos a Cristo en nuestra vida, también nuestra vida se transfigura, se transforma, empezamos a vivir una vida nueva, accedemos a una libertad inaccesible a los cálculos y a los esfuerzos del hombre, que es la libertad gloriosa de los hijos de Dios.
Y podemos así ir repasando los pasajes del Evangelio, cuando alguien entre la gente le dice a Jesús, poco más o menos: Viva tu madre, dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron; y Jesús responde: Dichosos más bien los que escuchan, los que acogen la Palabra de Dios, y la ponen por obra. Nosotros normalmente entendemos que eso es los que cumple los mandamientos, y no lo excluyo, pero hay algo previo, la Virgen había escuchado la Palabra de Dios, que era el anuncio de su vocación, era el anuncio de su llamada a ser la madre del Señor.
También para nosotros la Palabra de Dios es ante todo el anuncio de que estamos llamados a ser hijos de Dios, a vivir una vida de hijos de Dios, a llevar al Señor en nuestra carne, o si no, ¿qué significa comulgar en la Eucaristía?, ¿no es recibir a Dios en nuestro cuerpo?, de una manera misteriosa. Decidme si no fue misteriosa la manera en que lo recibió la Virgen: tanto o igual que nosotros. Pero nuestra vocación, la palabra que Dios nos dice es: yo quiero que seas mi hijo, yo quiero darme a ti, entregarme a ti, mi Hijo se ha encarnado, ha asumido tu condición humana, te ha dejado el Sacramento de la Eucaristía para que tú puedas vivir sostenido por la vida divina, por el amor infinito de Dios, en tu propia carne, en tus propios huesos, en tus entrañas, en tu ser. (…)
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
S.I. Catedral de Granada
15 de septiembre de 2013